Con un voto abrumador, un plebiscito ha aprobado un cambio de Constitución en Chile. El reconocido economista Sebastián Edwards da su perspectiva sobre este nuevo capítulo para el país vecino.
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—¿Era la modificación de la Constitución un camino inevitable para Chile?
Las constituciones modernas tienden a durar entre cuarenta y cincuenta años. En ese sentido, el reemplazo de la Constitución de 1980 no es una anomalía. Su principal problema es que, al haber nacido en dictadura, era percibida por la mayoría de la población como una Constitución ilegítima. De otro lado, y desde el punto de vista objetivo, era bastante buena: protegió y fomentó un Estado democrático. Esta Constitución le permitió a Chile pasar del séptimo lugar en ingreso per cápita en América Latina en 1989 al primer lugar hoy en día. Pero este no es el momento más propicio para hacer una nueva Constitución.
—La elaboración del nuevo texto requerirá de un acuerdo que deje de lado posturas radicales. ¿Qué partes de la Constitución requieren ajustarse a esta nueva realidad y cuáles no?
Este será un proceso complejo. Además, el tiempo asignado es relativamente corto, entre 9 y 12 meses. La discusión será intensa y, supongo, a ratos encendida. Pero es un error pensar que se dará solo a lo largo del eje izquierda-derecha. El tema es más complejo. Por ejemplo, es altamente posible que varios constituyentes progresistas y conservadores estén de acuerdo en mantener la autonomía del banco central en la constitución. También es posible que varios constituyentes de izquierda estén profundamente en desacuerdo con respecto a temas valóricos como el derecho al aborto o el matrimonio igualitario; ese es un choque seguro entre los progresistas católicos y los ateos o agnósticos.
—¿Qué se debería esperar del capítulo económico en este proceso de reforma?
Cuatro son los temas centrales en lo económico. El primero es la protección del derecho de propiedad, y aquí lo central tiene que ver con derechos de agua, pesca, y minería. Todos temas que también son de relevancia en el Perú. Un segundo capítulo tiene relación con los llamados derechos sociales: educación, pensiones, salud, vivienda. La pregunta no es si estarán consagrados en la constitución –ya lo están y Chile es signatario de tratados internacionales que los plasman–, sino si son judicialmente exigibles. El que lo sean significa un enorme salto potencial en el gasto público. ¿Cómo se financiará? El tercer acápite que estará en discordia es la iniciativa de gasto fiscal. En Chile, desde 1925 solo el Ejecutivo puede presentar proyectos de ley que impliquen mayor gasto público. La pregunta es si esta prerrogativa debe ampliarse al Legislativo. Y si se hace, ¿debieran imponerse algunas condiciones relacionadas con el equilibrio fiscal? Y el cuarto punto es la autonomía del banco central, la que hoy está protegida por la Constitución. En Chile el Banco Central es una de las instituciones que mejor funciona, y tratar de cambiar las reglas es una insensatez.
—En momentos en que los esfuerzos fiscales están enfocados en la atención de la pandemia, ¿está Chile en una posición para financiar estos nuevos derechos?
Esa es una de las preguntas más difíciles. Y mientras más se mira la situación, más claro es que será necesario aumentar la recaudación impositiva. En términos de impuestos recolectados, Chile tiene una brecha considerable en relación a países a los que aspira parecerse. Aún después de hacer todos los ajustes del caso, Chile recolecta entre 5% y 7% del producto menos que países como Australia y Nueva Zelandia. El Gobierno acaba de nombrar una comisión técnica para analizar el problema. Lo más probable es que se eliminen muchas exenciones tributarias, se aumente la tasa impositiva a las personas de más altos ingresos, se expanda la base del impuesto a los ingresos, y se revise la regalía minera.
—En una columna suya en La Tercera, mencionaba que un país violento y sin paz no puede prosperar. Chile lleva ya más de un año desde el estallido social, en el que además se ha sumado la pandemia a la ecuación. ¿Qué riesgos existen de que el cambio de Constitución se de en este momento de la historia?
La violencia es el mayor problema en Chile en estos momentos. Esto por varias razones: vulnera el derecho de las familias de vivir en paz, genera incertidumbre económica lo que se traduce en menos inversión y empleo, y hace que las iniciativas políticas que se desarrollan a su amparo –incluyendo la nueva constitución–, carezcan de legitimidad. Lo peor es que esta es una violencia con características crecientemente fascistas. Pero para mí lo más grave es que los políticos de izquierda han sido enormemente reacios a condenar la violencia y a exigir su fin. Son políticos cobardes, y sin agallas.
—Reconociendo que cada país y circunstancia son únicos, ¿hay algún caso parecido en la historia?
Desde un punto de vista histórico, esta es una situación única. Aunque los chilenos no lo quieran reconocer, Chile ha sido, históricamente, un país muy violento. Pero los estallidos siempre han estado precedidos de crisis muy serias, de enormes caídas del empleo, inflación galopante, desabastecimiento de productos básicos. Nada de eso estaba presente en octubre del 2019.
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—¿Qué nuevos aspectos hay?
Hay un elemento generacional, un ímpetu de una juventud impaciente que se rebeló contra la ética y la estética de la posdictadura. La gran pregunta es cómo encauzará esta nueva generación el proceso de cambios y si entienden qué tipo de país están recibiendo, si reconocerán que los logros de los últimos 30 años son enormes. Se puede argumentar que ese modelo se agotó, pero eso no significa que haya que desconocer o destruir sus logros. Hay que construir sobre ellos. A fines de 1980, Chile tenía el mismo ingreso por habitante que Ecuador, y hoy tiene más del doble. ¿Entienden los nuevos líderes lo que eso significa? La historia de América Latina nos da una lección muy simple y horrible: es relativamente fácil arruinar a un país. Basta mirar a Argentina y Venezuela.
—¿Qué mensajes o lecciones le da este nuevo episodio de Chile a Latinoamérica?
En gran parte lo que pasó en Chile tiene que ver con que la élite se desconectó de la mayoría de la gente. Se produjo una segregación que se tradujo en que hubiera dos países que no se hablaban entre sí, que no compartían, que no tenían las mismas vivencias (excepto con los partidos de la selección, donde se compartía la frustración y el dolor). La segregación de la élite es una receta segura para la inestabilidad social. Es esencial mantenerse involucrado, conocer al otro, compartir experiencias. También es fundamental entender que la desigualdad tiene muchas dimensiones, incluyendo la desigualdad de trato o desigualdad horizontal. Si no hay dignidad en el trato, las bases de la sociedad se erosionan y se debilitan. Lo que sigue es revueltas y a veces desarrollos aún peores.
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