
Queriéndolo o no, los peruanos estamos aferrados de un modo obsesivo a la idea de “molestar” a los demás. Empezamos una conversación con frases como “Te molesto para decirte que…” o “Si no es mucha molestia”. La frase “disculpe la molestia” también es usual y lo mismo ocurre con “espero no te moleste” o “aunque te molestes”.
Una variante inculpatoria, como fórmula de despedida, es “te dejo trabajar” o “te dejo descansar”. Cuando queremos terminar una conversación, con frecuencia anunciamos: “No te molesto más”. Es un modo de esperar que la otra persona diga lo esperado: “No es ninguna molestia, al contrario”. Los códigos de la conversación ya están establecidos en torno a la posibilidad o no de molestar a lo que podríamos llamar, exagerando, el prójimo.
Es cierto que hay equivalentes de estas frases en otros idiomas y otros países. Sin embargo, me asombra la diversidad con que usamos la expresión entre nosotros. Hay carteles en las puertas de algunos cuartos que dicen: “No molestar”. En una novela de Alfredo Bryce, el protagonista repite “No quiero molestar”, con la aclaración de que es una frase típica de un peruano. Pueden encontrarse ejemplos en toda Latinoamérica. “Nunca más volveré a molestarte”, canta Vicente Fernández para concluir: “Te adoré, te perdí, ya ni modo”.
Uno puede preguntarse por la razón de esta relación con la palabra ‘molestia’, del latín ‘molestare’, es decir cargar “moles” o “peso”. Decimos “no te molesto más” porque nos acusamos de ser personas inoportunas o pesadas. Es una expresión que a la vez que nos acusa, nos señala culpables.
Protocolo de la cautela, señal de cortesía, estrategia para minimizarse, el culto por la culpabilidad y la autoacusación puede ser una señal de una valoración menor de uno mismo. Es lo que se espera de nosotros en una conversación: acusarse, culparse, decir que estamos molestando al otro. La amabilidad peruana no es un disfraz o una máscara. Es una pasión sentida en lo más hondo con una rutina propia. Algunos todavía caminan dando o recibiendo los “buenos días” con policías o guardianes. Estamos entregados a los protocolos menores de la convivencia. El ritual es una costumbre adquirida.

Por esa misma razón, con frecuencia iniciamos una frase diciendo “disculpe” o “perdón”, incluso cuando no tiene ningún sentido hacerlo. A veces es esperable que los demás sepan que pedimos disculpas de antemano por razones que nadie conoce. Si alguien está vendiendo frutas en una carretilla, nos acercamos y antes de pedirle algo nos excusamos de hablar. “Disculpe, ¿tiene manzanas?”.
Cuando un camarero nos trae algún plato, antes de servirlo, nos dice: “Disculpe”. ¿Hay alguna razón para que pida disculpas por hacer algo que le hemos pedido? Sí, mostrarse cortés, aunque sea de un modo absurdo. No por ello es menos honesto. Son disculpas preventivas, que tienen que ver directamente con ese afán de “no molestar”.
Disculparnos de existir puede ser una elegante señal de modestia, pero no nos llevará muy lejos. Tiene algo que ver con nuestra propia autoestima y con la gente que anda diciendo que no hay país más sucio y terrible que el nuestro (qué ingenuidad y qué falta de información la suya). Pedir disculpas de antemano y no molestar son señales de nuestra rutina. No me resisto a decir que no molesto más con este tema.