Volver a escuchar el sonido de la corneta de un heladero es un signo de vida. Una vida que tuvimos hace apenas dos meses. Eternos dos meses. Pero es también un signo de desesperación, de angustia, de alguien que ha decidido violar la cuarentena porque tiene bocas que alimentar y necesita producir. Con bono o sin bono, con mascarilla o sin ella, ha decidido salir a la calle a jugársela porque no le queda otra.
No solo es el heladero quien vuelve a darle vida a los barrios. Lo hace también la vendedora de desayunos que, otra vez, se estaciona bajo los puentes. El señor de los emolientes ha regresado a su esquina y ese muchacho que antes vendía energizantes a los taxistas, ahora ofrece mascarillas y guantes. La vida trata de volver a la normalidad por la fuerza, asfixiada por el encierro que promete proteger de la pandemia, pero no del hambre. Y puesto a elegir, las angustias del estómago siempre llevan las de ganar.
Un amigo se queja por las veces que ha debido escuchar el “Contigo Perú” desde que se inició el aislamiento. Hace dos añitos nomás, con el Mundial encima, hubiese merecido cárcel y la pena capital. Ha empezado a odiar la voz lastimera del Zambo, le repele la guitarra de Avilés y el patrioterismo de Polo ya no le agita el corazón. Envalentonados, otros conocidos lo secundan, y añaden más razones: odian al vecino que a las 8 en punto enciende su equipo de sonido con el máximo volumen. Los aplausos también han empezado a escasear. Algunos todavía lo hacen con el entusiasmo de quien acude a un concierto; otros chocan sus palmas con desacompasada resignación.
La ansiedad, la incertidumbre, la angustia por la rutina perdida y la nueva, esa que empezamos a odiar, nos carcome. Quedarse en casa sigue siendo la principal arma para derrotar al virus. Pero nos exige, nos duele, nos cuesta. Muchísimo.