Unión civil
Juan T es un cuentista del taller de historias que en las noches viste de mujer para ser ella. Sí, ella. Cuando la conocimos descubrimos que era como cualquier otro, con las mismas inquietudes, algarabías y desamores. Me preguntó lo que creía de un proyecto que le iba permitir a él unirse ante la ley con otro “él”.
Le expliqué que la unión civil era un mecanismo que le permitiría asegurarse patrimonialmente y acceder a ciertos derechos relativos a la herencia, el seguro de vida, la atención médica y más. Juan me miró con extrañeza y más cuando le demostré que la unión civil debería ampliar su alcance y contemplar todos los vínculos, incluyendo a aquellos heterosexuales que conviven sin matiz sexual alguno: una tía y un sobrino, dos amigos (heteros ambos), el chófer y la anciana propietaria de la casa, el sirviente y el servido. Buena opción para eludir el desamparo ulterior. En realidad, esa es la posición que he defendido: “la unión civil al margen de cualquier sesgo sexual”. Pero fácil es ver desde la otra orilla.
En aquel menjunje legal explicado sostenidamente por un heterosexual (y casado, de colmo, con otra heterosexual), todo no era más que un asunto de derechos y prerrogativas sobre bienes y a Juan le importaba poco la herencia, el seguro, la atención médica o ser el privilegiado que habría de decidir si a su pareja lo desconectaban o no de un tubo o si le abrían la carne para remendar un órgano descompuesto. Al decir verdad, yo tampoco pensé en esos temas cuando me casé con Lucía. Me era irrelevante la herencia, el seguro o si ella habría de decidir si me desconectaban de un tubo o me deslizaban el filo en la piel para recomponerme el corazón o las tripas. Me casé con ella hace diez años por una razón fundamental y no por los detalles. Mi objeto no fue el estatus patrimonial sino unirme a ella en un plano más elevado, personalísimo, estable e institucionalizado”.
Juan, simplemente quería casarse como todos y por las mismas razones, sentirse como aquellos millones que en una fiesta o un club presentan a su acompañante como algo más que su acompañante.
Él era de aquellos que llamaban a las cosas por su nombre, le importaba poco el tecnicismo legal (además era médico y respetabilísimo) y menos aún las ligazones jurídicas que solo servían para maquillar la genuina intención de las partes. Entonces reparé que la Unión Civil era apenas una máscara de la realidad, que lo que Juan quería era casarse. Ser como los demás, no danzar en solitario y al margen, ser (con todo derecho, desde luego) como todos, como usted, como yo.
Juan, a diferencia del resto de sus similares, defendía el Matrimonio Gay, a secas. Rechazaba otro apelativo que sirviera para el consuelo o la oportunidad. “Es que en una sociedad conservadora no puedes cambiar las instituciones a ese nivel”, le dije.
No sé que será de Juan, tampoco de Miguel, su conviviente. Dejaron de habitar aquella casa en el malecón. Solteros ambos, comparten en algún lugar, la breve e inefable sombra que siempre los cobijó.