A principios de 1962, un joven estudiante de MIT iba camino a casa en la ciudad de Lowell, Massachusetts.
Era una fría noche, con un cielo despejado y, cuando Peter Samson se bajó del tren y miró al firmamento, un meteorito rayó con su luz el cielo.
En lugar de suspirar ante la belleza de la creación, la reacción de Samson fue buscar automáticamente un control de juegos que no estaba ahí y escanear el cielo, preguntándose dónde estaría su nave espacial.
El cerebro de Samson se había desacostumbrado a ver estrellas de verdad. Había pasado demasiado tiempo jugando "Spacewar!".
La cuasi alucinación de Samson fue la precursora de incontables delirios digitales por venir, como ver imágenes de Pac Man o bloques de Tetris o Pokemones cuando te estás quedando dormido.
Pero en ese tiempo, esa capacidad de la computadora de activar nuestros reflejos pavlovianos y de aparecer en nuestros sueños era inimaginable. Para los únicos que no era ajena era para Peter Samson y un puñado de amigos.
Eran serios aficionados del juego Spacewar!, el primer videojuego relevante: el que abrió la puerta no solo a una manía social y una industria masiva sino también a un cambio en la economía más profundo de lo que imaginamos.
Vastas y costosas; prohibidas y corporativas
Antes de Spacewar!, las computadoras intimidaban: eran grandes gabinetes alojados en edificios construido para ese propósitos que únicamente personal altamente entrenado podía manejar.
La computación era algo que los bancos, las corporaciones y los ejércitos hacían: las computadoras trabajaban para hombres en trajes grises sentados en sus oficias.
Pero a principios de los años 60, en MIT, empezaron a instalar nuevas computadoras en un ambiente más relajado.
Ya no tenían sus propias habitaciones sino que eran parte del mobiliario del laboratorio.
Los estudiantes podían tocarlas. El término "hacker" nació y calificaba a los que experimentaban, encontraban atajos, producían extraños efectos.
Al tiempo que la cultura hacker estaba empezando, MIT compró un nuevo tipo de computador: el PDP-1.
Era compacto -del tamaño de una nevera grande- y relativamente fácil de usar.
Era poderoso. Y -¡la maravilla!- no se comunicaba por medio de una impresora sino a través de un tubo de rayos catódicos de alta precisión. Una pantalla de video.
Estrellas con distintos brillos
Cuando un joven investigador llamado Slug Russell se enteró de que había llegado la PDP-1 empezó a planear con unos amigos la mejor manera de demostrar su capacidad.
Habían estado leyendo ciencia ficción. Y casi dos décadas antes de Star Wars o Guerra de las Estrellas, habían soñado con hacer una ópera espacial en Hollywood.
Pero como ese sueño no estaba por realizarse, optaron por la mejor alternativa: Spacewar! , un juego de video para dos personas que enfrentaba a capitanes de naves espaciales en un duelo a muerte con torpedos impulsados por fotones.
Tenía dos naves -unos pocos pixeles esquematizando la nave espacial- y los jugadores podían rotar, impulsar o disparar torpedos.
Poco después, otros entusiastas se unieron al grupo y contribuyeron a que el juego fuera más fluido y rápido, añadiendo una estrella con fuerza gravitacional y construyendo controles especiales valiéndose de madera, alternadores eléctricos y baquelita. Al fin y al cabo, eran hackers.
Uno de ellos decidió que Spacewar! merecía un telón de fondo maravilloso y programó lo que llamó la subrutina "Planetario costoso". Mostraba un paisaje estrellado realístico en el que las estrellas tenían cinco tipos distintos de brillo, como si las estuvieras viendo desde la línea del Ecuador.
El autor de esa gloriosa adición: Peter Samson, el joven estudiante al que Spacewar! le había robado la imaginación al punto que confundió al cielo con la pantalla de un computador.
El impacto obvio
Por un lado, el legado económico de Spacewar! es obvio.
Cuando el precio de las computadoras se redujo lo suficiente para instalarlas en salas de juego y luego en los hogares, la industria del juego floreció.
Los juegos de computador son ahora los rivales de las películas en términos de ganancias. Además, cada día son más importantes culturalmente.
Pero más allá del dinero que gastamos en ellos, los juegos afectan la economía en otro par de aspectos.
El impacto curioso
Primero, los mundos virtuales tienen la capacidad de crear empleos reales.
Uno de los primeros en señalarlo fue el economista Edward Castronova, quien en 2001 calculó el Producto Nacional Bruto (PNB) per cápita de un mundo en la web llamado Norrath, el escenario del juego Everquest.
Norrath no era muy poblado; unas 60.000 personas jugaban al tiempo, realizando tareas mundanas para acumular tesoros que luego podían usarse para comprar capacidades divertidas para sus personajes.
Solo que algunos jugadores eran impacientes, así que compraban los tesoros virtuales de otros jugadores en sitios como eBay pagando con dinero real.
Eso quería decir que había jugadores que podían ganar dinero de verdad por hacer trabajo virtual en Norrath.
El salario, calculó Castronova, era alrededor de US$3,50 por hora, lo cual no era mucho para un californiano pero una maravilla si vivías en Nairobi.
Pronto empezaron a aparecer plantas explotadoras virtuales desde China hasta India en las que adolescentes completaban las partes tediosas de los juegos y le vendían ese tiempo a los jugadores más prósperos que querían llegar derecho a la parte buena.
Y sigue sucediendo: hay gente que gana decenas de miles de dólares al mes en sitios web de subastas en Japón vendiendo personajes de juegos virtuales.
Para la mayoría de la gente, sin embargo, los mundos virtuales no son un lugar de trabajo, sino un lugar en el que disfrutan pasar un rato, cooperando en asociaciones; adquiriendo habilidades nuevas y complejas; teniendo fiestas dentro de su propia imaginación.
El caso es que para 2001, 40 años después de Spacewar! fue concebido, más de 500.000.000 de personas en el mundo le dedicaban una parte importante de su tiempo a jugar juegos de computador, según estimó la experta en el tema Jane McGonigal.
Y las decisiones de un grupo de los que más juegan generó un cambio inesperado.
El impacto económico sorprendente
Hace una década asistí a una conferencia que Edward Castronova dictaba frente a una audiencia de científicos y analistas políticos en Washington D.C.
"Ustedes están ganando en el juego de la vida real", nos dijo.
"Pero no todo el mundo puede. Y si tienes que escoger entre servir café en Starbucks o ser capitán de una cosmonave... ¿realmente es tan fuera de tino escoger ser comandante en un mundo imaginario?".
Pues probablemente tenía razón.
En 2016, cuatro economistas presentaron una investigación que hicieron sobre un intrigante dato sobre el mercado laboral de Estados Unidos.
La economía estaba creciendo con solidez y el índice de desempleo era bajo, sin embargo, un número sorprendentemente grande de hombres jóvenes y sanos estaban trabajando medio tiempo o desempleados.
Aún más extraño era el hecho de que, mientras que la mayoría de estudios arrojan que el desempleo hace que la gente se sienta tremendamente desdichada, contra toda expectativa, la felicidad entre estos jóvenes iba en aumento.
Los investigadores concluyeron que la explicación era que seguían viviendo con sus padres que los mantenían y se la pasaban jugando videojuegos.
Habían decidido que ser capitanes de astronaves era mucho más atractivo que ser parte de la economía moderna.
Este artículo es una adaptación de la serie de la BBC "50 cosas que hicieron la economía moderna".