La luz que entra por las ventanas al estudio de César Pinto es espléndida. Están por todos lados, lo que origina, además, una pelea por la supremacía en ese segundo piso. El choque se da entre los trinos de las aves del parque Kennedy y los motores de los vehículos que circulan por Diagonal. De vez en cuando debe oírse, también, el potente “¡jaque mate!” de algún persistente triunfador de callejeras partidas de ajedrez desde el pasaje Olaya. Pero no importa, está bien. De eso se trata. El artista de 40 años celebra ese premeditado contacto con la realidad porque de esta se nutre para crear. Porque aquella le inyecta de indeleble energía el corazón y la mente. El sistema —opuesto a los habituales, y muchas veces herméticos, espacios oscuros donde acude la gente a tatuarse— definitivamente está dándole rédito. En la última edición de la Milano Tatoo Convention 2024, uno de los encuentros internacionales más importantes del rubro que existen, por ejemplo, César ocupó el lugar número dos del mundo con un diseño inspirado en el Perú. La vida pasa y la tinta queda. Felizmente.
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