Detrás de toda colección hay un deseo, un gusto por contemplar y aprehender el mundo a través de los objetos. Pero también hay una historia y una memoria que se van construyendo con cada una de las piezas adquiridas. En el caso peruano, una colección de arte también puede ser la reconstrucción de un pasado que de otra manera se hubiera perdido o extraviado. Es un patrimonio privado que con el tiempo se convierte en herencia pública.
¿Existe un perfil del coleccionista?, le preguntamos a Ana Tomé, directora de la Fundación Museo Reina Sofía, quien se encuentra en nuestro país en el marco de la feria Art Lima. Para ella existen “tantos perfiles como coleccionistas, independientemente de que puedan existir afinidades entre las opciones estéticas de unos y otros, y respondan a espacios socioculturales comunes”. “Creo que en el pasado —agrega— el coleccionismo tenía un afán más acumulativo y quizá de preservación, ya que no existía coleccionismo público como tal. Creo que, si bien las ‘obsesiones’ o pulsiones que inclinan al coleccionismo puedan ser las mismas antes y ahora, la diferencia es que hoy los coleccionistas, con frecuencia, comparten lo que poseen, y ya no mantienen sus colecciones en el mero ámbito privado”.
Por eso, conocer una colección es ingresar a una línea de tiempo construida con objetos. El reconocido curador argentino Mario Gradowczyk anota, en “Apuntes sobre el coleccionismo”, que este llena los vacíos de la historia y se anticipa al momento en que los objetos serán reconocidos: “... el coleccionista descubre cruces e intensidades que, en muchos casos, han pasado inadvertidas, particularmente cuando apunta a objetos que, en la época en que se realizaron, no habían sido apreciados”.
—Suceso y responsabilidad—
“Coleccionar arte para mí es tener una visión de mi entorno, de mi propia circunstancia de vida y de mi contemporaneidad”, dice Armando Andrade, publicista, experimentado martillero de subastas, quien hace tres décadas empezó a reunir obras precolombinas. “Cualquier persona que quiere conocerme a profundidad solo tiene que mirar mi colección”, admite. Más de 3.000 piezas que son un recorrido ecléctico por el Perú: desde lo prehispánico hasta el arte amazónico, desde, como él dice, “el mal llamado arte popular” a la fotografía contemporánea.
En realidad, él siempre tuvo fascinación por los objetos. A los ocho años, comenzó a juntar relojes de hojalata en una caja. “Mis primeros recuerdos se remiten a esa colección”, evoca. “Solo después vas entendiendo cosas que al inicio no tenían significado. Yo creo que es un proceso. Cuando empecé a coleccionar no tenía ni idea de qué cosa estaba pasando. Simplemente, los objetos eran una necesidad para mí, una suerte de talismán. Después, con la madurez, ha sido todo un suceso entender qué cosa significa formar una colección, cuál es la responsabilidad que hay detrás de eso”, reflexiona.
Para Andrade resulta vital en un país como el Perú coleccionar arte nacional. “Yo siempre he pensado que a un peruano le toca hacer una colección de cosas peruanas. Cuando viene alguien de afuera, siempre quiere ver lo hecho en el Perú; eso no quiere decir que no haya objetos de otras latitudes que dialogan con lo nuestro. Yo llevo coleccionando arte amazónico hace 30 años, pero me queda claro que este espacio no solo es peruano, sino también brasileño, colombiano, ecuatoriano y venezolano. Entonces, me parece importante incorporar obras de estos lugares para expandir el significado y la perspectiva de lo que tengo”.
Por eso mismo, piensa que una colección no está hecha solo para el gusto de la persona que la crea, sino está construida para ser compartida. “Uno debe pensar en el destino público de ese esfuerzo —afirma—, por eso es fundamental vincularse con las instituciones. En mi caso mi vínculo con el MALI ha sido muy importante. Yo siempre digo que el placer de haber vivido con estas obras es suficiente pago para que después puedan ser vistas por toda la sociedad”.
¿Se necesita ser millonario para ser coleccionista?, le preguntamos. “No”, responde. “Nunca lo fui ni lo seré. Siempre digo que comencé coleccionando lo que me interesaba y lo que podía. En esa época una cerámica chancay costaba menos que un chocolate. En el Perú se puede hacer una colección relevante con poco dinero, lo que se necesita es mucha curiosidad y evidentemente educarte. De ahí la importancia de los museos y las instituciones”.
—Herramienta de reflexión—
Livia Benavides colecciona arte desde los 20 años. Se inició con pequeños presupuestos y con obras de artistas amigos. “Yo veo el arte como una herramienta de reflexión social, de cambio, como un detonante”, dice. Será por eso que en su casa de San Isidro destacan distintas obras de ese artista genial, irónico y provocador que fue Juan Javier Salazar. Sus cuadros, sus jaguares, sus esculturas e instalaciones están dispersas por los salones y mesas. Aunque aquí no hay un gran mercado del arte, como sucede en Brasil, Argentina o México, Benavides destaca que sí hay una tradición de coleccionismo avalada por nuestra cultura ancestral. “Nuestro coleccionismo se arraiga con obras que van de lo precolombino a lo virreinal, de lo republicano a lo contemporáneo”, añade. Por eso, más allá de verlo como una herramienta de inversión, ella siente que esta actividad en nuestro país está más conectada con la pasión por difundir el arte. En su caso, le gustan obras que tengan el poder de comunicar y provocar. “Debo admitir que tengo temor al vacío —afirma—. Me gusta vivir rodeada de cosas que no solo deben ser bellas, sino también deben comunicar algo. Me interesan las obras que giran en torno a las utopías quebradas, que nos permitan reflexionar sobre nuestra situación poscolonial; eso habla de nuestra identidad”.
Al respecto, vislumbra un buen futuro para “el arte vernacular”, la mal llamada artesanía que cada vez se revalora más en el mercado.
—Compromiso con los artistas peruanos—
El espacio es un privilegio en el caso de la colección personal de Caridad de la Puente. La distribución de las piezas responde a su mirada. Cada una respira su propio aire y cambia continuamente de sitio, como si la casa estuviera en movimiento. De la Puente cuenta que con la llegada de una nueva obra, ella debe encontrarle la mejor ubicación. Eso significa que el resto va cambiando de lugar.
En este momento, lo que más destaca en la inmensa sala de su departamento son unos de los bellos y misteriosos nudos de Jorge Eduardo Eielson, que combinan muy bien con unos ‘unku’ o ponchos de la cultura Nasca, elaborados delicadamente con plumas de vívidos colores. “Me interesa que las piezas conversen con el espacio. Es una curaduría totalmente personal, hecha a mi gusto. Mi colección está compuesta por piezas de arte peruano y latinoamericano muy especiales e importantes para mí. Me encanta vivir con el arte, me nutre el alma; creo que es algo que nos pasa a los coleccionistas”, comenta De la Puente, mientras camina frente a la imagen de la Huacachina, de Reinaldo Luza.
De sus viajes, por las ferias del mundo, aprendió a afinar el ojo para adquirir las obras que respondan a su necesidad por encontrar la belleza. “Cuando veo una pieza que me gusta y la quiero tener, a veces no puedo dormir; investigo sobre el artista para entender la obra. Si está dentro de mis posibilidades, la compro al día siguiente”. Siendo muy joven y con su primer sueldo, adquirió la primera pieza de su colección: un grabado de Eduardo Tokeshi, pero esta afición ya la rodeaba desde antes: “Mi mamá también coleccionaba y apoyó mucho a la galería de Carlos Rodríguez Saavedra”.
—Una historia para todos—
Es un apasionado por el Perú, por su pisco, su comida, su historia y, por supuesto, su arte. Una de las principales colecciones que exhibe el MALI —de piezas prehispánicas, arte virreinal y republicano— pertenece a Petrus y Verónica Fernandini. Ambos formaron su colección con la idea de hacer llegar la riqueza histórica y arqueológica de nuestro país a la mayor cantidad de peruanos. “El MALI es para nosotros un museo excepcional que refleja el recorrido increíble de nuestra historia del arte, y qué mejor forma de poner nuestros esfuerzos en valor que reunir las colecciones en un lugar accesible a todo el mundo. El patrimonio cultural es de todos los peruanos y todos debemos cuidarlo, protegerlo y tener acceso a él”, cuenta Petrus Fernandini, mientras mira sus obras en una de las salas del museo.
Tanto a él como a su esposa les interesa que el arte peruano traspase fronteras y sea reconocido en el mundo. “Una de nuestras donaciones, una colección de huacos, fue expuesta con gran éxito en The Americas Society [en Manhattan]. Casi una década más tarde, se expusieron algunas piezas en el Museo Metropolitano de Nueva York, el famoso MET”, recuerda.
En el reciente Arco Madrid, parte de la obra del artista cajamarquino Camilo Blas, también de su colección, se exhibió en el Museo Reina Sofía, como parte de la muestra Amauta, en homenaje a Mariátegui.
El coleccionista se confiesa hechizado por el arte virreinal: “Disfruto observando las trinidades, los ángeles arcabuceros, las sagradas familias y las vírgenes rodeadas de querubines y serafines. Un verdadero deleite para el alma”, dice. Una de sus preferidas es la emblemática “Virgen de la Leche”, de Mateo Pérez de Alesio: una joya para mirar de cerca. También para el coleccionista destaca el retrato de la ñusta Manuela Tupa Amaro (ca.1777): “Posiblemente es el único retrato de una mujer de la nobleza andina con nombre propio que se conozca del periodo colonial”. Pero una de sus obras más antiguas —y quizá la más excepcional— es una cerámica conocida como el “Contorsionista de Puémape” (Cupisnique, 1200 a. C.), que representa a un personaje tatuado y doblado en dos (con los pies sobre su cabeza).
Si algo une a todos estos coleccionistas, es justamente su compromiso con el arte peruano de todos los tiempos. Ahí radica el valor de estas colecciones que, en el fondo, pueden ser un patrimonio común y compartido.