El Club del Cuento
La narrativa expande nuestra realidad, nos sumerge en el interior de los personajes y nos permite ver desde sus ojos. Esta historia nos da pie para reflexionar pronto sobre “el punto de vista” en la vida y la novela.
En esta oportunidad no será una novela la que presentamos sino un divertido y bien trazado cuento. Nos lo envía el psicólogo y analista Dante Bobadilla. Se titula “El testigo”.
Este será por momentos un espacio para el Club del Cuento, que no es el de la Serpiente, de Rayuela.
Ahora goce esta buena historia.
El testigo
Dante Bobadilla
Lo vi apenas ingresé al club. Estaba al otro lado de la piscina, sentado al borde junto a una chica de lentes oscuros y bikini encendido. Era él. Hacía cinco años que no lo veía pero era él, mi amigo Juan. Después de vacilar un instante decidí acercarme a saludarlo, aunque no estoy seguro si fue por él o por la espléndida chica que lo acompañaba.
Se alegró al verme y me presentó a la chica. Se llamaba Melissa. En ese momento no relacioné el nombre, pero a medida que la conversación avanzaba me fui dando cuenta de algunas cosas que aparecían en mi memoria remota. Para empezar caí en cuenta de que Melissa era su mujer o algo por el estilo. Había una niña jugando en la zona infantil de la piscina que luego resultó ser hija de ambos. Entonces el nombre Melissa empezó a cobrar más fuerza en mi memoria. Recordé el diálogo de las hermanas de Juan en una ocasión.
Lo recuerdo bien porque me impresionó el modo en que ambas se referían a ella. Hablaban pestes de Melissa y cuestionaban que su hermano se haya enredado con “esa chica”. Estaba claro que no la pasaban ni aprobaban esa relación.
Y ahora tenía a la famosa Melissa frente a mi. Era una mujer realmente bella. Tenía facciones finas y, sobre todo, una expresión muy coqueta. Lucía un cuerpo esbelto que era mejor no mirar con demasiado detenimiento pues sería fácil pasar a un exceso de admiración y hasta extraviarse en la fantasía, así que me senté en la mesa tratando de esquivarla. Al cabo de un corto diálogo de mutuos reconocimientos con Juan, él y Melissa retomaron poco a poco la conversación que yo había interrumpido con mi llegada. Juan parecía ansioso por seguir con el tema y continuó con un curioso interrogatorio que parecía no ser nuevo, a juzgar por las respuestas y la expresión de Melissa. El diálogo crecía en intensidad y ni siquiera se inmutaban por mi presencia. Yo me limitaba a escucharlos tratando de fingir una sonrisa, aunque me sentía cada vez más incómodo.
- Dímelo en mi cara. A ver. Quiero que me lo digas en mi cara –decía Juan.
Melissa mantenía una mirada coqueta, insinuante y retadora. Se limitaba a repetir “ya te lo dije” con una sonrisa sarcástica y dirigiendo la mirada a cualquier parte, como si Juan no existiese. A ratos también me miraba como si buscara mi apoyo.
- Otra cosa es que no quieras entender –añadió Melissa llevándose el vaso a los labios mientras me sonreía como si yo supiera algo.
La situación parecía no prosperar entre ambos y yo estaba como ausente. No sabía si cambiar de tema o disimular. Era muy difícil estar allí, así que pensé en retirarme.
- ¿No ves que estás incomodando a tu amigo? –dijo entonces Melissa colocando su mano sobre mi brazo, como impidiendo que me fuera.
Entonces Juan trató de explicarme brevemente el asunto y me convirtió en una especie de juez, pero desistí de cualquier compromiso con un recurso ambiguo. Juan se esforzaba por controlar la situación devolviéndole los sarcasmos a Melissa. La rodeaba con preguntas tratando de evitar sus evasivas y exigiendo claridad y contundencia. Ella se refugiaba en la misma sonrisa burlona y en un hablar displicente y coqueto. De pronto volteó y me miró directo a los ojos y me preguntó con voz musical.
- ¿Tú qué harías si tu pareja te confiesa que te ha sido infiel?
Me sorprendió su pregunta y empecé a buscar alguna respuesta apropiada y prudente.
- ¡No lo metas a él! ¿Para qué lo metes a él? –gruñó de inmediato Juan
Entonces reiniciaron la discusión nuevamente y el vicio de la repetición apareció como si las palabras se enredaran en un remolino sin fin. Todo volvió a empezar y se repitió desde el principio. Cada vez que trataba de irme Juan me lo impedía y me servía más cerveza.
- No. No te vayas. Quiero que la escuches para que seas mi testigo –dijo Juan.
- ¿Testigo de qué? –le inquirió Melissa con un gesto casi de desprecio.
Yo solo podía sonreír estúpidamente tratando de enfriar la escena. A veces quería terciar y a veces solo irme. Entonces Juan se puso de pie y volvió a pedirme que no me fuera con una voz tan firme que sonó casi como una amenaza.
- Voy a traer un par de cervezas. No te vayas – me ordenó Juan.
Cuando me quedé a solas con Melissa la observé con mayor libertad y pude contemplar mejor su belleza radiante. Era bella pero sobre todo sensual, lo que se dice sensual, la más viva expresión de la sensualidad. Toda ella era sensualidad. No se me ocurre otra palabra mejor para describirla. Me contó que vive sola con su hija y que está cansada de estar sola. Ella es joven y alegre, quiere salir y divertirse pero no tiene con quién. Juan solo vive para su trabajo y para su mamá. Bebió lo que quedaba en su vaso y continuó. Nunca va a verla, pretende mantenerla encerrada como un canario en su jaula. Me miró y preguntó “Dime: ¿es justo?” Su voz había cambiado de aspecto desde que se fue Juan. Buscó en su bolso con impaciencia y encendió un cigarrillo. Arrojó el humo y me preguntó con total naturalidad si no quisiera salir con ella.
- Vivo cerca y siempre estoy sola –dijo llevándose el cigarrillo a sus labios redondos y rojos como un corazón palpitante, aspirando con gracia el humo que luego arrojaba con coqueto movimiento de quijada que le daba un aire aristocrático y arrogante.
Anotó su teléfono en una servilleta de papel y me lo entregó aplastándolo en la palma de mi mano con una fuerza cómplice. Me miró fijamente y sus ojos brillaron con una intensa luz ardiente y penetrante sin decir nada. No necesitaba decir nada. Lo entendí todo y mi corazón palpitó emocionado. De pronto apareció Juan con dos botellas de cerveza en las manos y se sentó muy orondo.
- Seguro que ya te invitó a salir ¿no? –me preguntó Juan directamente.
Sorprendido apenas atiné a soltar una sonrisa estúpida y nerviosa. Después de todo era lo que hacía desde que llegué, pero ahora me sentí precisado a añadir una leve carcajada ansiosa y tartamuda. ¿Qué podía decir sin delatar a Melissa? Luego deslicé una tonta pregunta para ganar tiempo.
- ¿Por qué crees eso?
- Porque es una puta –dijo Juan sin atenuantes.
Melissa cambió su expresión y le recriminó ese trato.
- ¿Qué te pasa? ¿Eso es lo que piensas de mi? ¿De la madre de tu hija?
- Si. Exactamente eso pienso. Dime si no has tratado de sacarle un plan. ¡Dime!
- Si. ¡Lo he hecho porque estoy harta de estar sola! –dijo Melisa sin alzar la voz, más bien susurrando con dignidad como si se sintiera plenamente justificada.
Y así volvieron a empezar la discusión. Yo tenía la servilleta con el número de Melissa en la mano y no sabía qué hacer con ella. La oculté y sentí extrañamente que no quería perderla. No tenía cómo ni dónde guardarla. Entonces se me ocurrió sacarla y secarme los labios. Aparenté que era una servilleta cualquiera. A ratos Juan pasaba sus ojos sobre mi y yo sentía que sospechaba. Siempre podía arrugar y tirar esa servilleta pero… ¿quería hacerlo? Sentía que en mis manos sudorosas había una evidencia, una prueba.
- Pero quiero que me lo digas en mi cara –espetó Juan
- Si. Te lo digo en tu cara: estuve con otro –dijo Melissa en actitud retadora.
De pronto Juan sacó un arma y apuntó a Melissa
- Era todo lo que quería escuchar. Y tengo un testigo –dijo Juan
Sonó un disparo y Melissa se dobló. Luego pensé que seguiría yo. Miré a Juan que aun sostenía el arma como si quisiera seguir disparando. No sé si alcancé a decir algo. De pronto sentí que el siguiente tiro saldría para mi.
- Salud, oye, ¡salud! –decía Juan alcanzándome una cerveza-. Te has quedado divagando. Por lo visto aun no se te va esa maldita costumbre de divagar.
- ¿En qué piensas? Hace rato que te veo pensativo. –Preguntó Melissa con su dulce voz mientras chocaba coquetamente su vaso con el mío.
La miré y vi que en sus ojos había chispas.