Como les sucede solo a algunos, su apariencia exterior guardaba simetría con su mundo personal. El escritor Jorge Eslava, amigo suyo y exprofesor de su escuela, recuerda que cuando conoció a Constantino Carvallo Rey (1953-2008) este le pareció “un Cristo melenudo, barbado y comprometido por hacer el bien, un predestinado a cuidar el alma del prójimo”.
Carvallo era una persona sencilla, de enorme erudición, quizá un poco solitario y hasta tímido. Pero tenía una abierta familiaridad para tratar y ser tratado por sus estudiantes, entre chanzas y opiniones perspicaces. Lo que hacía era rehuir el halago: no soportaba que le dieran las gracias por ejercer su vocación de maestro, aunque a él esto le significó un enorme esfuerzo y muchísimo tiempo, el que repartía con generosidad entre sus alumnos y sus padres.
Con tenacidad, Carvallo hizo del acto de educar en su escuela, Los Reyes Rojos, un ejercicio radical de la honestidad afectiva e intelectual. Como se puede ver claramente en sus tres libros, su proyecto de educación en libertad se construyó sobre la base de una duda sistemática y rigurosa de las ideas convencionales sobre educación, que enfrentaba no solo el conservadurismo de entonces, sino también sus propias dudas y miedos, sobre los que meditaba una y otra vez. En vida publicó Diario educar. Tribulaciones de un maestro desarmado (2005), un libro valioso e influyente con varias ediciones. Posteriormente, Eslava compiló una serie de ensayos suyos, reflexiones sobre filosofía y educación con el título Donde habita la moral, además de Séptima luna. Encantamientos de cine y literatura, ambos aparecidos el 2011.
Los Reyes Rojos, que se involucra íntimamente con su biografía, fue la respuesta a un temor suyo: no saber dónde podrían estudiar sus hijos teniendo una experiencia distinta de la suya, marcada por el autoritarismo y el abuso adolescente en un colegio religioso limeño. Su hermano, Fernando Carvallo, apunta en esa dirección: “No quería que ellos vivieran una infancia como la suya (la nuestra), impregnada por la estrechez de curas franquistas, llegados de remotos pueblos españoles a lisonjear a los poderosos caballeros de la época”. Él siempre pensó que lo que iba a tener entre manos era una pequeña escuela para un número reducido de alumnos.
Mónica Barreto, también fundadora del colegio en 1978 y una de sus primeras profesoras, cuenta que Carvallo siempre quiso que estuviese en Barranco, por ser un barrio lleno de tradición cultural, apacible, y por su cercanía al mar. Incluso recuerda que quiso llamarlo ‘José María Eguren’, pero, como ya había un colegio nacional con ese nombre, optó por el nombre de uno de los poemas emblemáticos del vate.
La aceptación que tuvo su proyecto en un sector atento y progresista le hizo pensar en que este debía perseverar más allá, aunque siempre tuvo en mente a sus hijos como los destinatarios esenciales. Pero, finalmente, lo hacía por todos sus alumnos, pues nunca abandonó a ninguno, aunque hubo los que se retiraron por decisión de sus padres. Esto porque no hay proyecto humano que sea válido para todos, y menos uno educativo, que implica tantas motivaciones personales.
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Fue el mayor de los hermanos varones de la familia Carvallo Rey, que eran siete, entre hombres y mujeres. Provenía de una familia de clase media alta, en la que el padre, Alejandro Constantino, era un médico cirujano notable, hijo a su vez de Constantino T., otro médico de prosapia, adelantado en muchos de los métodos curativos que utilizó en su tiempo. El educador rompió la tradición —pese a llevar el emblemático nombre— y estudió Filosofía en la Católica, carrera que hizo a un lado por algunos años para dedicarse al estudio personal de sus filósofos predilectos, a pensar en la educación y a formar una familia.
Concluyó su carrera cuando ya había pasado los cuarenta y tantos años. Un condiscípulo suyo, divertido, contaba que los profesores, al percatarse del notable alumno que tenían en clase, sudaban frío, pues la ilustración del maestro reyrojino era enorme, aunque nunca se jactó de tal cosa y no la usaba para apabullar a nadie. Solo una vez, cuando fue invitado a San Marcos por el Sutep, a finales de los ochenta, para debatir sobre la educación en el Perú. Al darse cuenta de que sus contertulios solo hacían hincapié en el tema reivindicativo, los barrió sin misericordia citando a educadores socialistas rusos y chinos que los sutepistas ni conocían.
Lo suyo siempre fueron las artes. Participó en la mítica revista Hablemos de cine y fue un cinéfilo voraz, pasión que condujo a su escuela: llevaba a sus alumnos a ver películas una vez por semana, hasta que construyó su propia sala de proyección en el colegio, con las butacas del antiguo cine Premier de Barranco que compró en un remate. Siempre buscó trasmitir su pasión incluso en el currículum escolar, pues argüía: “Que se vaya al cine, que se vea sin pesados comentarios las películas que han construido el legado eterno de la historia cinematográfica… pero, por favor, no para dar pruebas y obtener notas, para plagiar y obtener un 20, sino para que penetre en las aulas, iluminándolas, la auténtica vida del espíritu”.
Al lado de esta dedicación figuraba su lado de coleccionista y enterado de la música popular, en la que confluían el rock clásico, la salsa dura y el folk. Sus mayores referentes eran Bob Dylan y Rubén Blades. Cuando el primero fue a dar un concierto a la Argentina, en marzo del 2008, meses antes de que la muerte sorprendiera a Carvallo y pese a que le tenía temor a los viajes aéreos, voló a Buenos Aires y cumplió su sueño de estar ante el ídolo. A Blades ya lo había visto en Lima. Tanta era su pasión por la música que llegó a tener uno de los primeros cinco carnets de la tienda Phantom, pues el día que los emitieron hizo fila desde temprano. Su casa estaba llena de libros y discos, anaqueles tras anaqueles, en cantidades atemorizantes.
Era hipersensible. A su exalumno y bibliotecario del colegio, Manolo Guardia, le comentaba su preocupación por querer dejar preparados a sus alumnos para el año 2020, a causa de la rápida propagación de la tecnología informática que —él pensaba— interrumpía la comunicación interpersonal. Por eso le gustaba compartir con sus pocos amigos cebiches o pollos a la brasa, sus comidas predilectas, momentos en que conversaba de todo. Si alguna vez parecía que exigía al máximo a sus profesores, siempre los ayudó en sus pequeñas cuitas personales. Le gustaba ir al cine con sus alumnos, o al estadio de Matute, para hinchar a Alianza. Alguna vez alquiló un ómnibus para ir a ver clásicos con los muchachos y padres de familia, pues buscaba contagiar sus pasiones.
Pero su característica más notoria fue su inmensa capacidad de lector. En el colegio paraba siempre en la biblioteca o en su casa se sentaba en su sofá predilecto a leer. Siempre tenía un libro en la mano y estaba muy actualizado en educación, música y cine, pues tenía una red que lo alimentaba de libros y discos desde Europa y Estados Unidos. No tenía ningún horario para leer; era voraz. Algunas veces se aparecía en el colegio a horas avanzadas de la noche y entraba a la biblioteca. Al clarear el día, le gustaba regar las plantas.Durante la jornada educativa, conducía allí a los alumnos que elegía para hacerles superar ciertas trabas. Hay cientos de casos de exestudiantes que podrían testimoniar el apoyo y hasta el auxilio que recibieron de Carvallo, con quienes mantuvo una larga relación tras los estudios. Muchos lo llamaban o le escribían solo para decirle lo que había significado para ellos. Era un maestro inspirador.
Todos estos hechos Carvallo los tomaba con naturalidad, y hasta agradecía las circunstancias que se presentaban para que él hubiese podido ayudar a sus alumnos. Escribió así una vez: “Por mis alumnos me he sentido grande y poderoso. A veces hasta sabio y elocuente. Me he sentido padre bueno, compañero, hermano, amigo. También, aunque debo confesarlo, me he sentido hijo, hombre débil que se ampara en otra fortaleza”. Tal era su humildad.
Jorge Eslava, ante la pérdida para el Perú que significó la partida de Carvallo, a los 55 años, dice: “Su prematura muerte dejó una herencia de respeto y libertad para mirar de otro modo la educación. Por desgracia, no suficientemente difundida”. Esto es innegable. Pero sus libros y su escuela siguen allí, para que cualquiera pueda comprobar el enorme valor de su obra.
REYES ROJOS, CORAZÓN BLANQUIAZUL
Constantino Carvallo fue, desde siempre, un fervoroso hincha de Alianza Lima y un gran conocedor de fútbol, de sus pasiones y sus flaquezas. Su hermano Fernando explica por qué Carvallo se empeñó en incorporar a Los Reyes Rojos a un grupo de futbolistas juveniles de esta institución. “Se comprometió con la formación de los jóvenes del Alianza, tradicionalmente identificado con la comunidad afroperuana, que él había comenzado a amar en el seno de nuestro hogar”, señala, aludiendo a las señoras que habían tutelado a los siete hermanos Carvallo Rey durante su crecimiento.
Su ligazón con la comunidad afroperuana era de sentimiento. Por ello, entre 1996 y 2001 firmó un convenio con el club del cual se había hecho socio y en el que participaba como parte de la directiva de menores que encabezaba Alberto Masías. Así llegaron a la escuela barranquina un poco más de 25 muchachos, la mayoría a los últimos años de primaria, entre ellos Paolo Guerrero y Jefferson Farfán. Fueron elegidos por sus méritos futbolísticos y porque su situación económica no era buena. Carvallo sabía que la pobreza era un impedimento para que estos muchachos pudieran consolidar sus carreras, pero nunca se atribuyó los éxitos posteriores que varios lograron sobre el gramado. Reiteraba que ellos debían sus triunfos al tesón de sus madres. Sabía también que padecían una discriminación social y que por eso quizá perdían. Apuntaba: “La pobreza no es el único dolor que deben enfrentar, quizá ni siquiera sea el fundamental. Es el desprecio diario... Después, sobre el verde césped, les pedimos triunfos, goles, coraje. Acaso su venganza sea la derrota, la frustración del espectador, y obtengan en ese fracaso una ganancia, una revancha contra la marginación que padecen”.
La mayoría de los jugadores vivían comunitariamente en una casa-hogar, a dos cuadras del colegio, que Carvallo sostenía y donde eran cuidados por un profesor de Educación Física del colegio y una señora que los atendía. Allí se hospedaron Wally Sánchez, Wilmer Aguirre, Roberto Guizasola, Rinaldo Cruzado, temporalmente Farfán, entre otros. Venían de Lima, Pisco, Cañete y Trujillo. En las paredes del colegio están colgadas muchas camisetas firmadas por estos exalumnos, como símbolo de gratitud.
LA EDUCACIÓN EN LIBERTAD
El punto de partida del innovador sistema pedagógico de Los Reyes Rojos, la educación en libertad, la tomó Constantino Carvallo del que había puesto en práctica en Leiston, en el sur de Inglaterra, el psicoanalista A. S. Neill, en un internado llamado Summerhill. Pero también convergieron las ideas de un buen número de teóricos, partidarios de una educación abierta, preocupados por curar el alma infantil y no por una despótica disciplina, como Bruno Bettelheim, E. Durkheim, John Holt, D. Winnicott, Jean Piaget, John Dewey y otros.
Carvallo, para formar a sus profesores, incentivaba la lectura de estos autores, que eran discutidos dos veces a la semana y también en jornadas sabatinas. Los padres de familia activistas de la escuela durante los primeros años también tuvieron círculos de estudios de estas teorías. El centro de la propuesta era llegar a los corazones de los chicos y no solo a sus mentes, y lograr que estos se convirtiesen en niños autorregulados. Por eso Carvallo sostenía: “Para poder educar, debe haber un modo de alcanzar la interioridad, el núcleo profundo de otro ser humano, y de influirlo hasta modificar su voluntad, su carácter”.
Su propósito no era solo convertirse en una simple usina de transmitir conocimientos, sino que buscaba algo más: formar el alma de los chicos. Para Carvallo, la meta era lograr “alumnos con intereses fuertes, con brío, con amor por vivir, por planear y proyectar la vida”.
Para poner en práctica el sistema se apeló a una serie de innovaciones, entre las cuales destacaba el trato horizontal con los alumnos, que buscaba un respeto mutuo y no la imposición de una autoridad vertical, así como la puesta en marcha de la inclusión, no solo de alumnos con habilidades especiales sino de aquellos provenientes de distintas clases sociales, ricos y pobres, blancos, afroperuanos, andinos y mestizos, tanto en primaria como en secundaria. Y todos eran tratados con un mismo afecto, como hasta hoy ocurre. “Los maestros fracasan porque no aman a sus alumnos, no en el fondo callado de sus almas”, decía Carvallo. Este amor se cristalizó en distintos trabajos suplementarios de los profesores, quienes alargaban sus jornadas educativas aun a los fines de semana, no solo para nivelar conocimientos, sino para compartir cumpleaños, fiestas, paseos y no pocas veces por motivos tristes, donde el niño siempre estuvo acompañado por su colegio.
Ante eso, el maestro solía razonar así: “La escuela inclusiva ayuda, sin duda, al niño con necesidades especiales. Lo devuelve a la esencial pluralidad de nuestra especie… Lo estimula y lo motiva a ser como es y a compartir las semejanzas. Pero yo sostengo que la escuela que incluye mejora, sobre todo, a los que nos creemos normales”.
Una innovación formal pero de profundo contenido educativo fue la anulación de las notas aritméticas en las libretas de primaria, que cambiaron esta medida por tres estadios: Empieza el aprendizaje, Está en proceso de aprendizaje, y Culminó el aprendizaje. Luego el profesor, el alumno y sus condiscípulos calificaban con colores este decurso, en que el rojo era satisfactorio, amarillo, el intermedio, y verde, el inicio del proceso. Además, el alumno redactaba unas líneas sobre lo que le parecía su aprendizaje.
¿Por qué se llegó a este sistema? Carvallo sostenía: “Las notas son la perversión del aprendizaje. Producen casi siempre un fenómeno excluyente, terminan por importar más que los conocimientos adquiridos y mucho más que el esfuerzo empeñado. Desplazan a la curiosidad, al deseo auténtico de saber y son siempre injustas porque premian la capacidad y no el esfuerzo”. Punto importante: en la escuela el esfuerzo de cada alumno es tomado en cuenta, considerando que por razones hasta biológicas no todos rinden lo mismo en el mismo periodo de tiempo. Creer que todos son iguales en este aspecto, por tanto, resulta una injusticia.