Es curiosa la forma como nuestro país a menudo combate las actividades que más lo avanzan en las pocas metas sobre cuya deseabilidad hay consenso: por ejemplo, generación de empleo formal y formalización en general.
Los casinos formales son un ejemplo magnífico. Esta industria generaba 100.000 empleos formales antes de la pandemia. Es decir, más que los que genera uno de nuestros principales sectores – el pesquero – y la mitad de los generados por la minería. De ahí las marchas tan nutridas que sorprendieron en la pandemia pidiendo la reapertura de los casinos.
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La industria también ha dado un extraordinario ejemplo de formalización. Luego de que en 2006 se aprobara la ley de reordenamiento y formalización de la explotación de casinos, el número de establecimientos formales pasó de 36 a 679 en cuatro años. Según el Mincetur, hoy el 100% de la industria está formalizada, con 738 establecimientos, aun con los exigentes requisitos que debe cumplir un casino formal.
Pese a esto, los casinos enfrentan un marco tributario confiscatorio. Sumando los diferentes tributos específicos a los impuestos generales, un casino formal típico paga alrededor del 65% de sus utilidades al fisco.
Lo de “confiscatorio” no es un dicho mío. En 1999 se creó un “impuesto al juego” con una tasa de 20% sobre los ingresos de los casinos; es decir, sobre sus ventas, no sobre sus utilidades. Este 20% venía a sumarse al 29,5% del Impuesto la renta y al 5% de participación de los trabajadores, ambos sobre la renta neta, lo que se añadía al 5% que enfrentan por impuesto a los dividendos.
El 2003 el Tribunal Constitucional estableció que ese Impuesto al Juego de 20% sobre las ventas era confiscatorio y, por lo tanto, inconstitucional. Luego de la sentencia, la tasa bajó a 12%. Sin embargo, el 2018 se creó un impuesto selectivo al consumo que agrega otro 5%, con lo que la tasa de lo cobrado con diferentes nombres sobre las ventas se elevó a 17%, muy cerca del mismo nivel que el TC había declarado confiscatorio. Es decir, el Gobierno metió por la ventana de un nuevo impuesto lo que el TC le había declarado inconstitucional hacer por la puerta del ya existente Impuesto al Juego.
Desde luego si este nivel de carga contra una industria intensiva en generación de empleos, formal y puntual pagadora de tributos es posible, es gracias a los mitos que existen alrededor de los casinos: que fomentan el vicio y que son un instrumento de lavado de dinero. Dos prejuicios que no resisten una mirada cercana.
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Según la fundación británica de prevención de ludopatía Be Gamble Aware, solo un 6% de los usuarios de casinos califican como ludópatas. La enorme mayoría de usuarios en Perú y el mundo son adultos responsables que buscan un momento de entretenimiento.
Respecto del mito de lavado de dinero, la realidad es que existe un conjunto de regulaciones que hacen prácticamente imposible esta práctica. Así, en los casinos formales, el 100% de las máquinas tragamonedas están conectadas en tiempo real con la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) de la SBS, y todas las operaciones a partir de cierto umbral se registran con DNI y declaración jurada de origen de fondos. Además, para la apertura de una sala, todos los accionistas y representantes legales deben pasar por una evaluación financiera ante la UIF. Igual con cada cambio de accionista.
Así pues, vale la pena reconsiderar lo que esta industria significa para el país y el trato que se le da. Tal vez hoy más que nunca, cuando el empleo formal aún no se recupera a sus niveles prepandemia, los casinos sean para el país una buena suerte que debiéramos fomentar.
(*) La autora es, además, asesora de la industria.
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