“Los juegos son la forma más elevada de la investigación”, sostenía Albert Einstein. Sintonizaba con una idea que muchos siglos antes había anticipado Platón: “En una hora de juego se puede descubrir más acerca de una persona que en un año de conversación. El tipo de educación más eficaz es que un niño juegue entre cosas encantadoras”. Razón por la cual “el niño juega con una seriedad perfecta”, sentenciaría el filósofo holandés Johan Huizinga, creador del libro-concepto “Homo ludens” (1938) que colocará al juego en el pináculo de los actos humanos. Un recurso natural e inagotable que siempre está allí, a disposición del usuario, cuando lo necesite. De su calidad dependerá el curso de cada existencia.
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Por eso uno no se cansa de jugar a la “Rayuela” con Julio Cortázar, perderse en “El castillo de los senderos que se bifurcan” con Ítalo Calvino, subir por los edificios de palabras de Raymond Queneau o desenvolver cada ‘cadáver exquisito’ de los surrealistas. O viajar al pasado cuando los mayores cantan esa vieja copla matancera “En el juego de la vida / cuatro puertas hay abiertas / al que no tiene dinero / el hospital y en la cárcel / la iglesia y el cementerio”. Será que, como dicen los sociólogos, lo que hace excepcional a la especie humana es que estamos diseñados para jugar durante toda la vida. Por eso “nada te vale la suerte / porque al fin de la partida / gana el albur de la muerte”. Lo dice Pérez Prado. Y lo reafirma el calamar.
Manga feroz
Con un círculo, un triángulo y un rectángulo la gente menuda dibuja un calamar. Cabeza, cuerpo y extremidades. Dibujar es una de las variedades del juego. Y jugar es la principal actividad del hombre desde que nace: responde a una serie de impulsos primarios como mirar, tocar, imaginar e inventar. Es decir, crear. Crear para soñar. Soñar con una vida sin preocupaciones, por ejemplo. Lejos de las existencias subhumanas que con frialdad de entomólogo expuso al mundo el cineasta surcoreano Bong Joon-ho en “Parásitos” (2019). Todo indica que su colega Hwang Dong-hyuk (Seúl, 1971) fue construyendo pacientemente la épica de “El juego del calamar” en los bajos fondos de ese tejido social. Y filmó una serie que empieza a hacer historia.
A la reconocida influencia de mangas como “El juego de los mentirosos” de Shinobu Kaitani o el thriller de supervivencia “Batalla real” del japonés Kinji Fukasaku, el surcoreano le añadió el poderoso golpe de efecto que tienen las películas para gamers, esa extenuante exploración por el universo virtual del videojuego que va cosechando puntajes, medallas y héroes en base a la pericia sobre el simulador. En sus films favoritos —“Perseguido” (1987), “Cube” (1997), Battle Royale (2000) y The Hunt (2020)— muere alguien y mueren muchos. Siempre. Una constante es la cacería de humanos por humanos. De modo que solo era cosa de hacer un trasvase de supervivencia con 456 personas desesperadas que se juegan la vida de la manera como se entretenían cuando eran niños.
Será esa mezcla de inocentes juegos infantiles con la más feroz carnicería la que atraiga a las multitudes. Claro, está la posibilidad de ganar 40 millones de dólares si logran pasar los seis desafíos. Pero el precio a pagar supone un tránsito brutal que termina desvelando lo más perturbador, salvaje y siniestro que esconde nuestro ser. Sin más, “El juego del calamar” trata de asesinatos en serie perfectamente envasados en el papel platinado de un juego de niños. Tanto que el director no tuvo que disimular nada cuando le preguntaron sobre sus motivaciones para filmarlo: “¿Por qué estoy viviendo tan mal? ¿Por qué tengo que competir todo el tiempo? ¿Dónde comenzó todo esto? ¿Y a qué nos está llevando? Eso es algo que me gustaría que el público sintiera después de ver la serie”.
‘Fair play’
Por lo pronto, Netflix asegura que el molusco de marras les está llevando a superar el récord de 625 millones de horas de visualización que ostenta “Bridgerton”. Esto es, miles de millones de terrícolas encandilados con el infortunio de un ludópata despedido de su trabajo, su amigo de la infancia en problemas por robarse el dinero de la compañía, un oficial encubierto que quiere descubrir lo que se esconde tras el juego, una joven desertora norcoreana urgida de dinero para auxiliar a su familia, un chofer adicto a las carreras de caballos, un evasor fiscal buscado por la policía, un blanqueador de capitales que quiere redimirse y un anciano con un tumor cerebral que prefiere morir jugando como un niño antes que languidecer en el mundo cotidiano.
Seres perfectamente marginales tratando de sobrevivir en una sociedad siempre desigual, excepto cuando juegan. Allí son todos iguales. El gángster que quiere dinero para saldar sus deudas en el casino, el inmigrante pakistaní estafado por su empleador, el médico que trafica con los órganos de los participantes muertos, la joven expresidiaria que mató a su padre abusivo o el sacerdote que vuelve a encontrar la fe… en el juego. Todos están sometidos a la luz verde que es para moverse, a la luz roja que es para detenerse. O morir. Mientras tanto, la robot gigante que vomita rayos láser con los ojos ha empezado a cantar K-Pop junto a Girls’Generation, Exo o Loona, las estrellas del género. Y eso sí es jugar limpio, claro.
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