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Hinchada peruana
Miguel Villegas

Este año conocimos al hincha de la selección. Lo abrazamos, después de haber estado tanto tiempo lejos. Era, hasta hoy, un recuerdo: lo imaginamos llenando estadios, viajando en caravana, durmiendo con su camiseta. Lo imaginamos perdiendo y, sobre todo, ganando. Lo imaginamos en la calle, en un escritorio y en el espejo. Así había sido antes y ahí estaba el hincha. Ahí está. 

Hasta entonces éramos todos hinchas de la ‘U’, fanáticos de Alianza, barras del Boys o del Cristal. Esas, nuestras únicas fronteras. La selección peruana era el pasado de nuestros papás, no el nuestro. Había cortocircuito entre todos por razones que serán materia de estudio luego pero que, si me apuran, tiene que ver con el sentido de pertenencia. Perú, el viejo Perú, el Perú que se hizo un anciano de 36 años pateando una pelota, no los representaba. Algunos jugadores eran vistos como ‘marcianos’ –o fantásticos, para no expiar culpas–; otros, digamos, definidos como muchachos excesivamente alegres. Y si encima la blanquirroja no ganaba, la herida dolía más: a nadie le gusta mirarse en el rostro de un perdedor.

Por eso hasta lo que podría ser un defecto es hoy una bandera. Los hinchas estamos llenos de esas excentricidades –el amor así– y entonces más de un papá le va a comprar a su hijo las orejas de Edison Flores por Navidad. Será como llevarle una capa de Superman. O una forma de acercarse al diccionario para saber lo que significa ser un héroe. 

La formación de un hincha –dice Bielsa– se sostiene en el tiempo por fe, en su versión más romántica: uno cree que va a ganar su equipo porque lo ama, así pasen mil años, así el rival juegue lindo y así tenga jugadores de menor jerarquía. El hincha peruano conservaba esa semilla: fue invitado de honor –en el Mundial del 30–, fue campeón de América –en el Sudamericano del 39 y el 75– y fue bueno –en las Copas del 70, 78 y 82–. Tenía un pasado al cual aferrarse, el cual mirar –con nostalgia– como ese ex que mira a su ex creyendo que, alguna vez, volverá ser noble y ya no cometerá esos errores. 

Fueron 359.502 hinchas peruanos los que asistieron a los 10 partidos como local de la selección. Es una cifra fantástica si se recuerda, por ejemplo, el triste Nacional vacío en el partido final de la Eliminatoria pasada –con Markarián y su equipo castigado– o los 14.373 que peregrinaron hasta Matute camino a Sudáfrica 2010 –cuando dirigía ‘Chemo’–. Era quizá lo que merecían esos procesos, viciados por indisciplinas y derrotas dolorosas; pero no lo que se merecía el Perú, harto de que su gente no lo quiera. No duró para siempre. El 15 de noviembre, día del Perú-Nueva Zelanda, la noche en que todos fuimos Paolo Guerrero, el milagro peruano podía resumirse en este imposible: la euforia del hincha peruano desbordó tanto que esa noche nunca se terminó. El 15 de noviembre fue también el 16, el 17 y así hasta hoy.  

Perú está en el Mundial, y detrás de él –o de su mano– irá el muy querido hincha de la selección. El niño, el joven, el adulto, el anciano. Los de arriba y los de abajo. Porque hasta eso éramos en el mundo: queridos y extrañados. Gritarse peruano antes millones de personas es una hermosa lección que da el fútbol, ese bien tan caro y tan menor. Que lo entienda así el país de la pena: se puede abrazar y se puede reír. Por lo menos 90 minutos. 

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