La pandemia la agarró trabajando duro. Tenía recién abierto su remodelado El Rincón Que No Conoces y su tienda de postres de antaño, Mi Dulce Compañía, estaba caminando bien hasta que la crisis llegó: Elena Santos no quería cargar con una deuda que quizá no podría pagar, y tras cuatro años de funcionamiento, tuvo que sacrificar su emprendimiento postrero, que fue también su sueño más personal.
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Hoy, tras pasar un centenar de días con el emblemático restaurante cerrado, la única heredera de Teresa Izquierdo sigue de pie sobre un piso todavía inestable. Y aunque tiene los permisos en regla para iniciar servicio de delivery y recojo en local, su esperanza parece estar fija en el mes patrio. Quién sabe y el próximo 27 de julio –cuando se cumplan nueve años de la partida de su mamá- el tradicional restaurante de Lince reabra sus puertas de par en par. Porque un criollo nunca muere, ni mucho menos se deja vencer en épocas de crisis. Precisamente, sobre la coyuntura y una vida llena de luchas, hablamos con Elena Santos Izquierdo, una mujer orgullosa de su gran legado.
- Le van a cambiar el nombre a la marca de postres Negrita y sobre ello se ha armado un gran debate. ¿Qué opinas tú? ¿Crees que ese apelativo refuerza un estereotipo racista?
La verdad que no sabía del tema, recién me entero. Pero para mí todo depende con los ojos con que lo mires. Muchos hemos vivido etapas de racismo, y gracias a Dios tuve una madre y una abuela que supieron orientarme al respecto. No crecí ni acomplejada ni avergonzada de ser quien soy, siempre lo tuve claro y me supe defender cuando fue necesario. Yo tuve esa guía, pero no todos tienen esa suerte. Creo que antes, ahora y a futuro quizá seguirá el racismo, y el hecho de quitar una imagen o un sobrenombre a un producto no va cambiar el pensamiento de la gente. Pero, por otro lado, si esto [el cambio de marca] ayuda a que las futuras generaciones no piensen como las de antes, quizá no sea una locura.
- En la biografía que Mariella Balbi hizo de tu madre (en 2006) indica que Teresa prefería usar el término negro y no afroperuano. ¿Sabes por qué?
No tengo la menor idea. Ella siempre decía que toda la vida nos llamaron negros, y para qué cambiarlo. Afroperuano era una palabra nueva, no le sonaba ni significaba algo especial. Era igual a negro.
- ¿Qué me dices de tus antepasados: alguna vez hurgaron en su árbol familiar?
Mi mamá lo hizo. Tenía anotaciones que no sé dónde están. Cuando ella falleció entré a su cuarto, habité allí y no moví nada. En este tiempo de pandemia, luego de casi nueve años, he movido su zona de libros y no he encontrado ese cuaderno donde ella escribía. Mi tía Herminia [tía abuela] sabía mucho y era a ella a quien le preguntaba. Mi mamá no conoció a su abuelita: mi abuela Liduvina fue la última de ocho hermanos y su mamá murió joven, así que fue criada por su bisabuela, primero, y luego por su hermana mayor, Anatolia. Por el lado paterno es todo muy limitado: mis abuelos se separaron y mi abuelo se volvió a casar con una señora con quien tuvo tres hijos, pero murió. El abuelo de mi abuela era español, Chévez apellidaba; Garretón Chévez era la abuela de mi mamá y mi abuela Liduvina era Gonzales Garretón.
- ¿Vivieron siempre en Cañete?
Mi mamá es limeña. En Cañete nació mi abuela, pero su hermana mayor se vino a Lima, a vivir a Puente Piedra. Como eran todos muy unidos, los trajo poco a poco.
- ¿Qué recuerdas de Luz Divina (Liduvina)? Siendo tú su única nieta, ¿cómo te engreía?
A la abuela le decían Ludo o Lidu. Me engría demasiado, yo era la luz de sus ojos. He sido bendecida, y me apena que yo no haya tenido descendencia para continuar esa cadena de amor tan grande que he recibido. Era tan amorosa como la madre que tuve. Sus vidas eran en torno a mí siempre: me hacía mis alfajores, mi budín. Me esperaba sentada en su mesa, con su cigarro y su café. Me mandaba a hacer ropa y me vestía bonito; nunca le gustó que use jeans ni botas.
- ¿Qué detalles fortalecieron tu personalidad?
Más allá de lo que me decía, era lo que yo miraba. Como era hija única, veía el esfuerzo que ellas hacían trabajando. Nunca estaba quieta, era muy creativa y manejaba bien el tema del negocio: cogía lápiz y papel y planeaba fiestas patrias y Navidad para poder sobrevivir. Y así me fue formando: si trabajas puedes tener lo que quieres. Jamás escuché ni a mi abuela ni a mi madre envidiar a alguien.
- Creciste en el mundo de la cocina, ¿pero era lo que querías hacer?
Para mí la cocina era sinónimo de sufrimiento. Porque así lo vi desde chiquita. Si mi abuelita hubiese vivido, yo creo que hubiese sido lo que ella quería para mí: diplomática. Pero a mí no me gustaba estudiar, era una niña promedio pero algo floja. Quizá tanto engreimiento formó en mí cierto temor y, cómo explicarlo, falta de confianza. No quería ir a la universidad, no sabía qué hacer. Se me ocurrió ser odontóloga, porque me llamaba la atención mi dentista, que era una mujer. Luego, pensé ser obstetra. Al final estudié secretariado comercial y ejecutivo, algo de inglés, y lo dejé porque comencé a trabajar en el restaurante. Mi mamá me pagó desde el inicio y me encandilé con la plata; aprendí bastante de administración. Me quedé y me enganché. No me daba cuenta de que muchas cosas ya sabía, y así es cuando empiezo con lo dulce, luego agarré la cocina y me fui enrolando.
- Por qué considerabas la cocina como una labor sufrida. ¿Algo tenía que ver con la discriminación, el racismo?
¡Obvio! Y era porque o todos los negros cocinaban, o porque me decían tamalera en el colegio. Yo estuve en un colegio particular pero pequeño, y era la única niña negra, y había un chico morenito pero de ojos claros. Éramos el point del insulto… cosas de niños pero que te van marcando, y por eso no quería la cocina. Cuando crecí lo superé.
- ¿Cómo lo superaste?
Como niño te choca. Incluso un día inventé que mi papá era español, porque me preguntaron y yo no sabía qué decir. Era mi arma de defensa, mi mentira piadosa. Cuando crecí lo tomé como un juego de niños. Pero eso sí, le decía a mi mamá “ni sueñes que me vas a ver cocinar”. Y mi mamá tampoco quería, porque a quién se le iba a ocurrir, 45 años atrás, que un “niño de buena posición” iba a cocinar. En los tiempos de antes cocinaba la negra o la chola. Antes cocinar era sinónimo de sufrimiento: era cansado, sudaban, sufrían, yo las veía llorar y abrazarse. Me doy cuenta de que no es así cuando mi mamá ya tiene su negocio, la mirada era distinta y los tiempos habían cambiado. Entonces el chip en mi cerebro cambió: yo puedo ser la mejor haciendo esto. Y así lo asumí, lo continúo y estoy contenta.
- ¿Cuál dirías que es el ADN de la cocina afroperuana y cómo definirías sus sabores?
Los de raza negra tenemos una cosa muy especial: ritmo, sabor, somos alegres. Todas esas cualidades han formado el ADN de la cocina. Es la cadencia en cocina, es la raza, es la sangre, no sabemos explicarlo pero la gente lo puede percibir.
- Los frejoles han sido por décadas lo más celebrado de El Rincón Que No Conoces. ¿Cómo llegó a ser el emblema de un restaurante?
El restaurante se ha caracterizado siempre por el frejol, dicen que lo hacemos rico. Un día un amigo nos animó a cerrar para remodelar el restaurante: nos sugirió pintar, poner cuadros y también una puerta porque cuando estábamos en Petit Thouars entraba todo el olor de los micros. A mi mamá le gustó la idea: cerró un día de setiembre y a la vuelta invitó a varios clientes para hacer la presentación del nuevo espacio, y se le ocurrió preparar una ronda de frejoles: tacu tacu con apanado, frejoles a la casilda, frejoles escabechados, el tacu Tere relleno con carne, unas ocho preparaciones en total. Y se quedaron fascinados. Le dijeron que haga un festival del frejol tipo buffet, y así es como empieza y se hace popular. Ya tiene 20 años y nosotros vamos por los 43.
- Y lo hizo con una legumbre tan humilde.
Mi tía Paulina nos decía que, antiguamente, en toda casa de familia negra nunca faltaban el batán, la paila de cobre para hacer dulces, y un implemento que era como un mazo de madera: se llamaba Tiburcio y con él chancaban y batían los frejoles para que salgan cremosos. Ella contaba que los frejoles siempre fueron tratados con desdén, comida de negros o de pobres; el blanco los comía en silencio, y no lo decía porque era signo de que era pobretón. Nosotros, en El Rincón Que No Conoces, vestimos de fiesta a esta legumbre maravillosa con 24 preparaciones distintas.
- Y a eso se le llama revalorar. Tú también has rescatado del olvido recetas con Mi Dulce Compañía. ¿Cuáles recuerdas, que tengan raíces afroperuanas?
El frejol colado es una. La alcayota, que ya no se usa y es el dulce de calabaza, también: la desplumas [pelar], aparte haces una miel en una olla gigante y cuando ya está la agregas y dejas calar. Nunca me voy a olvidar que una vez Gastón me preguntó si sabía qué es calar en la cocina… Claro, le dije, es cuando el azúcar o la miel penetra eso que estás cocinando, como los higos, los camotes. Calar es un trabajo de titanes, porque lo pones al fuego y tiene que cocinar y cocinar hasta que el higo quede como cristal. Los higos, el camote, el membrillo, los nísperos… esos postres tienen que ser calados y ya nadie los hace así. ¡Ah, y los frejoles terranovo!, que nacen del frejol colado: antes de procesarlo sacaban el frejol entero, le echaban miel de chancaca, leche y lo batían; lo hacía con mi abuela. Qué bondadosa esa leguminosa, el frejol, que hasta postres ha dado.
- Con casi 500 años de mestizaje a cuestas, el Perú no cuenta con un gran recetario de la cocina afroperuana, ¿por qué?
Porque ese aporte está invisibilizado. No he investigado mucho nuestra comida, y la verdad que voy a hacerlo, porque me gustaría que existiese un libro así. Voy a buscar las investigaciones porque hay gente que sí lo ha hecho.
- Cuando Teresa falleció fue difícil para ti asumir la dirección de El Rincón Que No Conoces. ¿Es comparable esa etapa crítica con la que vives hoy debido a la pandemia?
Totalmente. Cuando mi mamá murió fue una cosa totalmente inesperada. Ella siempre me conversaba, me decía que debía ser valiente porque no siempre iba a estar conmigo. Yo siempre le negaba y le decía: “El día que tú no estés yo cierro todo y me largo de aquí; no quiero estar donde tú no vas a estar”. Hice todo lo contrario. El restaurante es mi mamá en espíritu; no podía dejar que toda su lucha, trabajo y esfuerzo lo dejara así nomás. Tenía que seguir adelante. Doy gracias a Dios que las personas que trabajaron con mi mamá y que ahora siguen conmigo me apoyaron, me dieron la mano, me soportaron y me ayudaron muchísimo para yo seguir con esto. Soy una persona resiliente porque de ese dolor saqué fuerzas y seguí. Ahora me agarró la pandemia y tengo que seguir luchando.
- ¿Cómo remontará la gastronomía peruana cuando esto pase? ¿Qué acciones se deberían dar desde tu punto de vista?
La situación ha sido súper difícil para todos, algo tan inesperado, un golpe tan fuerte para todos. Nada será igual. Pero tenemos que seguir al frente. Siempre tomar en serio los protocolos que ahora nos imponen y que debió haber sido siempre así. A pesar de ser la gastronomía más representativa de Latinoamérica, en esta pandemia hemos estado en silencio, mucho, no hubo representación. Y estamos muy acostumbrados a echarle todo el montón a Gastón [Acurio] pero no debe ser así, debe haber gente que tome responsabilidades y asuma sus cosas. He escuchado a personas que tienen restaurantes que no son conocidos, y se sienten un poco menospreciados porque nadie se ha preocupado por la gente emprendedora. Cada quien está velando por su santo. De aquí en adelante hay que pensar mejor para encaminar esta cocina nuestra y no centrarnos en un mundillo, un pequeño entorno, si no que se abarque a muchos, porque la gastronomía somos todos, incluso los de fuera que no están en Lima. Veamos más allá, porque es el bien de todos, del país entero.
- Finalmente, ¿de qué manera crees que seguirá vigente la gran cocina criolla?
Recuerdo que antes no había representantes de la cocina criolla. Ningún cocinero era su abanderado, siempre era tratada con desdén: “yo hago cocina peruana –decían--, es otra cosa”. Ahora no, resulta que todos son criollos. Y me parece perfecto, porque es una madre de nuestras cocinas, y no debe morir. Pero debemos respetar sus formas de hacerla, los recetarios. Y el saber que la cocina criolla tiene una cualidad: va acompañada de un acervo criollo. Yo lo tengo de toda mi vida: mi abuelo tocaba las castañuelas, mi abuela le gustaba el bailongo, se hacía fiesta criolla en mi casa, y la cocina iba de la mano con la música y la jarana. Esa es la diferencia con las demás cocinas: la criolla siempre ha ido enlazada con fiestas y eventos. Mi mamá iba a los gallos y ella era la cocinera de picarones y anticuchos, y a las jaranas, a los caballos de paso. Todo eso forma parte de la cocina criolla. Por eso ella se especializó en esa rama, era su chamba y de lo que pudo vivir.