El Facebook y la realidad
De pronto desperté y la claridad del día ya acastañaba los muros. Eran las seis. El mundo había sido absorbido por un mecanismo sutil, por un juego de simulacros. Saludé a mi vecino y no me escuchó, le hice un toque, que rápidamente devolvió. “Estás, estoy”.
Temprano debí sustentar en una mesa una teoría sobre la literatura y el mal. De los diez presentes, cinco me dieron like con las comisuras de sus labios. Me pregunté si el silencio de los demás equivalía a un “me importa poco” o “no me gustó”. El rechazo y la indiferencia tienen una diferencia sutil, pero por alguna razón prefiero al primero. El odio es llenura, el silencio mera ausencia.
Escuché a una mujer contarle una historia a otra y le hice una señal con el pulgar arriba, condescendientes ambos, amables ambos. Un señor gesticulaba y hablaba, era tan popular que todos los que pasaban cerca le hacían un ademán de aprobación. Él se sentía satisfecho, el universo le daba la razón. Otro cargaba su soledad. Otro más advirtió de pronto al mundo que su zapato era marrón. No venía al caso, pero cien gestos de aprobación lo elevaron a la cumbre. No importaba qué dijera, darle like era tan popular como él, en cierta forma darle Like era ser él.
Una señora se repantigaba en su asiento y mostraba sus fotos a todo aquel que pasara alrededor. Mil gestos de gusto, de deseo, alguna sonrisa como la más sutil manera de “alcanzarla”. Me percaté que la vista de sus imágenes, de su rostro, de sus brazos, le daban el combustible para fabricar su álbum personal, aquel que solía mostrar como una condecoración.
Algunos pasaban muy cerca a mí y musitaban una frase luminosa y cordial, yo se las devolvía con un tic, un “bien”, un mohín . Dedo arriba era una forma de estar. Y como participar era existir, desde luego me tocaba a mí “decir”, pero “decir qué”, ¿Mostrar mi vulnerabilidad? A veces un discurso, un poema soltado al viento, alguna bagatela idiota, alguna frase que reunía a alguno que otro amigo, pocas veces más de lo habitual.
Un mal día descubrí que mi gran amigo tal me privó de los atributos de su amistad. Un silencio rigió desde entonces entre los dos. Nunca me supe explicar la razón. Extraños rencores que nacen de un injustificado adiós me amargaron las horas y los días. Por cierto, yo no quise saber más de él.
A alguna amiga nunca más la encontré. Se difuminó, el aire la deshizo. Otros la podían ver, yo no. Invisible a mis ojos, visible a los ojos de los demás. Un espectro cruel. Ella hablaba, pero yo no oía su voz. Supe que ella sí me podía ver y por una mágica invocación también me difuminé. Raros seres de materia y luz cargados de odios eventuales, revestidos de perennidad.
En ocasiones invitaba a mis amigos a festejar en mi jardín. Una buena parrilla para solidificar la amistad. Algunos solo aprobaban mi invitación y otros acudían puntuales a almorzar. Charlaban, reían. Nunca faltaba alguno con ganas de buena lid, chaveta en mano alargaba el brazo contra alguno cuyo comentario no cayera bien. Y una bronca se armaba en mi jardín. Vergüenza la mía, jardín de gallinero que un toldo nunca lograba ocultar.
Algunos colgaban sus carteles, sus fotos, sus manifiestos, en el frontis de mi casa, por lo que puse una alambrada entre ellos y el muro.
Presentía que había quienes me espiaban desde sus persianas entreabiertas, otros atisbaban cuánto es que me transformé en los últimos años, otros se resistían a ver. Sí, y es que de pronto, se nos fue dado un radar para rastrear a los más de atrás. La antigua novia ¿Con el amigo aquel?, El viejo amigo ¿Le fue tan bien?
Un día sin salir, sin ver, un día de suma contemplación, se tornaba casi en la muerte civil. No, no, había que tomar el sombrero, las gafas y salir. Nunca la calle estuvo más llena y más vacía a la vez.
Extraño y vasto territorio en el que los hombres empezaron a preguntarse la razón por la cual a nadie se le había ocurrido inventar un artilugio de computador que reemplazará al mundo aquel.