Mathías alcanzó el kilo de peso dentro del vientre de su madre, Elena (18), y decidió nacer. Su hermano gemelo no lo logró. En la lejana Huallanca, provincia de Huaylas, a tres horas de Huaraz, la leche materna no lo alimentaba. Mucho menos el suero que le suministraron en la posta local. Cuando llegó a la unidad de cuidados intensivos (UCI) neonatal del Instituto Nacional de Salud del Niño, en Breña, la balanza marcó 865 gramos: había perdido casi un 20% de su peso. “Era piel y hueso”, recuerda Víctor Sánchez, jefe del servicio de Neonatología del otrora Hospital del Niño.
El prematuro Mathías –cama 91– levanta los brazos desperezándose, como si supiera que le están tomando fotos. Su hábitat natural es, desde hace ocho semanas, una incubadora computarizada en la que se ha programado la temperatura que requiere su cuerpo (el panel electrónico muestra 36,2 grados) y que el doctor Sánchez llama la máquina ‘transformer’. Un monitor mide hasta ocho parámetros, incluyendo frecuencia respiratoria, cardiaca y presión arterial. Al equipo se conectan jeringas perfusoras, de tal manera que ya no es la enfermera quien coloca el medicamento: la computadora lo administra. En la pantalla se lee: 0,20 milímetros de cloruro de socio por hora. “Los ‘transformer’ cuentan con equipo de fototerapia y con una balanza para pesar al niño sin necesidad de sacarlo”, explica el médico mientras presiona un botón que desprende automáticamente el techo de la incubadora, convirtiéndola en una cuna radiante (térmica). “En la época de la piedra, fijábamos la temperatura ‘modo incubadora’, nada más. Yo la programaba y no podía variar, así el bebé estuviera caliente o con mucho frío. Ahora no. Podemos incluso ponerle oxígeno ambiental o humedad. La piel del prematuro la necesita porque es muy delicada y débil”.
El doctor Sánchez lleva 22 años en el pabellón de Neonatología del antiguo hospital fundado hace 89 años –el 1 de noviembre de 1929– por Augusto B. Leguía. Hijo de enfermera, se formó en la medicina entendida como un arte y una disciplina de respeto a la vida, con maestros sanmarquinos que “nos enseñaron cómo hacer una neonatología de guerra”. Mientras recorre con Somos los dos ambientes donde pueden ser atendidos hasta 10 bebés con patologías complejas, asegura trabajar en la cuna de la pediatría peruana. “En mi época no había ventiladores ni monitores. Todo era tan precario que teníamos un monitor a pilas. Los residentes juntábamos un poco de plata, comprábamos las baterías y si, por ejemplo, un paciente se ponía mal, teníamos que saturarlo, y si otro también lo requería en ese mismo momento, desconectábamos al primero e íbamos corriendo al segundo”.
Pero los tiempos han cambiado. Por las diminutas venas de Mathías discurre el alimento parenteral (que contiene aminoácidos especiales y lípidos, además de sodio, potasio, magnesio, cromo, calcio y proteínas), un antibiótico, un inotrópico (para el control de la contractilidad del corazón) y una solución de cafeína para evitar la apnea del prematuro (segundos en los que el bebé deja de respirar o se reduce su frecuencia cardiaca). “Ya no hay necesidad de estarlo hincando a cada rato porque usamos el percutáneo, una vía central que va hasta el corazón, por la cual pasan dos o tres vías en el interior. Un bebito puede llegar a necesitar cinco, seis, ocho de estas jeringas y se administra todo a la vez”.
La mayoría de bebés prematuros que son trasladados de emergencia desde provincia vienen con problemas en los pulmones o por desnutrición. Con el tubo digestivo inmaduro, el tránsito de la leche es lento y acumula residuos gástricos. Muchas veces los médicos locales optan por darles solo suero, y eso los desnutre. “Antes, los prematuros que nacían en provincia se morían en provincia. ¿A dónde van a parar ellos? Al que nace en la puna, hay que darle oportunidad de sobrevivir”. El doctor Sánchez dirige un equipo de ocho médicos, de tal manera que hay guardias las 24 horas del día, todos los días del año. El trabajo se completa con profesionales de 45 especialidades pediátricas. Además, las 25 enfermeras que laboran en este pabellón son especialistas en UCI neonatal. “Tenemos una ventaja en este viejo Hospital del Niño que ahora es Instituto: el potencial humano. A veces llegan niños con 500 gramos, 600, 700. Muchas veces no solo son prematuros, sino que llegan con algún tipo de comorbilidad: el anito perforado, atrofia de esófago, tumoraciones, síndrome de Down. A medida que se ha aprendido a conocer al neonato, estos sobreviven más. Hoy podemos decir que vamos a tener camadas de niños que nacieron con 600 gramos, otro grupo de 700, otro de 800”.
Ocho semanas después de haber llegado al hospital, Mathías pesa dos kilos y 330 gramos. Pronto, el bebé de la cama 91 dejará la máquina ‘transformer’ y será dado de alta. “¿Este bebito tiene alguna complicación ahorita? ¿Hemorragia cerebral?, ¿displasia pulmonar?”, pregunta en voz alta a sus asistentes el doctor Sánchez. Le confirman que persiste una displasia broncopulmonar leve. Seguirá siendo por ahora un neonato de alto riesgo, pero habrá sobrevivido para contarlo. //