La comunidad china en el Perú sabe mucho de lo que es ser víctima de la xenofobia. En una época en que el trabajo sobraba en el país, ellos fueron traídos desde Cantón, Macao y Hong Kong, en penosos viajes en barco de cuatros meses, para ocuparse de las labores agrícolas que ya no podían hacer los afroperuanos, recientemente liberados de la esclavitud. En 1849, miles comenzaron a llegar con contratos de trabajo y unos sueldos de hambre que, aun así, no fueron respetados. En cambio, se los hizo trabajar en condiciones de semi esclavitud, hasta que la comunidad fue creciendo y con ella los primeros brotes de xenofobia.
Quince años después del arribo de los primeros barcos con ‘culíes’ al Callao, los diarios limeños se ocupaban ya del ‘problema chino’, como un asunto de urgencia para la ciudad, algo que merecía la atención completa de las autoridades. El problema en cuestión para ellos era que los foráneos habían dejado los campos y se habían instalado en las urbes. Su presencia era cotidiana. La Prensa y El Comercio daban cuenta del crecimiento de la comunidad china en Lima, a veces con un tono apocalíptico que hoy nos sonaría muy conocido. Y no faltaban personajes de la época, como Clemente Palma, representante de una tendencia de la época llamada racismo científico, que manifestaba que los chinos eran una “raza inferior y gastadísima”.
Para muchos limeños, el recién llegado era visto como alguien que venía a quitarles el trabajo, a aprovecharse de sus servicios; era sospechoso de portar enfermedades como la malaria y de llevar una vida disipada, atrapados en el consumo de opio. Y un dato extra interesante: los primeros chinos llegados al Perú eran exclusivamente varones, lo que alimentó leyendas y otro tipo de recelos entre los locales, que cuidaban a sus mujeres de ser vistas más de la cuenta.
Como recuerda el historiador Antonio Zapata en su libro Desiguales desde siempre, el Barrio Chino fue saqueado e incendiado en “algunas trágicas oportunidades”. Hubo episodios de violencia en las haciendas de Lima y del resto de país, con enfrentamientos que dejaban hasta centenares de muertos, como el que ocurrió en el Valle de Cañete, en 1881. Ese mismo año, mientras los chilenos ingresaban a Lima, tras su victoria en la Batalla de Miraflores, una turba de peruanos entró al Barrio Chino de Capón y causó saqueos, incendios, violaciones y asesinatos. Se acusaba a los migrantes de la China de ser colaboracionistas de los sureños. Poco importó que la colonia china fuera una de las que más aportó para la Colecta Nacional que se hizo ese año, para costear la defensa del país del verdadero invasor extranjero.
La vergüenza de los japoneses deportados
La historia de la xenofobia en el país también le ha reservado a la comunidad japonesa un capítulo de ignominia. Ellos empezaron a llegar en abril de 1899, luego de la firma de un Tratado de Paz, Amistad, Límites, Comercio y Navegación con el Imperio del Japón y el Perú en 1873. Como lo recuerda la web de la Asociación Peruano Japonesa, nuestro país se convirtió así en el primero de América Latina en establecer relaciones diplomáticas con el Japón. Nada de eso, sin embargo, valió mucho en los años siguientes, como se verá.
Las primeras fricciones empezaron en la década del treinta del siglo XX, cuando los comercios japoneses crecieron en tamaño y ello empezó a preocupar a la competencia local. La Unión Revolucionaria, el partido nacionalista del dictador Luis Sánchez Cerro, era quien más vociferaba en contra de los extranjeros. Una propaganda de su partido muestra la caricatura de un ciudadano japonés de tamaño descomunal que barre con su escoba a comerciantes peruanos. Detrás de él se ve un edificio con el rótulo ‘industria peruana’, que ha sido invadido por un grupo de asiáticos con sonrisa burlona.
El sentimiento antijaponés llegó a su página más negra en 1941, tras el ataque nipón a Pearl Harbor, durante la Segunda Guerra Mundial. El Gobierno peruano dispuso la inamovilidad de los fondos de las sociedades y personas jurídicas japonesas. Posteriormente, se emprendió una política de deportaciones de ciudadanos japoneses a Estados Unidos, que eran recluidos en los llamados ‘campos de reubicación’, que se situaban en California y Texas. Esto fue parte de una política continental, un acuerdo entre EE.UU. y Sudamérica. No deja de llamar la atención que de los trece países latinoamericanos que expulsaron a estos, el Perú haya sido el más entusiasta (1.771 personas), aportando más de la mitad del total regional. Todo eso a pesar de que estaba vigente el tratado de amistad de 1873.
Las relaciones se empezaron a restablecer en 1953 y doce años después el Estado peruano les ofreció un terreno de 10.000 m2 que fue parte de la compensación que se les dio por haberles expropiado dos escuelas en Lima. Sobre ese terreno se levantó, en 1967, el Centro Cultural Peruano Japonés, en Jesús María, símbolo de la renovación de la amistad entre dos pueblos que se vio manchada por el miedo y la intolerancia.