La pandemia nos ha enseñado que no importa cuán seguros pensemos que estamos. Vivimos, en realidad, a merced de la contingencia. Aquella seguridad de la que nos había convencido nuestro mundo moderno era una burbuja que se ha reventado, como el vidrio que no resistió el calor porque era de plástico. Se nos ha revelado algo que habíamos olvidado: que, en el fondo, la precariedad del ser humano es profunda e ineluctable.
Al detener abruptamente nuestras vidas, el virus nos ha obligado a replegarnos dentro de nosotros mismos, a mirarnos como normalmente (y, sobre todo, en la vertiginosa vida que llevábamos) no nos era posible. Empezamos así a discernir más claramente lo que queremos de lo que no queremos, a distinguir entre aquellas cosas que hemos estado haciendo por obligación y las que hacemos con gusto. Nos hemos hecho incluso sensibles otra vez para apreciar aquellas otras cosas que ahora, por no tenerlas, nos damos cuenta de que desestimábamos, adormecidos por la familiaridad y la rutina.
Bajo la sombra del coronavirus, la pandemia nos enfrenta inexorablemente con la muerte y, así, nos obliga a mirar la realidad desde más allá de todo lo que hasta ahora la había definido para nosotros. Suspendidos entre una realidad que ya no es y una que no es aún —en medio de la plaga—, sentimos que nos encontramos atrapados en un mal sueño.
En esa nueva conciencia, que es como una mirada onírica, las fronteras que nos han constituido siempre se empiezan ahora a borrar, estirar o estrechar, y se ponen en jaque todos los límites que han definido nuestro mundo. Por más incómoda que sea, sin embargo, esa experiencia nos libera de los conceptos y reglas familiares, y nos despierta. De pronto, nos impactan la desigualdad, la injusticia, el desperdicio, la insensatez y la extravagancia de nuestra sociedad, que hemos condonado en nuestro silencio o en nuestra inconciencia.
Los nuevos paradigmas
Los judíos jasídicos, contaba el gran filósofo Walter Benjamin, conciben el mundo venidero exactamente como es ahora, pero, al mismo tiempo, “un poquito diferente”. Esa pequeña diferencia no tiene nada que ver con un cambio en cómo son las cosas —pues todas serán las mismas— sino en nuestra capacidad de verlas. El espacio que queda suspendido entre lo que ha dejado de ser y lo que aún no es produce un cambio de mirada. Es de ahí que, según santo Tomás, surge “la visión nocturna”, el don de la profecía y el sueño visionario. La pandemia nos ha colocado en esa situación, dándole a nuestra conciencia una atmósfera onírica que nos otorga el don de esa visión y nos permite ver más allá de lo que conocemos, proyectándonos al futuro, haciendo posible el cambio.
Ya antes de la pandemia de COVID-19 habían empezado a resquebrajarse los límites comunes y a borrarse las fronteras instituidas de nuestra realidad. En la transparencia que han traído las comunicaciones en el mundo digital y en la cercanía de la globalización, se empiezan a gestar las nuevas sensibilidades del siglo —por la igualdad cultural, racial y de género; por el respeto a los animales y la conciencia ecológica; y, en general, por el valor de la diferencia— y se van desmoronando, progresivamente, los paradigmas que han regido en nuestra cultura hasta el momento.
Se han ido haciendo cada vez más visibles e inaceptables la depredación del planeta, el maltrato del prójimo, la discriminación y la corrupción en todos sus sentidos. Pero, con la llegada de la pandemia, todo lo que estaba ya siendo reexaminado se ha magnificado, se ha exacerbado esa nueva conciencia y se ha recrudecido su urgencia. El rechazo del racismo de #BlackLivesMatter, por ejemplo, en medio de la plaga, se ha globalizado a una velocidad y con una intensidad que hasta hoy no se había visto.
Frente a la devastación de la pandemia, reconocemos con mayor claridad e indignación la forma en la que la codicia y la ambición por el poder, los intereses políticos y económicos han dejado a la salud y el bienestar social abandonados en una precariedad que comienza a cobrar cientos de miles de vidas. Hemos estado como el ganado que camina tranquilamente al matadero porque no se ha dado cuenta de lo que está pasando; pero, de pronto, por el detente del coronavirus, nos despertamos frente a un sistema que nos está sumiendo en la crisis y llevando a la destrucción. Se hacen impostergables ya la austeridad, la solidaridad y la simple decencia.
Idolatría
Pero, al mismo tiempo que vemos más claramente y reconocemos la necesidad de transformación, también nos invade el miedo ante la incertidumbre que nos han ocasionado el trauma del coronavirus y su confinamiento. Secretamente ansiamos todos, con desesperación, volver a la normalidad, aunque sea a una “nueva normalidad”, es decir, a un mundo con fronteras definidas, donde podamos estar seguros de que mañana será como todos los días, y donde gocemos de nuevo de todas nuestras libertades, placeres y privilegios. La impredecibilidad de las cosas, la sensación de estar a merced de la contingencia no es algo que el ser humano —mucho menos el ser humano contemporáneo—, pueda soportar. Es demasiada realidad.
Mientras, por un lado, las fronteras se abren, y se promueve y exige el cambio, por el otro, más bien, ocurre lo contrario. Se empiezan a cerrar y a reforzar las mismas fronteras que sabemos injustas y perniciosas tan solo para mantener el statu quo. Si una cosa se nos ha hecho clara con esta pandemia, es que como estamos viviendo no podemos seguir si hemos de tener alguna posibilidad de sobrevivir en un planeta que se hace cada vez más hostil debido a nuestro propio comportamiento. Y sin embargo...
Ya contaba la historia de Nabucodonosor, que, al revelársele por la visión nocturna del profeta Daniel “los secretos de su corazón”, el rey enloqueció y mandó a construir un ídolo de oro, y les ordenó a sus súbditos adorarlo. Nosotros también parecemos enloquecer ante nuestra propia visión nocturna y, con la misma desesperación del rey, erigimos nuestros ídolos para adorar por encima de todo lo demás.
No sorprende que se pretenda sacrificar “algunas vidas” para salvar el sistema económico. La idolatría nos ciega y lo reduce todo al denominador común del número, la cuenta y el dinero. La mitad del mundo pareciera empeñada en mantener el mismo sistema corrupto que, entumeciéndonos a todos, nos ha expuesto al peligro. Pero es tan grande el miedo al cambio, tan costosa la “pequeña diferencia” requerida por el mundo venidero que, dispuestos a todo, confundimos consideraciones éticas con cálculos políticos, cambiamos vidas humanas por meras bolsas y bancas.
La tormenta del progreso
Según una leyenda talmúdica, una legión de “ángeles nuevos” es creada a cada instante para terminar y disolverse en la nada tras entonar su himno ante Dios. Benjamin se inspiró en el Angelus Novus que pintó Paul Klee para reflexionar sobre la historia humana: Su cara está vuelta hacia el pasado. Donde percibimos una cadena de eventos, él ve una sola catástrofe que sigue acumulando restos y los arroja delante de sus pies. Al ángel le gustaría quedarse, despertar a los muertos y reparar lo que ha sido destrozado. Pero una tormenta sopla desde el paraíso; quedó atrapado en sus alas con tanta violencia que el ángel ya no puede cerrarlas. La tormenta lo impulsa irresistiblemente hacia el futuro al que le dio la espalda, mientras la pila de escombros que tiene delante crece hacia el cielo. La tormenta es lo que llamamos progreso.
El filósofo retrata el progreso occidental como una tormenta apocalíptica que está arrastrando al planeta (como al ángel) de espaldas al futuro, con tanta violencia que ya casi no podemos devolvernos. De esa manera, nos da una imagen certera de lo que parece ser nuestro propio momento.
La pregunta que nos plantea nuestra actual circunstancia es si seremos capaces de lograr ese nuevo giro. ¿Qué hacer con nuestras antiguas fronteras? ¿Las levantamos para formar una nueva comunidad o las cerramos para preservar nuestra seguridad? ¿Nos juntamos todos o nos seguimos dividiendo? ¿Será acaso posible crear esa legión de ángeles de los que habla el Talmud, y que son creados a cada instante para entonar su himno? ¿O más bien dejaremos que nuestro supuesto progreso arrase con el último?
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