No tengo un recuerdo especial de Navidad, pero sí tengo este arbolito. Se llama Romero (también es una planta de romero) y llegó a mi casa hace más de seis años. Lo trajo Tania, mi novia, y se lo dio su abuela. Lo plantamos en el balconcito que tienen las ventanas (entonces vivíamos en un quinto piso) y respiró y vivió muy bien, hasta que un día nos fuimos de viaje y al regresar lo encontramos muerto.
En lugar de arrojarlo a la basura, rápidamente lo limpiamos, lo pintamos de toques brillantes, lo adornamos de colgantes y adornos, para finalmente recubrirlo de luces. Repentinamente Romero “se encendió”, abrió los ojos y se vio en medio de destellos, ornamentos y alegrías.
Era Navidad y la gente ya había puesto en sus casas puntiagudos y erizados árboles esperando la Noche Buena. Desde entonces, Romero nos acompaña cada día. Durante el año le sacamos los adornos y las luces, y en cada Navidad vuelve a encenderse y a recibir abrazos. Si me preguntas si creo en Dios: no celebro por alguien que no existe. Gracias a Dios, soy ateo. Navidad, para mí, es sinónimo de familia, de amor, de estar cerca de todo lo que uno ama.
En mi caso, la paso en casa con mi novia, junto a Tom, Neguito y Moby, nuestros gatos, y Romero. Y nadie más. Es nuestra personal celebración por un año (más) de bendiciones. Yo nunca celebré mucho Navidad. De adolescente y ya en la juventud, no me importaba mucho (o nada). Yo celebro Navidad recién desde que estoy con Tania. Ella sí la celebra. Y por ella he conocido este sentido de la Navidad.