Es el mediodía del 10 de julio de 1970 y el poeta Pablo Neruda aterriza en Lima, en un avión procedente de Caracas. La mujer que lo acompaña –la de los gigantescos lentes de sol– es su esposa, Matilde Urrutia. Es la tercera visita del escritor al Perú, pero esta vez es distinta, pues ha llegado para ofrecer un recital en beneficio de las víctimas del terremoto de Áncash, ocurrido unas pocas semanas atrás, el 31 de mayo.
El chileno todavía no obtiene Premio Nobel –lo ganaría recién al año siguiente–, pero ya es una celebridad. Además, cómo podría pasar desapercibido con ese aspecto: porte distinguido, boina negra ladeada, chaqueta de cuadritos, una corbata de juguete, unas cejas curvas confundibles con paréntesis, y un puñado de libros en las manos. No hay manera de no mirarlo. Su gesto parece de hastío, pero es de cansancio. «Lo que más quiero es sacarme los zapatos», les confesaría después a los periodistas, sin poesía de por medio. Sin embargo, más que un pasajero agotado, es un hombre enfermo: su cuerpo ya alberga el cáncer de próstata que lo matará dentro de tres años.
El 11 de julio, con el auspicio de la embajada chilena, la Casa de la Cultura y la Asociación de Escritores del Perú, Neruda recitó catorce poemas durante una hora y media en el salón de actos del colegio Santa Úrsula, envuelto en el humo de los muchos fumadores que asistieron. El evento fue un éxito. Neruda estaba contento. Al día siguiente celebró su cumpleaños número 66 con un almuerzo en el Suizo de La Herradura, y por la noche se reunió en la embajada de su país con cincuenta personas, entre políticos, escritores, periodistas y diplomáticos. El 13 de julio regresó a Chile por mar, pero antes visitó Palacio de gobierno para conversar con Velasco (al poeta no le disgustaban tanto los dictadores). Antes de irse, juró que regresaría, pero ya no pudo cumplir esa promesa.