Por lo menos dos noticias han convertido las Olimpiadas de Tokio en una oportunidad para repensar los deportes como hechos culturales.
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Por lo menos dos noticias han convertido las Olimpiadas de Tokio en una oportunidad para repensar los deportes como hechos culturales.
La primera es la visibilización de los problemas de ansiedad que sufren los atletas de alta competencia. El retiro de la tenista Naomi Osaka del último Wimbledon antecedió la baja de Simone Biles de las competencias de gimnasia por equipos.
Las razones de la norteamericana fueron atendibles: Biles confesaba tener desarticulados mente y cuerpo, y aludía a una suerte de lesión espiritual: el orgullo dañado y la sensación de inseguridad propia de quien no está al 100 %.
Se necesita mucho valor para que un deportista reconozca que no está en condiciones de proseguir. La formación tradicional consiste en enseñar al atleta a ignorar las señales de dolor y alerta con el propósito de conseguir el objetivo a toda costa, incluso si va en detrimento de su integridad. Ello trae consigo no solo una exposición innecesaria del cuerpo y la salud psicológica, sino también una amargura como la que han relatado algunos campeones en sus memorias (las de Agassi y Nadal son particularmente detalladas).
Los detractores de esta posición también esgrimen argumentos: parte de la excelencia deportiva consiste en saber manejar la presión, y blindar la mentalidad de amenazas como la depresión y la duda. Siendo esto cierto, también lo es que la excelencia no es una obligación y menos una permanente.
Un atleta no se debe a las expectativas de sus seguidores, ni a las ansias de su federación ni siquiera a la idea de gloria que pueda tener su disciplina. Se debe primero y sobre todo a sí mismo.
La segunda noticia ha sido esa especie de empate acordado por el catarí Mutaz Barshim y el italiano Gianmarco Tamberi en la prueba de salto alto. Ante la pregunta del juez para que el asiático intentara pasar la marca que los igualaba (2.37 m), este preguntó qué ocurriría si declinaba la oportunidad.
El juez le respondió que compartirían la medalla dorada y Barshim aceptó. La renuncia pronto se volvió viral: los saltos de alegría del europeo y su contagiosa emoción despertaron las simpatías de una platea que interpretó esa resignación amistosa como una nueva expresión del espíritu olímpico. Nada más lejos de la verdad.
Si bien la amistad y el respeto son valores del olimpismo, también lo es la búsqueda de la excelencia. El respeto a un rival no consiste en cederle un triunfo o acordar un lugar compartido en el podio, sino en vencer y ser vencido bajo la idea de que la competencia justa premia el mérito y posibilita que todos mejoren de acuerdo a sus propias metas.
El honor deportivo no nace de la consecución de oro, plata o bronce, sino de la posibilidad de poner en suspenso temporal toda diferencia (política, religiosa, etc.) y competir bajo reglas en común. El italiano y el catarí, quizá involuntariamente, han roto este compromiso en pos de una empatía malentendida que va en contra del lema que inspira los Juegos Olímpicos: “Más rápido, más alto, más fuerte”. Esta vez, más alto no ha sido.
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