Hace unas décadas no fueron pocos quienes sentenciaron que “el estrés era la enfermedad del siglo XX”. Ahora, en 2019, no son pocos —otra vez— quienes aseguran que es “el mal del siglo XXI”. Pero estas frases sensacionalistas/fatalistas no son ciertas. Ni el estrés es exclusivo de los dos últimos siglos ni es, técnicamente hablando, una enfermedad per se.
Entonces, ¿qué es? La Organización Mundial de la Salud (OMS) define el estrés como un conjunto de reacciones fisiológicas que preparan al organismo para la acción, es decir, como una reacción química ante determinados estímulos.
“Cuando nos enfrentamos a una amenaza, el hipotálamo lanza una alarma en el organismo, y las glándulas suprarrenales, ubicadas sobre los riñones, responden liberando una oleada de hormonas, como la adrenalina y el cortisol, que ocasionan el aumento de la presión arterial, cambios en el estado de ánimo, miedo, etc. Eso es el estrés. Este sistema de respuesta normalmente se autorregula, y una vez que la amenaza percibida desaparece los niveles hormonales regresan a la normalidad”, explica el doctor Elmer Huerta. Nos muestra al estrés en su estado más básico. Esta activación, según añade Mario Reyes-Bossio, psicólogo y docente de la carrera de Psicología de la UPC, se llama eustrés o estrés positivo.
¿En qué momento esta respuesta del organismo se torna dañina? El doctor Huerta responde: “Cuando los factores que desencadenan el estrés están presentes constantemente, la reacción de alerta permanece activa, lo que significa una sobreexposición al cortisol y a otras hormonas que pueden alterar los procesos químicos del cuerpo, lo que eleva el riesgo de presentar problemas de salud, entre ellos la ansiedad o la depresión”. Este desborde, anota Reyes-Bossio, se llama distrés o estrés negativo.
Es común asociar este último con situaciones límite en el ámbito familiar, social o laboral. Así, el estrés laboral es muy conocido y estudiado alrededor del mundo, sobre todo en las sociedades más industrializadas. Una manifestación extrema de este es el llamado burnout o síndrome del trabajador quemado, que la OMS define como el “resultante de un estrés crónico en el trabajo que no fue gestionado con éxito y se caracteriza por tres elementos: sensación de agotamiento, cinismo o sentimientos negativos relacionados con su trabajo y eficacia profesional reducida”. ¿Sabía de su existencia?
Probablemente ahora su respuesta sea sí, pues el burnout salió del anonimato los últimos días gracias a una serie de titulares que demostró que vivimos en la época de las fake news. “La OMS declara el burnout o estrés laboral como una enfermedad”, decía uno de ellos. Y no, no es así. Ashley Baldwin, del Departamento de Comunicación de la OMS, situado en Washington, tuvo a bien respondernos un correo en el que nos explicó que los medios que propalaron titulares de ese tipo estaban proporcionando información incorrecta, pues lo que hizo la OMS fue “declarar el burnout como un fenómeno ocupacional, no como una condición médica”. Y sí, hay diferencia.
El doctor Huerta nos ayudó a entender la especializada clasificación de la OMS. “Lo que ha hecho la organización es reconocer el burnout como un fenómeno ocupacional que, ubicado dentro de los problemas asociados al empleo o desempleo, puede ser un factor que influye en la salud de las personas o que las motive a asistir a un servicio médico. No es una enfermedad, pero sí afecta la salud”, explica.
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El burnout ha sido estudiado también en múltiples espacios desde hace buen tiempo. Sí, desde que era un ilustre desconocido para las masas. Uno de esos estudios los realizó la doctora Patricia Martínez, docente del Departamento de Psicología de la PUCP, quien señala que la población más vulnerable a ser víctima del burnout es aquella que trabaja con personas —como los médicos o los docentes—, y quienes cumplen largos e interminables horarios de oficina. Sobre esto último, advierte: “Es peligroso que el compromiso laboral se entienda como trabajar más allá de tus horas de trabajo e, incluso, de tus fuerzas. Eso es grave. No sé si tiene que ver con el nivel de competencia, pero la sensación de tener que hacer más de lo que se puede, la incapacidad de decir no o de darse tiempo a uno mismo ha ido ganando terreno”. Y ese suele ser el camino que desemboca directamente en el síndrome del trabajador quemado.
Si no, recordemos a Andy Sachs, el personaje de Anne Hathaway en El diablo viste a la moda (2006): una joven periodista que se desvivía por complacer a su jefa Miranda Priestly (Meryl Streep), aun cuando sus pedidos eran tan alucinantes como conseguirle un vuelo en medio de una tormenta tropical o una doble copia del manuscrito inédito de Harry Potter. Andy sacrifica su vida amorosa y personal por este trabajo; afortunadamente, cuando empieza a experimentar síntomas de un burnout, ella tira su celular a una fuente de agua en París y renuncia. Claro, es poco probable que una persona que sufra este síndrome luzca tan glamorosa como Hathaway en esta película. Más cercano a la realidad de quien se ha quemado en el trabajo —sin llegar a ser del todo real, no seamos fatalistas— es Jack, el personaje de Edward Norton en El club de la pelea (1999).
Christophe Dejours, especialista francés en medicina del trabajo, dijo hace poco en una entrevista con el diario argentino Página 12 que hay dos ejes en la realización personal: el campo erótico, que pasa por el amor; y el campo social, que pasa por el trabajo. Un buen ambiente laboral es básico para la salud mental, dice, y plantea el trabajo como base de la identidad, fuente fundamental de sentido para la vida y mediador para la autorrealización social.
Dejours entiende el trabajo como el aporte de la persona a la comunidad y una fuente de reconocimiento importante desde el punto de vista psíquico y que, desde el punto de vista de la salud, puede ser más importante que la retribución material a través del salario.
Así, lo que el burnout genera en el individuo es la negación de todo lo bueno e importante que puede significar el trabajo para él. La sensación de agotamiento, los sentimientos negativos relacionados con su trabajo y la disminución de su eficacia profesional suponen una baja en la productividad pero también un golpe a la autoestima del trabajador.
La responsabilidad de que los trabajadores se quemen recae, según la doctora Martínez, tanto en las organizaciones que no hacen mucho por cuidar a sus trabajadores como en los trabajadores que tienen serios problemas para cuidar de sí mismos emocional y hasta físicamente. “Es inevitable que haya presiones, pero no pueden ser constantes ni permanentes”, dice.
En ese sentido resulta necesario considerar los aspectos de bienestar y salud laboral a la hora de evaluar la eficacia de una determinada organización, pues la calidad de vida laboral y el estado de salud física y mental que conlleva tiene repercusiones sobre la institución (por ejemplo: ausentismo, rotación, disminución de la productividad, disminución de la calidad, etcétera).
El doctor Huerta coincide con lo dicho, pero considera que este puede ser un mal generacional y cree muy probable que los millennials no lo sufran al ser más desapegados y no temerle a la rotación laboral. Eso, por supuesto, no los hace inmunes a otras agitaciones ni los protege del distrés, el cual puede manifestarse entre ellos de diferentes formas, como entrar en desesperación cuando la persona al otro lado de la pantalla los deja en visto, por ejemplo. Ansiedades del siglo XXI.