Fabio inicia su terapia ocupacional arriba, mientras yo escribo estas líneas en el primer piso de mi minidúplex, ex depa de soltera. Antes, 140 metros cuadrados eran más que suficientes para mí. Lo único importante era tener una cama cómoda. Ya saben lo prioritario que es dormir en mi vida. Hoy no sé a dónde ubicarme para no escuchar la bulla del vecino, la aspiradora, ni los gritos de emoción de Fabio al encontrar su juguete favorito: ¡¿Titiiiiiiii?!
Antes, cuando tenía que informar en el noticiero sobre estimulación temprana para bebes, era crítica. «Nunca recibí esos talleres y no me ha ido tan mal en la vida» decía soberbiamente aquella periodista soltera que fui. Sin embargo, a los 10 meses de nacido, inscribí a mi hijo en un nido cerca a la casa y ahora, a los 15, empieza este taller que según me explican va a mejorar su atención. Para que no necesite ponerse tampones en los oídos para escribir un texto de 450 caracteres como su mamá. Acepté de inmediato.
Difícilmente Fabio se queda dormido en mis brazos, tal vez aguante unos segundos, pero luego levanta la cabeza a ver qué pasa a su alrededor. Es demasiado inquieto y si hay alguna técnica para ayudarlo, perfecto. ¿O estaré exagerando? Ese es problema de las madres ‘viejas’ como yo.
Lo de vieja es un decir. Me refiero a que no es lo mismo tener un hijo a los 25 que a los 35. De ninguna manera. La vida se ve de otra forma. Cuando eres una veinteañera recién estás saliendo al mundo laboral, a veces ni ejerces, te casas y sales embarazada.
A mi edad ya pasaste por varios trabajos, pagaste piso. Te comprometiste con una hipoteca y compraste tu primer carro nuevo. Terminaste relaciones y te terminaron varias veces. Lo superaste y, como parecía que tenías todo bajo control, decidiste ser madre. Nace una criaturita que depende absolutamente de ti. No le puedes fallar. Y entonces te pones en actitud de alerta las 24 horas del día, para hacer ‘lo correcto’. Ponemos en tela de juicio todo lo que hacemos.
Veo a otros padres más jóvenes, por ejemplo, llevar a sus niños al desfile militar desde las cuatro de la madrugada, en medio del frío, sin lonchera, sin coche. Mi primera reacción es de espanto y luego pienso que tal vez a mi hijo le falta un poco de ‘calle’. Andar en micro y no en auto propio con niñera al lado. De repente por querer hacer todo bien lo estaré mimando demasiado.
A veces leo en el Facebook a otras mamás treintonas y veo que están en lo mismo. No me atrevo a transcribir sus comentarios para no herir susceptibilidades. Pero denotan culpa, por trabajar o por querer divertirse y ser madres ‘ejemplo’. A veces pareciera que la maternidad no es algo tan natural, como algunas dicen. Ahí está el peligro de bordear los extremos.
Queremos hacer todo bien y eso es imposible. Y en el camino la culpa nos carcome. No sé qué nos obliga a ser así. Lo cierto es que podríamos terminar cometiendo el más grave error: sobreproteger a nuestros hijos. No prepararlos para la vida, esconderles que está llena de problemas, de cosas que no nos gustan, de situaciones que nos molestan, de desilusión. Pero que siempre hay que seguir adelante y que todo tiene solución. Tampoco sé si estoy enseñándole a Fabio que no siempre mamá estará aquí.
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