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| Historias
Así era viaje en ómnibus de Lima a Miraflores hace 70 años
La vida en Lima en la década de 1950 suele verse adornada de glamour, bohemia y política, pero el acto cotidiano de subirse a un ómnibus en ese tiempo es algo poco conocido.
Lo que existía entonces era un servicio de ómnibus urbano e interurbano, que provocaba en las autoridades varios dolores de cabeza. Como casi todo servicio público en los años 50, uno de los principales problemas era la negligencia de sus agentes. En un informe del diario El Comercio, del 2 de enero de 1952, se mencionaba como ejemplo de lo más nefasto en el transporte público, lo que hacía la línea “Tacna-Trípoli”, cuya ruta era Lima-Miraflores-Lima.
Los buses de la “Tacna-Trípoli” se caracterizaban por ser de color amarillo; eran unidades grandes, con puertas de entrada y salida. Estos viejos ómnibus partían desde el Convento de Santa Rosa de Lima, en la cuadra 1 de la avenida Tacna, en el centro; iban por la avenida Wilson, se guían por Arenales (en ese tiempo aún de doble sentido), y avanzaban hacia la avenida Camino Real y Emilio Cavenecia, en San Isidro. Luego por la avenida Comandante Espinar, para acercarse a la calle Trípoli, una zona antigua de Miraflores.
Esos buses amarillos iban y venían repletos de gente, y regresaban a Lima por las mismas calles, aunque en algún momento pasaron a recorrer para su regreso por la avenida Petit Thouars, y de allí a Wilson, Tacna y el Convento de Santa Rosa. El Comercio criticaba la inseguridad de esta línea de transporte público, y su completa falta de atención al usuario. En ellos, cada quien iba como podía.
POR QUÉ ERA FUERTE LA CRÍTICA A ESA LÍNEA QUE UNÍA LIMA Y MIRAFLORES
La gente se quejaba permanentemente. El diario decano decía en su edición del 2 de enero de 1952: “Los ómnibus de la línea “Tacna-Trípoli” son además inseguros. Un pasajero toma el carro –no sin harta dificultad porque son pocos los existentes actualmente en servicio– en la esquina de Madrid-Jorge Chávez, en Miraflores –por ejemplo– paga su correspondiente pasaje, pero nunca puede tener la plena seguridad de llegar a su destino dentro del tiempo calculado o en el mismo carro”.
¿Por qué? Sencillamente porque salían sin revisión técnica y mal equipados. Era muy común, cuenta el diario decano, que los colectivos de esta línea se detuvieran a la altura de la Clínica Americana o en las primeras cuadras de la avenida Arenales, pero no para que bajara o subiera un pasajero, sino por otros motivos. Casi siempre eran por estas razones, enumeraba El Comercio: “Falta de combustible, rotura de la llanta, descomposición del embrague o de alguna parte del mecanismo del motor. El ómnibus, entonces, detiene su marcha, los pasajeros bajan a regañadientes y… a esperar a Dios y su ayuda”.
Según testimonios recogidos por el diario, el público limeño de esos años sentía angustia cada vez que ocurría esto, puesto que se sentían desamparados. La mayoría del público eran estudiantes o trabajadores de fábricas u oficinas; ellos eran los más perjudicados, ya que iban con el pasaje justo. Ni un centavo adicional. Nada distinto a lo que puede vivirse hoy en día, aunque con la diferencia de que estas lamentables situaciones en los años 50 eran casi a diario. Al parecer, la cantidad de denuncias contra esa famosa línea de ómnibus motivó al diario decano a darle espacio único en aquel informe. Los problemas de esos usuarios eran enormes.
HABÍA ALGO QUE SE VALORABA MUCHO ENTONCES: LA COMODIDAD
“Escaparates de incomodidades”, así calificaba la prensa limeña a las unidades de la línea “Tacna-Trípoli”. Y he aquí otra imagen dura, repelente, que solo el tiempo vuelve extrañamente nostálgica: “Los carros solo de tarde en tarde se limpian. Las lunas están siempre opacas y con grandes manchas de grasas y polvo. Los asientos con los resortes que se salen (…)”.
Así era viajar en uno de esos carromatos de Lima a Miraflores, en 1952. Los usuarios se golpeaban o se mancharan la ropa cuando subían; viajaban apretujados en las pocas unidades que llegaban a los paraderos. Las personas se sostenían a duras penas a los tubos o fierros destinados a esa función, y estos estaban infaltablemente sucios.
El reportaje de El Comercio añadía que el aspecto exterior de las unidades era tan calamitoso como su interior. “Por fuera, el panorama es igualmente censurable, ya que, como ocurre con lunas y asientos, no se lava ni menos se pinta, como es indispensable hacerlo periódicamente”.
Se comparaba este mal servicio de los buses limeños con el que se hacía en otras ciudades capitales con el transporte público, donde “los vehículos son objeto de un cuidadoso aseo al término de cada recorrido”. Casi como la fresa del pastel, el cronista anotaba que el piso de los ómnibus de la “Tacna-Trípoli” era un campo de batalla de desperdicios, tierra y todo lo que a la gente se le ocurría arrojar impunemente dentro de la unidad.
A VECES SÍ, A VECES NO: LA ESPERA ETERNA DE UN ÓMNIBUS EN LOS AÑOS 50
La irregularidad o la impuntualidad en la llegada de los buses del Corredor Azul o Rojo o el propio Metropolitano no es algo que nos sorprenda demasiado hoy en día. Pero en 1952 sí era un valor que los peruanos en general considerábamos importante en el servicio de transporte. Por eso, el informe del diario llamaba la atención sobre esa informalidad en el servicio.
“Unas veces pasa un carro cada cinco minutos; luego viene uno después de quince minutos, para enseguida pasar dos juntos o tres, casi al mismo tiempo, dejando posteriormente un lapso y el público se cansa de esperar en las esquinas señaladas como ‘paraderos’”.
La irritación social crecía porque los limeños sentían que, cuando más las necesitaban, las unidades no aparecían en el horizonte. Y ocurría entonces lo mismo que hoy pasa: cuando un ómnibus venía con retraso, no se detenía en los paraderos señalizados sino que se pasaba de largo; y varios de ellos lo hacían a veces unos tras otros, y solo paraban cuando habían recuperado el tiempo perdido quién sabe dónde (en el tráfico, por un choque o una avería).
Y como hoy también: si les sobraba tiempo, por diferentes motivos, “la velocidad es a ‘máquina lenta’, sin importarle en lo menor que los pasajeros tengan o no prisa en llegar pronto a su destino. Lo peor del caso es que cuando alguien se aventura a interrogar al conductor sobre el motivo de tal procedimiento, la respuesta es siempre ambigua, una sinrazón que se le ocurre en el momento o alguna palabra descompuesta”.
Y para rematar, aunque parezca algo increíble, la respuesta del chofer de los años 50 era algo que ha venido de generación en generación en ellos. Muchas veces contestaban ante el reclamo con la consabida frase: “¡Y por qué entonces no toma una carrera!”, decía el cronista de 1952. ¿Le suena conocida la expresión?