"Un hombre en mi casa", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
"Un hombre en mi casa", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
Carlos Galdós

Hay un hombre en mi casa, el primer hombre con el que convivo en mi vida. Como todo jefe de familia, los fines de semana él tiene que ser el primero en abrir el diario mientras desayunamos. Una a una pasa las hojas grandotas, pasa y repasa los textos y, si algo le disgusta, rompe en pedacitos la publicación. Le encanta ver los resúmenes de la semana de domingo por la mañana; en particular, se queda pegado contemplando a Maritere Braschi. Pobre de mí si le pido cambiar de canal; me tira el control remoto por la cabeza. Inmediatamente después me exige salir a hacer deporte, le gusta caminar y coquetear con cuanta señora se le acerca mientras que yo solo atino a recibir el típico chiste: “menos mal no es como tú”, que recibo con una amable sonrisa de compromiso y pensando: “qué tal cuajo, se nota que usted no tiene espejo”. Pero entiendo que mejor es quedarme callado. 

Este hombre gusta de lo que a mí me disgusta. Los domingos por la tarde, si por él fuera, se plantaría horas viendo los partidos de fútbol del campeonato local y, si yo prendo la luz para que la habitación no esté a oscuras, él en el acto la apaga. Yo me asusto con las sombras mientras él conversa con ellas. Este hombre gusta del agua helada mientras yo no piso la tina si es que el agua no está hirviendo. Por las noches pasa revista cada dos horas gritando el nombre de Carla y el mío como quien verifica que estamos ahí bajo su cuidado. “¡Carla!, ¡Carlos!”. “Sí, ¡aquí estamos!”. Y automáticamente todo es silencio.

Los trabajos domésticos parecen ser su principal atractivo. Ama la jardinería y eso incluye comerse todos los chanchitos y cuanto insecto y hoja seca encuentre en el jardín de la casa y también en cuanto parque de esta ciudad visite. No hay día que no pase minuciosa revista de uno en uno a todos los enchufes de la casa: los mira, se acerca a ellos y finalmente verifica su buen funcionamiento metiendo el dedo meñique por los huequitos. Lo mismo hace también con los sanitarios y en particular con el bidet: abre la llave hasta que el chorro –mismo parque de las aguas– llega hasta el techo e inunda la habitación. Cuando le cuento a mi mamá todo lo que este visitante está haciendo en mi casa, ella me dice: “Y pensar que yo te tuve que meter a un curso de electricidad para el hogar en el José Pardo, para que supieras hacer algo de hombres”. Y sí pues, efectivamente, me hice bien macho dos veces por semana en el local de la avenida Grau frente al terminal de Roggero, recibiendo sendas descargas eléctricas y aprendiendo a armar enchufes. 

La primera vez que me dijeron ‘maricón’ fue a los ocho años, cuando me fui a quejar con mi mamá porque mi primo estaba destruyendo el castillo de Lego que tantos días me tomó armar. “Uy, qué maricón, se queja con su mamá”. Ahora, a los 43 años, recién entiendo que el vacilón del Lego es justamente ese: destrozar lo que el otro acaba de terminar. Recién me di cuenta cuando luego de armar la nave de La guerra de las galaxias, Luca de una patada desarmó todo y acto seguido no paró de reír mientras que yo quería una vez más llamar a mi mamá. 

Este hombre de año y cuatro meses me está enseñando a hacerme hombre. Gracias, Luca. 

Esta columna fue publicada el 21 de octubre del 2017 en la revista Somos.

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