Qué rica estás, flaquita
Francisquito y yo nos conocimos en el salón de clase de la sección “Los Venaditos” en uno de los Centros de Educación Inicial de la Residencial Felipe. Era un niño bastante robusto y rubio, de ojos azules y achinados, con cachetes rojos, que siempre traía tres panes con milanesa, varios Alibabas (mis chocolates favoritos a los 4 años) y dos botellas de Frugos de mango. Me enteré del contenido de su lonchera porque yo tenía una igualita, una Aladdin de plástico roja. Una mañana de casualidad abrí la suya en lugar de la mía. Sorprendida, pensé que mi madre se había vuelto loca y había pensado que ese día de mayo era mi cumpleaños.
Estaba masticando feliz el primer mordisco de milanesa perfecta (crujiente por fuera, suave por dentro) cuando la profesora se acercó con Francisco en una mano y mi lonchera en la otra. Maldita realidad. Seguro dentro de mi Aladinn roja, había un termo (también Aladdin) con alguna de esas inexplicables mezclas de arroz y guisos no identificados, una pera y un vasito con limonada. Aunque hasta ahora pueda saborear esa limonada hecha en casa y su recuerdo me haga sonreír, la chibola de 4 años que confirmaba la predicción del contenido de su lonchera con la mirada, se preguntaba con cara de la muñeca diabólica: ¿por qué jamás nadie me mandó una lonchera tan rica?, ¿porqué existían mamás como la de Francisco y madres como la mía? Ante mi puchero, apareció un Alibaba frente a mis ojos. El buenote de Francisco me estaba regalando un chocolate. Me puse roja y no le dije gracias. Él se fue con un pan en la boca y los otros dos en los bolsillos a jugar al patio de recreo.
Francisco y yo nos vimos en todas las edades emocionales que existen desde los cuatro años en adelante. En el verano nos encontrábamos en el mismo club donde nuestros padres pasaban los fines de semana. Cuando empezó la época de fiestas lo vi más de una vez, siempre detrás de alguna manchita de chicos, siempre saludándome con su alegría habitual. Ya más grandes, los besos que me estampaba en la cara pasaron de ser de chocolate, pasando por los poulares traguitos de colores de la adolescencia, a whisky cada vez que nos cruzamos.
Francisco no había cambiado. Seguía siendo un chico alto, grandote, cachetón, de voz roca, sonrisota, cariñoso y buena onda. Lo que sí habían cambiado eran sus apelativos. Había sido “Francisquito” en el nido, el “gordito Francisco” en primaria, el “gordo Francisco” en la universidad y ahora sólo era el popular “Gordo” y sus extensiones: “Gordazo”, “Flash Gordon”, “Gordotón” (en navidad), “Gordometro” (cuando se ponía la típica camisita negra rica y apretadita para salir a bailar), y otras (muchas) que no voy a repetir porque la verdad siempre me molestó que señalaran el peso de mi simpático amigo de la niñez como su única, sobresaliente y bastante superficial característica (así se tratase de una bromita normal, pesada o de mal gusto).
Entonces, un día antes de la navidad del año pasado ocurrió lo inesperado. Francisco se templó. De mi, digo, o al menos, eso creía yo.
Una tarde, necesitaba aire. Salí de mi casa a dar vueltas como perrito perdido. Decidí caminar hacia malecón. La verdad el mar, este que tenemos enfrente, siempre es fuente de sabiduría y oráculo para despejar penas amorosas, resolver crisis existenciales o en su defecto para darse un memorable primer chape (por ejemplo, mi novio heavy metal y yo en 1992). Andaba particularmente triste, abrazada a una vieja casaca de buzo. Pasé por un restaurante cuando vi la gran figura de Francisco comiendo una de las muchas debilidades que tengo en la vida: pastel de choclo.
De pronto, me vi entrando al café con una pinta increíble de la Chimoltrufia versión depre y acercándome a Francisco. Al parecer para él también era una tarde particularmente triste, sólo que por lo visto él no necesitaba aire de mar y canciones de Belle & Sebastian para acompañar su estado de ánimo, sino dos empanadas de ají de gallina, una para rellena de lomo saltado y un delicioso pastel de choclo. Fusión-para-la-depresión, era lo que mi amigo devoraba cuando me vio y abrazo efusivo y cariñoso, como siempre.
Esa noche dejé que Francisco me invitara un pastel de choclo (después de que me acabara el suyo), compartimos una bomba de chocolate y toda nuestra tristeza. Intercambiamos historias, números y pines de Blackberry y prometimos volver a vernos. Después de un rato me di cuenta que ese momento mi vida se resumía en: qué rico esta este pastel de choclo y los hombres son una mierda y lo poco que sabía de Francisco.
Sabía que era arquitecto, pero no que era “el” arquitecto de los ricos y famosos, que yo adoro una casa por la que él había ganado un premio y que es uno de sus máximos orgullos. No tenía idea que era dueño de un mini imperio de construcción que parecía estar formando, que conoce Asia (la de verdad, no la de mentira) de arriba a abajo y que es un adicto confeso a todo nuevo y exquisito plato de los restaurantes. Tampoco sabía que una tal, Sandra Mariana (que me sonaba un poco a nombre de novela onda Maria Mercedes) había sido por tres años la tortura china de mi amigo. Se había largado y regresado de su vida unas trescientas cuarenta veces y él había hecho de todo por que ella se quedara a su lado. Entre esas cosas estaba un repentino viaje a París, periódicos viajes a Miami donde la novia se compraba todas las marcas en la mapa de “outlelts” (centros comerciales que venden ofertas) que tenía en su cabeza, todos los kilates que se le antojaran a la señorita y nada más y nada menos que una casa de playa.
Francisco suspiró. Sandra Mariana lo había dejado con esta excusa: “me merezco a alguien mejor que tú, yo doy para más”.
Ahí no pude evitar meter mi cucharota y pregunté:
- ¿Y a qué se refería con eso?
- No sé- se alzó de hombros Francisco raspando el chocolate de plato- seguro alguien más como ella.
- No entiendo, ¿Qué exactamente “es” ella?
- Mírala- me dijo Francisco mostrándome una imagen de Sandra Mariana en bikini abrazada a una palmera.
- Es guapa (¿qué más podía decir de una foto?)
- Si pues –suspiró Francisco.
Después de despedirnos y seguir cada uno rumbo a su respectiva celebración navideña, lo volví a ver muchas veces. Me lo cruzaba en los lugares más inesperados. La sala de espera de una clínica, El Parque de las Leyendas, la fiesta de una casa de playa en la que caí de colada. Y claro, Francisco siempre se abalanzaba hacia mí y me llenaba de besos, abrazos y todo tipo de atenciones, hasta que empecé a darme cuenta de que Francisco había –o estaba en camino de—traspasado la delgada línea que existe entre la simpatía y la coquetería. Si estábamos en una fiesta insistía en recomendarme y pedir, aún sin preguntarme, deliciosas combinaciones de alcohol de la barra, se deshacía en piropos que me hacían sonreír por su candidez y me habrá invitado a cenar hasta el momento unas 47 veces.
Si Francisco me gustase, hubiera salido con él. No era el caso. No tengo un tipo de tipo, y he tenido un par de novios con varios kilos de más y nunca fue un impedimento. Era cuestión de química, supongo.
Entonces hice lo que todos hacemos cuando alguien que nos coquetea no nos gusta: tomamos distancia. Qué Alibaba, ni que Alibaba regalado en 1977, cuando veía a Francisco acercarse lo saludaba con la mano y seguía mi camino rumbo a cualquier lugar que me mantuviese alejada y a salvo de su apachurrones y meloserías, otras veces confieso haberme hecho la loca, cambiar de rumbo en la calle o hacerme la que no lo veía en un bar. Hasta que un día, hace poco me lo encontré en un restaurante. Yo me sentía bien, me sentía linda, me sentía inteligente y también me sentía… un poco picada.
Salude con cariño a Francisco y me dijo con una sonrisa:
- Alicia, ¿qué diablos tengo que hacer para que cenes conmigo?
- Nada –me reí.
Ese “nada” había sido un sí. Un sí alentado por dos whiskys pero también una oportunidad de salir con alguien nuevo, quizás mi “no tengo un tipo de tipo” era un patrón o un prejuicio.
Como ando optimista, alegre y ligera de equipaje, es decir, sola, contenta y con ropa nueva que merece salir a pasear, quedé con Francisco el viernes por la noche.
Como siempre sucede, en las películas y en la vida real, uno nunca imagina lo que va a pasar.
Llegamos al restaurante-bar de moda. Francisco parecía feliz. Yo estaba relajada, segura de mí misma y con ese plus de vanidad de saber que la otra persona “está más que interesada que tú”.
Nos comenzamos a divertir, mientras Francisco ordenaba lo mejor de la carta y una botella de cava para mí. Yo hablaba entusiasmada de un proyecto en el que estoy metida, cuando interrumpió.
- Flaquita, sorry, disculpa, ¿esa no es la hermana de Sandra Mariana?
- Mmm…no sé, Francisco, no la conozco.
- Bueno, ¿me decías Ali?
- Siempre querido meterme de lleno en una cosa así y…
- No, no, esa flaquita es Maria Gracia Valle, la que tiene casa en Palabritas.
- Ni idea quién es.
- Pucha está rica la flaquita, ¿no?
Miré a la chica. Sí era una chica bonita, flaca, qué se yo, pero de ahí a que a mí me pareciera “rica” había un mundo de distancia.
- Francisco…
- Flaquita espérame un ratito.
- ¿Vas al baño?
- Sí, no, sí, no, está fuerte la flaca.
Francisco por supuesto no fue al baño, se unió al grupo donde se encontraba la “flaquita” esa con sus amigas. Después de un rato volvió a sentarse frente a mí.
- Ahora yo voy al baño, ya vengo.
- Claro, Ali. Acá te espero.
Cuando volví me sentí como esa navidad en la que volví de España y en el aeropuerto no había nadie esperándome, con la gran diferencia de que mi familia sí llego a mi encuentro. Prendí el radar y encontré a Francisco con unos chicos que asediaban a un grupo de chicas que se deshacían en disfuerzos.
Cuando el camarero llenó por segunda vez mi solitaria mi copa, me di cuenta de que esa cosa que algunos llaman destino me había volteado la situación como una tortilla de papas.
Francisco volvió pero con una chica que se sentó con nosotros.
- ¿Qué te has hecho, ah?
- Ay, ¡Gordo!
- ¡Estás increíble! –volteó hacia el camarero – ¿qué quieres tomar, flaquita?
- Ay, Godito, siempre tan lindo, un whisky.
- Un etiqueta negra –le dijo al mozo.
Intenté entrar a la conversación, pero la atención de Francisco esta unilateralmente dirigida a la chica que al parecer no tenía otro nombre que no fuese “regia”, “flaquita” o “diosa”. Lo curioso es que apenas llegó el whisky, la chica desapareció y la mirada de Francisco fue tras ella.
Un rayo de mi inicial optimismo regresó a cabeza y mi vanidad, un poco arañada, trató de volver a su lugar, pero no pudo. Y no por que las chicas a las que se quegados los ojos de Francisco fuesen mejores o perores que yo, sino por una razón muy simple: él había salido conmigo y claro que yo esperaba tener su atención por lo menos hasta el final de la cita. Apenas pasó otra “flaquita” de vestido apretado, zapatos de taco, labios ultra brillantes y pelo lacio-planchado, Francisco balbuceó.
- ¡Ta´ que rica flaquita!
- ¿Sabes qué Francisco? Estoy muy de acuerdo con Sandra Mariana, es más, avísame si se presenta a las elecciones ¡para votar por ella! –dije mientras me ponía el blazer, me paraba y me iba sin que al parecer que a Francisco le importase.
En el taxi camino a casa pensé cuantas veces he escuchado comentarios que me han hecho tener una mala imagen de mi misma: Párate derecha, mete la panza, ponte tacos, píntate, ¿y este rollito? (con apretón de esa grasita que vive feliz de la vida alrededor de nuestra cintura), haz dieta hijita, súmete, oye arréglate un poco, ¿cómo va la panza? (y obvio, no estás embarazada), y seguro a ustedes le han dicho un par más. La verdad todas esas “críticas constructivas” sólo sirven para hacer la zanja entre nosotras y las “flaquitas” (ojo, aclaro, me refiero a “flaquitas” por la denominación de cierto tipo de mujeres que llaman la atención de hombres bastante superficiales e inseguros) del tamaño del Cañón del Colca.
Y lo más irónico de los hombres que aprecian a las mujeres unilateralmente, es decir, por el estuche en el que vienen que, gracias a los prejuicios, el machismo, la publicidad, la industria de la moda, etc., (cada vez es más y más estrecho) no son de ninguna manera Johnny Depps, ni Mark Ruffalos. Son gordos, flacos, feos, guapos, chatos, súper chatos, altos, pelucones (esto va también para orejas y narices), calvos, fofos, peludos, lampiños, barrigones, morenos, rubios, castaños, canosos, bizcos, narizones, sin cuello, blancos, patilargos, jorobados, barrigones, lacios, pie de aleta, pie de atleta, limpios, sucios, entre mil características más que podríamos objetar (y que no hacemos) antes de ponernos la cruz y anhelar ser un cruce de Giselle Bundchen y Megan Fox para pasar piola en un bar.
Para eso tendríamos que volver a nacer y reencarnarnos en otra persona, y la verdad ¡qué flojera!, tanto descomunal e insensato esfuerzo mental por un pata común y corriente, y en algunos casos que además requiere de una chica “perfecta” como un accesorio para que le de más “valor” a sí mismo; como bien lo habría un BMW X5, una tarjeta de crédito de platino o el último modelo de teléfono celular con.
Bueno, esas no son las razones por las que me quiero gustarle a alguien; porque el físico viene en un pack indisoluble con todo demás; porque simplemente eso es no gustarse a si misma. Y si uno se se gusta a si mismo –volvemos a la rueda del hamster– ¿cómo lo va a gustar a alguien más?
No soy alta, ni flaca, ni tengo el vestido “small” que me quede perfecto, ni camino en tacos como si estuviera en una pasarela, ni puedo tomar una cerveza y mantener el lápiz de labios intacto. Todos somos imperfectos y eso es lo que nos hace únicos.
Así que me atrevo a decir que me gusto (unos días más que otros, algunos días sólo un poquito), y mucho. Y ¿qué?
El amor no es ciego, sin duda. Pero a veces es bien cojudo.
(No he olvidado la trilogía sobre Cómo olvidar. Ya viene el desenlace en dos partes porque así como lo oyen, Atilio volvió!)
(Mensaje para mi madre: no importa lo inexplicables que hayan sido las loncheras que nos preparabas, ni incontables las veces que olvidaste incluir el tenedor, la cuchara, o que los termos hayan llegado vacíos o la memorable vez en que el termo tenía la comida de ayer, igual te quiero por haber pasado tanto tiempo de tu vida preparando loncheras para tus hijos. Ahora que sé lo distraída que soy, te entiendo y te quiero más.)
Bonita lista del tipo de cosas por las que me gustaría gustarle a alguien.