Elegida como palabra del año por la Fundación del Español Urgente (FundéuRAE), la inteligencia artificial es una disciplina relativamente joven en el campo de la ciencia porque apenas hace setenta años que empezó a utilizarse la expresión, pero su futuro puede ser infinito e ilimitado porque muchos de los desarrollos más innovadores pasan por esta tecnología.
Un futuro en el que se van a tener que ir despejando muchas de las incógnitas y de los temores que esta tecnología, utilizada ya en numerosas aplicaciones y servicios que millones de personas usan de una forma cotidiana y no siempre consciente, todavía suscita.
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Bajo el paraguas de una disciplina científica que se ocupa de crear programas informáticos que ejecutan operaciones comparables a las que realiza la mente humana -así lo define la RAE- la inteligencia artificial persigue desde hace varias décadas un objetivo: que las máquinas sean capaces de replicar los procesos cognitivos y el aprendizaje que hasta ahora se consideraba exclusivo de la mente humana.
Sistemas basados en la inteligencia artificial se han impuesto ya a campeones mundiales de ajedrez o de póker; reconocen rasgos faciales o la voz, traducen idiomas de forma simultánea, conducen de manera autónoma, o hasta perfeccionan un diagnóstico médico y cuál es el mejor tratamiento.
De una forma ordinaria la inteligencia artificial se ha incorporado a la cotidianidad de millones de personas (navegación, geolocalización, computación, asistentes virtuales, etcétera), y desarrolladores, científicos, tecnólogos y políticos apuntan que será uno de los mejores aliados para afrontar algunos de los principales desafíos a los que se enfrenta la humanidad.
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Y es ahí donde se suceden las dudas, donde irrumpe el debate sobre la ética de esta tecnología, sobre los riesgos de que se acrecienten las diferentes brechas (geográficas, de edad o de género), de que las máquinas puedan llegar a ser completamente autónomas y a desobedecer o incumplir las funciones para las que fueron diseñadas, y sobre la trascendencia de que estas tecnologías no queden al margen de los valores éticos y de la legalidad.
La primera vez que se habló de inteligencia artificial fue en 1956 en la Conferencia de Dartmouth (Estados Unidos) y lo hizo John McCarthy, un pionero de la informática que terminó recibiendo el Premio Turing, y desde entonces los avances y los logros de esta tecnología se han sucedido.
Ha sido ya capaz de pintar como lo habría hecho Rembrandt tras aprender a reconocer sus patrones de pintura, de escribir poesía, de hacer sofisticadas composiciones musicales, y está detrás de muchos de los desarrollos tecnológicos que tratan de abrirse camino durante los últimos años, entre ellos el metaverso, el blockchain o cadena de bloques, la realidad virtual o la minería de datos.
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Y sustenta por ejemplo una de las tecnologías que se ha puesto de moda durante los últimos meses: el ChatGPT que ha desarrollado la compañía estadounidense OpenAI, un sistema de momento gratuito y capaz de explicar de una forma sencilla un ejercicio de computación cuántica, de conversar y empatizar con el usuario, de hacer resúmenes o de redactar textos con total coherencia y corrección gramatical.
Pero de momento la IA no es infalible; se han sucedido también los casos de “estupidez artificial”, y mientras países y empresas apuestan e invierten en esta tecnología, investigadores y laboratorios de ideas ponen el acento en los límites que debe tener, en la importancia de que las máquinas estén siempre al servicio de las personas y no al revés, y en la necesidad de atajar los sesgos (de género, de raza o de clase) y de evitar que se agranden las brechas.
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