A tres meses de la primera vuelta del 11 de abril, la gente está más atenta a Sinopharm, AstraZeneca y Pfizer que a Forsyth, Guzmán o Verónika. He ahí un visible impacto de la pandemia en la campaña: le roba cámara a los candidatos. Pero hay otros aspectos en los que el virus marcará nuestro trance electoral y hay otras razones que harán de esta campaña muy distinta a las otras. Paradójicamente, no tienen nada que ver con el COVID-19.
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El cambio de reglas más importante en la campaña que se nos viene encima no lo ha provocado la pandemia. Lo provocó la pica de Keiko y de la bancada aprista hacia Vizcarra y los medios, que se encarnó en la Ley 30905 promulgada el 10 de enero del 2019. Esa ley reformó el Artículo 35 de la Constitución sobre los partidos políticos, añadiéndole esta frase crucial: “Solo se autoriza la difusión de propaganda electoral en medios de comunicación radiales y televisivos mediante financiamiento público indirecto”. O sea, los candidatos ya no pueden pagar spots en TV y radio, sino limitarse a la franja gratuita que les provea el estado.
Una breve historia del porqué de la pica: en junio del 2018 el congreso de mayoría absoluta fujimorista aprobó una ley presentada por Mauricio Mulder del Apra que prohibió, salvo escasas excepciones, la publicidad estatal en medios privados. El sustento fue frenar el gasto estatal, pero la visible razón de fondo era golpear a los medios que, en el discurso de Mulder y los fujimoristas, eran aliados del poder vizcarrista con el que duramente se pechaban.
La apodada Ley Mulder fue declarada inconstitucional por el TC cuatro meses después, en octubre del 2018, y ello coincidió con el debate de la reforma política propuesta por Vizcarra, en su plan pechador, al Congreso. La propuesta del Ejecutivo no incluía la restricción de la publicidad privada (aunque el presidente de la comisión de reforma, Fernando Tuesta, sí era partidario de ella); pero la comisión de Constitución presidida por la entonces fujimorista Rosa Bartra, la agregó al paquete reformista.
Valga aclarar que, a diferencia de la Ley Mulder, esta restricción no es descabellada ni mucho menos anticonstitucional. Es una medida que existe en varios países desarrollados y de la región (Francia y Brasil, por poner dos ejemplos) y es recomendada por varios expertos con el fin de controlar la principal fuente de dispendio en las campañas (se calcula que alrededor de 70% del gasto de los candidatos se ocupaba en ese rubro, como señala un informe de Transparencia) y así disminuir la tentación de recibir aportes ilícitos.
Aunque alimentada por la pica política de la mayoría congresal, que vio una manera de golpear indirectamente a los medios tras la anulación de la Ley Mulder; la Ley 30905 es una reforma consistente. Si ya preveíamos, cuando nos estalló el escándalo Lava Jato en el 2017, que se iba a gastar menos porque las grandes empresas iban a suprimir sus aportes de campaña y los candidatos iban a dejar de gastar a tontas y locas por temor a ser acusados de lavar activos; la restricción de ley cierra definitivamente el caño del mayor dispendio. La pandemia no tuvo nada que ver con esto; pero la restricción ha caído de perilla para la golpeada economía partidaria.
A las redes, con reparos
Cuando cayeron en la cuenta del ahorro en publicidad tradicional y de que la gente confinada como nunca tiene más tiempo para conectarse a sus redes, los candidatos supieron que podrían invertir más en ellas. ¿Cuánto? ¿Cómo? Esos son algunos de los secretos mejor guardados por los marketeros políticos, pues revelarlo implicaría confesar de qué volumen es el equipo que se dedicará a generar intrigas, trollear, crear cuentas falsas o artificiales (‘bots’), captar y pagar influencers.
Le pregunté ello a Alfonso Baella Herrera, que fue de los primeros en armar estrategias políticas en redes algunos períodos atrás y actualmente no capitanea ninguna campaña. “Cuidado con eso”, me dice, cuando le enumero esas perversiones que se suelen asociar al Twitter por sobre todas las redes. En primer lugar, Baella cree que las redes no marcan un giro radical en el fondo de las campañas, pues ya cuando esta se hacía exclusivamente en los medios tradicionales, se concentraban en el componente emotivo más que en los argumentos.
“El convencimiento, a través de la articulación de sentimientos, sigue siendo el eje central, pero”, ahí viene la advertencia, “este pensamiento se aleja del trolleo y de cuentas que se replican o centros de cuentas”. Twitter decidió en octubre del 2019 no permitir anuncios políticos y las otras redes tienen requisitos para la publicidad. ‘Pero no entronices Twitter’, es la primera advertencia de los expertos que se ríen del círculo vicioso, sin impacto directo en la intención de voto, de la hostilidad tuitera.
Según una reciente encuesta de Ipsos a peruanos de entre 18 y 70 años, el 82% dice que suele usar Facebook, el 77% Whatsapp, el 49% Youtube, el 42% Messenger, el 39% Instagram, el 16% Twitter y el 12% Tik Tok. El FB y el Whastapp son de lejos más apetecibles e indispensables para captar simpatías que el asfixiante Twitter.
Cuando le pregunté al argentino Mario Riorda, teórico de la comunicación política y presidente de la Asociación Latinoamericana de investigadores en Campañas Electorales (Alice) sobre las redes en las nuevas campañas, me dijo, con cierto escepticismo, que hay que invertir para que su uso sea efectivo pero es limitado su papel de expansores. O sea, las redes suelen afirmar lo que uno cree o lo que uno rechaza, fidelizan gente en sus convicciones previas; solo residualmente generan nuevos convencidos.
Mira: Entrevista a Mario Riorda sobre pandemia, redes y elecciones.
Los que elucubraban, durante el encierro pandémico, que la campaña iba a ser dominada y definida por las redes, no consideran la desconfianza y hasta rechazo que suele tener el receptor frente al avisaje. La mensajería a través de línea telefónica (en el Perú llega a zonas donde no hay Internet), del WhatsApp o del correo electrónico, suele ser ignorada. El mensaje de desconocidos tiene poco alcance. El efecto persuasivo del mensaje político en las redes, es pues, relativo e incierto como para invertir mucho y a ciegas en él.
Sin embargo, el WhatApp, que es a la vez servicio de mensajería y red, puede ayudar a suplir las restricciones de la pandemia a la política. Esto ya se venía dando con los chats de grupos políticos que cumplen un rol similar a los chats de grupos de trabajo, pero Riorda va más allá y dice que el WhatsApp va a suplir de alguna manera la merma en la política territorial de delegados viajeros. El trabajo de redes y de bases es, ahora, indisociable. En realidad, como me dice Baella, veámoslo al revés: no es el esfuerzo por vender el candidato en las redes lo que lo hará popular; sino que es el encanto que este proyecte el que hará que la gente lo lleva a sus redes, lo convierta en mensaje, like, meme, post, historia.
A estas elucubraciones hay que sumar el papel del Zoom y otras plataformas de chat audiovisual con las que nos acabamos de familiarizar en el 2020. En pocos meses millones de personas los hemos adoptado como herramientas de comunicación para el trabajo y el estudio, y en menor medida para el contacto con amigos y familiares. Solo los webinars nacidos para la red y eventos que eran presenciales y se volvieron virtuales, dan una idea de lo que podría ser su uso en campaña. Por lo pronto, los candidatos con los que conversamos, nos cuentan que buena parte de su tiempo, la ocupan en reuniones virtuales con bases de todo el país. Pero eso no es suficiente. La política les reclama calle, plazuela, caminata por el mercado, zarandeo y baile. Y a ellos y ellas les cuesta resistirse.
Apapacho a un metro
Los mítines desaparecerán. Esa fue la primera alarma preelectoral en la pandemia. No era una desgracia. Los mítines, desde hace mucho tiempo, eran la supervivencia de la vieja política de concentración callejera que solo se mantenían para ser amplificados en fotos y videos. Los aparatos partidarios más organizados garantizaban una buena convocatoria; los candidatos populares que postulaban con cascarones intentaban terciarizar la portabilidad de la gente. Costaban y desgastaban, por eso no se hacían muchos.
No ha sido una desgracia, pues, decretar prematuramente la extinción del mitin, sino un alivio. Pero hay otros aspectos que cuesta más abandonar y cada cuartel de campaña está viendo cómo los mantiene a pesar de las restricciones sanitarias: las giras y las caminatas por barrios y mercados populares. Riorda es de los que creen que los mitines desparecerán por un tiempo sin pena ni gloria, pero me dice que “la experiencia peruana es rica en la utilización de la calle”.
Vaya que la calle se honra en tiempo electoral. Campaña sin candidato caminando por la calzada, saludando a las caseras en el mercado, subido en mototaxi, tolva o tren, no es campaña. Hitos que han encumbrado a unos y bajoneado a otros, sucedieron en esos espacios públicos. En la calle fue que una señora agarró la bragueta de PPK, y que otra ofreció, desde su puesto al lado de la acera, un trozo de chicharrón a Alfredo Barnechea. ¿Cómo prescindir de esas doradas oportunidades de interacción con la espontaneidad popular?
Por ejemplo, Daniel Salaverry ya salió a buscarlas en gira nacional, en insólita compañía, pues Martín Vizcarra es candidato por Lima. César Acuña también las está buscando y en el intento ha prendido las alarmas (como las prendió en el 2016 ofreciendo dádivas ante las cámaras) de las autoridades. Hubo aglomeraciones y zarandeos, con baile y desayuno sin mascarilla incluidos, durante su visita a un asentamiento humano en San Juan de Lurigancho.
Las concentraciones están prohibidas por el DS 184-2020 PCM que regula el estado de emergencia. Sin embargo, el JNE es bastante laxo en sus nuevas disposiciones. Pero todo indica que la performance de Acuña va a llevar a nuevos acuerdos y disposiciones. En las próximas semanas, sobretodo si crece la ola, veremos la creatividad o temeridad, las ganas de ser buen ejemplo o posar de rebeldes, de los candidatos.
Si bien la pandemia no tiene el espacio central que por acuciante uno esperaría encontrarle en el discurso de los candidatos, marcará la campaña con sus restricciones. Ellos y ellas prefieren hablar de otras cosas, pero no es que intenten tapar el sol con un dedo. El elector tampoco espera que le hablen de la enfermedad. En una encuesta de Ipsos de octubre último, al preguntar por los principales problemas del país, aparece el desempleo y la crisis económica (22%), la delincuencia y la falta de seguridad (20%), y la corrupción (19%), antes que la salud pública y el COVID-19 (9%). Como si de eso no se quisiera hablar, aunque se sufra.
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