En nombre de los pobres
Juan perdió a sus padres cuando tenía 8 años y fue a parar a la casa de su abuelo, un hombre riguroso de fuete corto. Allí se crió entre grises y silencios. Sus ojos se cerraron, pero podía oír, digo “oír apenas”. Ciego, tartamudo, con una deformidad en la frente que el mal gen le dejó.
La protuberancia entre la coronilla y el entrecejo obnubiló a Juan. Al morir su abuelo, el joven se encerró para beber y bebió siempre, a solas, sin hijos, sin niñez. El fauno solitario deambulaba agazapado entre cuatro paredes. No le faltaba nada, pero en sustancia le faltaba lo esencial.
Miguel sufre como Juan, pero por otras razones. Pedro tiene la carga de un destino. Ninguno es pobre (al menos en términos materiales). Los abate la enfermedad, el desamor, la soledad, la deformidad, la adicción, la locura, la miseria moral…
No hay intersección alguna entre la teología y la ideología para la comprensión cabal del hombre. Si la ideología definiera los alcances de la miseria, la misericordia estaría librada a la estrechez y sería, a contrapelo de la fe, una misericordia a medias. La pobreza es más que la escasez, es sufrimiento, desazón, conflicto y pobre es, desde luego, quien sufre. El adicto azorado que se retuerce como un guarango, el “sin esperanza”, el que padece su cuerpo, el enfermo, el loco, el solitario, el que equivocó el camino. Estos son los pobres que se congregan en compañía de aquellos que “menos tienen”.
La pobreza no es un tema de privación de recursos, supera su dimensión material. La pobreza es más que su reducto ideológico y así lo será desde la fe, siempre que la suya sea una visión teológica franca y pura más que una discreta simulación.
Lo que la ideología cierra o aprieta, la teología abre y ensancha. La genuina teología que libera es aquella que contempla al hombre, a todo el hombre y a todos los hombres.