Pasta de mi corazón
Tengo un placer culposo cada vez que cocino. Me gusta imaginar que soy una versión de Sophia Loren, masa de pizza en mano, salpicando gracia y sensualidad con la misma destreza con la que rocía parmesano en la lasaña. Me sirvo una copa de vino; pongo música para tener banda sonora. “Tutti a tavola a mangiare!” digo mentalmente con mi mejor acento italiano, sacado de alguna de las entregas de El Padrino (la segunda, con toda seguridad). Lo he comentado antes y lo reitero: jugar en la cocina es el mejor ejercicio que existe para desconectar de la rutina sin mayor esfuerzo. Es casi terapéutico.
(La foto es de su libro de 1971, Cucina con Amore)
Juegos aparte, hay dos cosas que aclarar sobre lo arriba mencionado. Uno, que yo nunca luciría el pelo tan divinamente arreglado como lo luce Sophia en la cocina. A mujeres como Sophia Loren los ojos les amanecen delineados y el peinado listo para una escena romántica, pongo mis manos al fuego por ello. Lo segundo es que bajo ninguna circunstancia, pero ninguna en absoluto, podría yo lanzar la masa de la pizza con tanto relajo sin evitar que me caiga en la cara y termine como el monstruo del pantano. Son cosas que pasan.
Hace unas semanas me tocó escribir un artículo sobre el nuevo menú degustación del restaurante Astrid & Gastón inspirado en la fusión italo-peruana. Los platos celebran un siglo de encuentro entre Génova y el Callao. Redactarlo, empaparme con historias y recuerdos no hizo más que alimentar -en todo el sentido de la palabra- una voz interna que ya estaba bastante hambrienta por respuestas. Me refiero a esa voz que manda en tu memoria culinaria, la que condiciona preferencias y sabores de manera inconsciente; aquella que todos llevamos en nuestro código genético y nos habla constantemente. Pocas veces sabemos escucharla.
¿Por qué te gusta mucho una cosa y detestas otra? ¿Qué platos, por raros que sean, sientes más cercanos? ¿Por qué ciertos bocados tienen la propiedad de confortarte cuando te sientes triste? Es porque los aprendiste a comer en casa. Están en tu familia. Son tu historia. Ahí está la respuesta.
Como muchos peruanos, yo soy resultado de la mezcla cultural. Por mi lado paterno, heredé la tradición italiana. Y aunque hable 4 frases -todas ellas relacionadas a comida, además de algunas lisuras- sé que muchos de mis comportamientos en la mesa provienen de ese legado. En mi casa se comía MUCHA pasta. Mucha. Es así como crecí. Aprovecho para citar a la tía Loren aquí: “Todo lo que ves se lo debo al espagueti”. Esa frase es tan buena que me la voy a poner de estado en Facebook (puedes copiarte si quieres). Por eso, si me das a elegir entre arroz y pasta -y esto me cuesta- reconozco que me quedaré con lo segundo. Siempre que tenga hambre, hambre de verdad con gruñido de barriga, voy a prepararme un plato de fideos. Siempre que quiera engreír a alguien, voy a prepararle un plato aún más grande de fideos. A eso súmale más verbos: consolar, agasajar, seducir, etc. Siempre, SIEMPRE voy a cocinar pasta. Lo he pensado mucho y he llegado a una conclusión. La pasta es amor. Estoy dando amor, por huachafo que suene. Es como una parte de mí que se queda en el plato.
Además, ¿a quién no le gusta la pasta? Que me lo traigan ya, que lo hago cambiar de parecer a cachetadas. (No, no, violencia cero, lo prometo).
Ya en un plano gastronómico -lejos del sentimentalismo- si hablo de tipos de pasta tengo que hablar de mi favorita. Es el fettuccine (son más gruesos que los espaguetis y los tagliatele) y puedo comerlos con todo. Hasta solos, con un chorrito de aceite de oliva y sal, estarán bien. Le siguen los ñoquis y los fideos de bolita, esos de de bolsa de a sol. Mis salsas: la pomarola como base, con casi cualquier carne, marisco o verdura; la a lo Alfredo (un gusto que me ha nacido ya de grande, porque de niña nunca le hice mucho caso) y la de nueces con harto ajo. No soy muy fan del pesto, salvo recientes descubrimientos de su presencia en las pizzas. TODAS las pastas frescas y rellenas me alocan. No concibo mi vida sin la lasaña de mi mamá, aunque nunca la prepare (¡escucha, Ma!).
En fin, la lista podría continuar. Detenme ahora o terminarás de leer este post en el 2046, año en el que yo ya seré viejita y es probable que sea, incluso, abuela. Cuando ese momento llegue voy a ser mandona y alimentaré a mis hijos (o hijo/a, en singular) y nietos (de esos sí quiero muchos) con grandes cantidades de pasta en todas sus formas y con todas sus salsas. Que en sus casas almuercen lo que quieran. En mi mesa se come lo que yo sirva y nadie se levanta sin terminar. No hay problema con esa regla: en el futuro, a mi familia imaginaria siempre le gusta lo que preparo. Y luego todos me celebran con mucho vino porque soy la mejor, ¡hurra!
Mientras espero a que eso ocurra, le pedí ayuda a otra abuela italiana para la receta de hoy.
Esta es la historia de la señora Rosina y sus cappellettis. Llegó al Perú a los 12 años desde su natal Boloña y su marcado acento todavía la delata. Es italianísima. Su padre, un hombre de campo, había oído que en esos lejanos territorios del sur abundaba el oro. Eran los años de la posguerra y, sin dudarlo, lo dejaron todo para embarcarse hacia las costas del Pacífico. Quien se convertiría años después en su esposo, un pelirrojo llamado Gianni, había hecho lo mismo algunos meses antes. Las familias de ambos se conocían desde Italia. El destino hizo su trabajo y Rosina y Gianni terminaron juntos, con tres hijos nacidos en la nueva tierra.
Él todavía la ayuda a preparar la pasta hecha en casa.
Cappelletti in brodo
Para el relleno:
-250 g de carne de res para guiso.
-200 g de pechuga de pollo.
-70 g de mortadela.
-1/3 de cebolla blanca.
-1 hoja de laurel.
-1 puñado de queso parmesano rallado.
-1 huevo.
-Sal, pimienta negra y nuez moscada.
Pica la carne como si fueses a hacer un saltado y corta en trozos grandes la tercera parte de la cebolla. Cocina todo en una sartén con aceite (no tiene que ser de oliva, puedes usar el regular) hasta que la carne bote sus propios jugos, sin aderezo.
Una vez que esté listo, deberás molerlo todo junto. Gianni y Rosina utilizan un molinillo que llevan consigo desde hace 50 años…pero no te preocupes, tú puedes hacerlo con ayuda del procesador. Sazona la mezcla con una cucharada de sal (calcula la cantidad necesaria para darle gusto según prefieras, más o menos salada), pimienta negra, nuez moscada y un puñado de queso parmesano rallado. BUEN queso parmesano, insiste Rosina.
Añade un huevo y mezcla con la mano. Esta es la parte divertida.
Para el caldo:
-Cantidad de presas de pollo según los comensales; va una por cabeza. En este caldo pusimos tres.
-2 ramas de apio.
-3 ramas de poro.
-1 hoja de laurel.
Se deja hervir todo por 35 minutos. Luego se retira la carne y los vegetales del caldo y se reserva. Ahí cocinaremos los cappellettis. Recuerda que en Italia la pasta nunca es plato único. Usualmente estas presas se comen como segundo, acompañadas de legumbres por ejemplo. Tú eres más que bienvenido/a a hacer lo mismo.
Para la pasta fresca:
-200 g de harina sin preparar.
-2 huevos.
-Sal al gusto.
No te asustes. Vamos a preparar pasta, no es física nuclear. Regla de oro: por cada 100 gramos va un huevo. La medida que he puesto arriba es suficiente para 4 personas. Calcula lo que necesites en función a eso, según el número de tus comensales.
Ahora, la logística. Te propongo tres opciones:
-Para hacer pasta, lo ideal sería tener una máquina de pasta. Si tienes una en casa, genial. Si no la tienes y te gusta mucho el tema, puedes comprarla. Las que funcionan a mano no son caras, aunque todo depende del sitio donde busques. Si no la tienes ni quieres comprarla, continúa leyendo.
-Puedes trabajar con rodillo, propiamente enharinado. El consejo de Rosina en caso lo hagas de esa forma es añadir un poquito de agua a la masa para que esté suave y no se pegue a la mesa. La masa debe quedarte muy delgada para poder cortarla. Debes seguir el mismo procedimiento que explicaré abajo (cortar la masa en tres y trabajar cada una de las partes).
-La última opción es hacerlo con masa de wantán. Más fácil que eso, imposible. Eso sí, tendrás que recortar las partes sobrantes, porque de otra forma los cappellettis quedarán enormes.
Bien. Estos son los pasos a seguir según la tradición italiana.
Primero, cierne la harina sobre una mesa y crea un círculo con un hueco en el medio. Incorpora los huevos y la sal.
Con un tenedor, empieza a batir los huevos suavemente. Debes ir recogiendo de a pocos la harina, con movimientos circulares.
Una vez que el huevo esté integrado con la harina, mezcla todo con la mano hasta que esté bien unido.
Hazlo hasta que te quede una masa compacta.
Colócala en un tazón con harina y tápala. No es necesario que la dejes reposar. Puedes usarla ahí mismo.
Corta una tercera parte de la masa y llévala a una mesa enharinada. Es muy importante que dejes tapado el resto.
Aplasta muy bien el pequeño pedazo de masa y dóblalo en dos. Si lo hicieses en la máquina, debes pasar la masa 5 veces hasta que esté finamente estirada. Si lo haces con rodillo, lo mismo. No olvides, en ambos casos debes ir enharinando constantemente la mesa en cada pasada.
Una vez esté bien estirada, haz 4 cortes a lo largo y luego varios cruzando. Te deben quedar cuadraditos de unos 4 x 4 cm, o 5 x 5 cm aproximadamente. Ojo, no tienen que ser perfectos.
Empieza a colocar una pequeña porción del relleno de carne molida en cada uno.
Ciérralos bien, como un sobre. Te quedará la figura de un triángulo.
Coloca cada triángulo en tu mano como indico en la foto de abajo. Sí, esos son mis dedos.
En esa posición, junta las puntas de los extremos del triángulo, formando un círculo alrededor de tu dedo. Quedará una única puntita arriba. Esa puntita se debe doblar hacia adelante. Y listo, hiciste un cappelletti.
Repite el procedimiento con las dos terceras partes que te quedan de la masa hasta que termines. Tendrás muchos, muchos cappellettis. Pide a alguien que te ayude para agilizar el trabajo si tienes prisa, aunque te cuento que este tipo de actividad manual es bastante relajante. Toda tu concentración está ahí: te olvidas de cualquier otro problema o asunto. Mantén todos los cappellettis en una superficie enharinada a medida que los vayas terminando.
Finalmente, llévalos al caldo de pollo hirviendo por unos 8 minutos. Sírvelos, como se hace en Boloña, en ese mismo caldo. Si quieres, puedes comerlos como plato de fondo acompañándolos con la salsa que prefieras. Cualquiera que lleve queso…sería demasiada tentación, ¿no?. Buon appetito.