Woodstock (Foto: Gettyimages)
Woodstock (Foto: Gettyimages)
Oscar García

Este 15 de agosto se cumplen 50 años de , el festival de rock e hito contracultural que impactó a la juventud de 1969 con tres días de paz y música. En Perú, la muchachada de la época lo vio un año después, en el cine. Ya para entonces las melenas y las ropas hippies se habían apoderado de Lima y otras ciudades del país.

Para entender el impacto que tuvo Woodstock en la juventud peruana de hace ya medio siglo hay que imaginarse un mundo distinto, sin internet ni redes sociales. Una época agreste y excitante en la que, como anota el músico peruano Jean Pierre Magnet, forjando un singular aforismo, “la autenticidad era auténtica”. Y todo ello en un país en el que un gobierno militar veía con pésimos ojos aquello que venía de afuera, como una intromisión cultural alienante de la que había que protegerse.

En tiempos así, sin YouTube ni videos a un clic de distancia, la única relación de los jóvenes con sus músicos favoritos era de naturaleza estática, a través de los discos que se conseguían de importación y de sus fotos de portada. “En esa época, uno terminaba creyendo que los músicos eran seres de otro planeta porque no los podías ver, solo los alucinabas. No eran reales. Eran superestrellas del cosmos. Y luego se estrenó Woodstock y estaban ahí, en la pantalla del cine, ¡los podías ver tocando!”, se emociona Magnet cuando elabora sobre la importancia que tuvo ese hito para su generación.

El festival de Woodstock se realizó en 1969, en las afueras de Nueva York, del 15 al 17 de agosto. Debió haberse desarrollado en una localidad del mismo nombre pero eventualidades de la vida terminaron mudando el show a 63 kilómetros de ahí, a un lugar llamado Bethel, en donde se le alquiló tierras a un granjero al que no le gustaba mucho el rock pero sí el dinero rápido que llegaba con un golpe de puerta.

Esa entrada para poder ver en vivo a The Who, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Crosby, Stills & Nash y muchos más costaba 18 dólares de la época. Al final, la afluencia fue tal que acabó siendo un espectáculo gratuito, al que asistieron medio millón de personas con una definición laxa de la comodidad y el buen vestir. No faltaron los que se quitaron la ropa para estar en más armonía con sus cuerpos y la naturaleza salvaje que los rodeaba.

La entrada para el cine, cuando se estrenó el documental del show al año siguiente, costaba mucho menos, pero igual representó un hito y un must para la juventud. “Conocí a gente que la fue a ver hasta quince veces. Yo solo la vi tres y siempre me pareció increíble”, dice Juan Luis Pereira, que ya entonces se desempeñaba como músico de la banda peruana de fusión El Polen.

“Esa grabación fue algo que nunca se había dado en la vida. Era algo cósmico ver a todos esos grupos tan entregados”, dice. Juan Luis Pereira (69) vivía entonces una vida muy consonante con los postulados del movimiento hippie, una subcultura surgida en San Francisco, en 1967, y que devino en importante motor espiritual que animó Woodstock con sus mentados “tres días de paz y música”.

No solo era una cosa de look en su caso, ni de longitud capilar. Era mucho más profundo: se trataba de expandir la mente, de formas naturales o químicas. Por aquellos años tuvo una experiencia con ácido lisérgico que, considera, fue mejor que el más completo psicoanálisis y lo hizo encauzar su vida hacia la música, dejando de lado una potencial vida como arquitecto.

El Polen, con Juan Luis Pereira, fueron pioneros en fusionar rock con folklore en esta parte del continente.
El Polen, con Juan Luis Pereira, fueron pioneros en fusionar rock con folklore en esta parte del continente.

“Yo no fui hippie”, recalca rápidamente Jean Pierre Magnet, que por entonces se desempeñaba como músico en la banda de rock peruana Traffic Sound. En esa época llevaba el pelo largo y la barba indómita, pero asegura que eso era parte del look rebelde de los jóvenes de los años sesenta. “Sí me impresionaba el hippismo, todo el tema de la libertad y el amor libre, digamos que me daba curiosidad, pero para ser un hippie de verdad tenías que estar en la marihuana o el ácido, y no fue mi caso”, aclara.

El politólogo y ex jefe de la ONPE Fernando Tuesta, quien tenía catorce años durante el estreno de Woodstock en Lima, recuerda que también estaban “los hippies criollos”, como se denominaba a la gente que se vestía como hippie, que quería vivir como hippie, pero que igual llegaba a las casas de sus papás a dormir, al final del día.

Tuesta estaba en secundaria cuando estrenaron la película y por entonces el adolescente respiraba rock todo el día. Fue a verla tres veces al cine Orrantia y de todas las memorables performances de esas fechas la que más lo capturó fue la de Carlos Santana y su espectacular banda. Su música fue como un puente para muchos rockeros, que, gracias al guitarrista chicano, empezaron a volcar los oídos a sonidos latinos como la salsa.

Para las generaciones posteriores, el espíritu de Woodstock estaría reflejado en esos rictus de éxtasis de Santana y su baterista Michael Shrieve, el músico más joven que tocó en esas fechas. “No olvides que fue una época de cambios y convulsiones. Los Beatles se habían separado, ya había ocurrido Mayo del 68; para mi generación fueron cambios importantes”, añade.

Tanto brilló Santana en Woodstock, que apenas es imaginable el entusiasmo que deben haber sentido esos chiquillos peruanos cuando se anunció que llegaría a Lima en 1971. Tuesta se quedó con la entrada en la mano. El Polen fue el escogido para abrir el show y lo único que les quedó como recuerdo de ese fracaso, recuerda Pereira, fueron dos guitarras que los norteamericanos les obsequiaron y que luego vendieron, en un momento de poco juicio. Los integrantes de Santana fueron expulsados del país por el gobierno militar, acusados de ser alienantes y con el aplauso de cierta pacatería limeña que se cobró su venganza contra esa juventud peruana, pelucona y rebelde que no pudo controlar. //

Testimonio​
Woodstock, caos, alegría y vagos recuerdos
Por Fernando Ampuero, escritor. 

Ya los gritos en 1969 eran parte de la música, por supuesto, pero en Woodstock nadie gritó más que Janis Joplin. Eso lo sabíamos todos. Janis, mezzosoprano lasciva y picada de heroína, puso en aquel festival su marca épica de blusera psicodélica. Esto, para mí, fue lo esencial: esa feroz marca de desgarro y desesperación. O quizá debería decir: esto es lo que recuerdo de la legendaria filmación del festival… También, claro, quedé deslumbrado por los megatones de Jimi Hendrix, Joe Cocker, Santana. Dylan, que ya era un genio y un jodido, vivía cerca, pero nunca subió al escenario. En las islas Galápagos, cualquier melenudo llevaba en la mochila casetes de Woodstock. Y en el Cusco, durante la invasión hippie, se bailaba esa música por las calles. Yo creía que Woodstock había sido la fundación de una nueva era; luego, para mi sorpresa, me enteré de que era más bien su clausura. Una noche, en el cusqueño Bar de John, dos gringos borrachos me dijeron que habían estado ahí; que pasaron tres días de música y calatería, pero que llovía a ratos y se resfriaron. Lo suyo fue rock y estornudos.

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