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pacasmayo
Rafaella León

La primera vez que toqué fue contra mi voluntad. Yo me calcinaba plácidamente sobre las piedras, murmurando pequeños chismes al lado de mis hermanas, sin que fuera necesario voltear a mirarnos o abrir siquiera los ojos para constatar datos o gestos. Éramos entonces tres adolescentes en la edad de descubrir lo que provocábamos en otros adolescentes, de igual manera sin necesidad de voltear a mirarlos. Aquella mañana de principios de los 90, cinco de ellos apoyaban sus codos disforzados en la baranda del antiguo malecón de principios de siglo XX, divertidos de ver cómo con los minutos la marea iba subiendo. Las tres muchachas, con la piel sabor Coca-Cola, no tenían idea de que el mar podría de pronto acercarse tanto, sin avisar, hasta el punto de comerse las toallas, las revistas, las sandalias y la Coca-Cola. Todo junto en medio de las risotadas de aquellos adolescentes que se convertirían –en los días siguientes de aquel verano que incluía abril– en nuestros amigos de toda la vida.

nos adoptó desde el primer día. Llegamos un 26 de diciembre en la Nissan station wagon celeste de la familia, cargada de sábanas, ropa para cuatro meses de verano y cinco hijos bien apretados. Una parada en los chicharrones de Huaral, otra para aliviar vejigas en Chimbote y una última en Trujillo para saludar a familiares que no sabíamos que teníamos. Tras doce horas de camino descargamos el auto frente a una enorme casona republicana, con paredes blancas y ventanas azules, a pocos metros del muelle que alguna vez tuvo 773 metros de largo, en pleno malecón Grau.

No se abrió la puerta grande, sino la trasera. Una tripa de 20 metros de profundidad con techos altos y teatinas que iluminaban todo el interior hasta de noche, se convertiría en nuestra casa alquilada de verano. Era perfecta, salvo por los miles de bichos desconocidos y casi todos alados que caían sobre nuestras sábanas en las noches más calurosas. O sea, todas, sin excepción. Recuerdo que no me importaba sudar hasta quedarme dormida, cuidando que ni una célula mía asomase fuera de esa sábana milagrosa. Con los días improvisamos nuevas fórmulas para tener a raya a las cucarachas, como sumergir las patas de las camas en tazas con agua. Mi papá se reía porque no hay lugar que le impida dormir a los cinco segundos de que se lo propone. Incluso en esa casa que no tenía puertas. Era un solo espacio todo: salita, a continuación las siete camas, la cocina. Luego recién el baño (ese sí con una puerta) y detrás de este un patiecito. Era perfecta.

Al día siguiente ya éramos la novedad en el pueblo. Los ‘limeños’ recién llegados tenían tres hijas y dos hijos. Estos últimos solo pensaban en bicicletear todo el día con otros niños que se iban encontrando. Nosotras, las hermanitas León, pronto nos integramos al grupo de las dos Claudias, María Paz, Paty, y fuimos al instante pacasmayinas como ellas. A nuestras nuevas amigas les llamábamos por su nombre. De los chicos primero conocimos sus apodos. El ‘Soga’, el ‘Yuca’, el ‘Carecha’, la ‘Vieja’, ‘Almita’, el ‘Pufi’, el ‘Mono’ nos conquistaron por el vóley. Cada tarde se abría la cancha del Club Pacasmayo, la casa más hermosa del malecón, con paredes, techos y pisos de madera, una polvorienta pero sustanciosa biblioteca, un extenso barandal que asoma justo sobre la orilla y varias salitas con los muebles de quienes la habitaron, a fines del siglo XIX. Las tardes de vóley eran citas irrenunciables. A pocos centímetros del mar, muchas bolas acabaron en el agua, lo que nunca generó, sin embargo, demasiados reclamos de sus dueños. Al día siguiente emergían del océano los balones, puntualmente para el encuentro vespertino.

Las fogatas y las fiestas nos convirtieron por primera vez en ‘enamoradas’ de chicos con el dejo curioso que siempre termina en ‘di’. “Te gusto, ¿di?”. Al día siguiente la rutina de la mañana empezaba con las voces de los pescadores descargando sus bolicheras en el muelle, el olor intenso del mar en su apogeo y el sol entrando por las rendijas del techo directo a nuestros ojos soñolientos. No recuerdo los desayunos, pero sí los almuerzos. Mi mamá contrató a una mujer bendita. Llegaba con sus larguísimas trenzas rodeando su cuerpo de pechos enormes y brazos redondos y mejillas cobrizas. Hablaba poco y llevaba siempre la canasta del mercado en la mano. De allí volvía con ajíes, hierbas, pescado, cebollas y armaba festines a diario que hacían que nos preguntásemos qué estábamos celebrando, hasta que entendimos que así se come en el norte, sin razón aparente.

La tía Isabel Mendoza de Arbaiza era la dueña de la casa (su puerta era la grande). Todo allí adentro parecía detenido en 1967, cuando el ferrocarril Pacasmayo-Chilete (Cajamarca) dejó de funcionar, dando paso a una decadencia que empezó con el abandono del descomunal muelle y terminó con letreros de “se vende como terreno” en el frontis de muchas de sus casonas históricas. Lo único que estaba lleno de vida en esa casa era la cocina de la tía Isabel, tan grande que parecía un restaurante pero con una sola mesa: un rectángulo de dos por tres metros, siempre con restos de harina, cáscaras de huevos, diversos utensilios, trapos y frutas.

El primer día, cuando nos enseñó la perfecta tripa donde viviríamos, Isabel se encargó de que supiéramos exactamente dónde se encontraban los libros: un estante mediano a la entrada. Me apoderé de él todas las mañanas de aquel verano. El sol y la brisa esperaban afuera, junto con mis hermanas gritando para ir a la playa. Yo no podía porque estaba conociendo a Gabriel García Márquez y a Mario Vargas Llosa, sin respirar ni comer, por horas.

Interrumpí mis veranos en Pacasmayo el día que decidí ir a la universidad y creerme grande. Solo volví varios años después, un invierno de 1999, rastreando el paso de Rafael de la Fuente Benavides –Martín Adán– por este pueblo en cuyo cementerio descansa su padre: Santiago de la Fuente Santolalla, nacido un 25 de diciembre de 1871 en Pacasmayo. Hallé recuerdos, fotos, anécdotas de cuando Martín Adán iba al norte a desintoxicarse de Lima y a beber con la familia que iba conociendo a su paso. Sus primas y sobrinas lo protegieron como a un hijo, lo alimentaban y bañaban porque de esas cosas banales él no tenía idea. Si él era el Quijote de Pacasmayo, su Sancho fue Nicanor de la Fuente Goyburu. El ‘zambo Goyburu’, como le llamaba Martín Adán, no fue poeta sino escudero de poeta, lo cual lo coloca, sin un solo verso, por sobre todos los demás. Recorrí cada pedazo del malecón con él, sentándonos en el instante en que recordaba alguna locura del primo Rafael, como cuando decía que era “de la tribu de los pacasmayos” y despertaba a todos muy temprano, cuando había que iniciar el día y él en realidad lo estaba terminando.

Pacasmayo era descubrir la poesía entre las piedras. //

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