Es casi como encontrarse con un libro que no recordaba haber escrito: Alfredo Bryce Echenique (1939) y François Mujica (1940-2019), quienes compartieron la travesía a Europa en el mismo barco carguero, intercambiarían una intensa correspondencia entre 1965 y 1999. Desde Perugia, París o Barcelona, uno le cuenta de sus estrecheces económicas, sus amores exagerados, de sus crisis de salud y de una carrera literaria en ascenso. Podemos adivinar que el amigo, desde Lima, le escribe del Apra (partido en el que milita), las satisfacciones de la vida familiar, sobre crisis económicas locales y de los trámites que emprende en su representación (desde un divorcio hasta diversas cobranzas). Si bien el libro no incluye las cartas de Mujica, sí ofrece un centenar de misivas de un Bryce lleno de fuerza y sueños. Para el autor de 85 años, quien viene recuperándose de un cáncer, François Mujica fue uno de esos amigos imprescindibles para recuperar la calma y la sensatez. Quien lea este libro descubrirá que las mejores autobiografías son aquellas escritas sin ese propósito: sin pudor alguno, Bryce lo confiesa todo al que fuera su mejor amigo.
— Hay dos temas que atraviesan toda esta correspondencia: su confesa inseguridad económica y las enfermedades que parecen perseguirlo. ¿Son su marca de autor al estilo Martín Romaña?
En realidad son cosas que me sucedieron: la depresión nerviosa, las pastillas que me recetaban por toneladas y la gran vida que me daba con mi médico, Ramón Vidal Teixidor, que era también el psiquiatra de Dalí. Cuando el pintor iba a París, su doctor le organizaba las orgías que él miraba por el agujero de la cerradura. Fue un padre para mí. Con su esposa entrañable, me llevaba a su casa de campo todos los veranos. Me dio confianza en mí mismo y gracias a él salí adelante de muchas y duras depresiones.
—¿Vivir a salto de mata, con la precariedad de todo migrante, valió la pena?
Ha valido la pena. Si yo pudiera elegir una nueva vida, la viviría igual. No me arrepiento de nada de lo que hice.
—Hay escritores que nunca están conformes con lo que escriben y otros que comparten su entusiasmo por lo que creen el mejor libro que han escrito. Leyendo sus cartas, está claro que usted está en el segundo grupo.
Estoy en esa segunda categoría, sí. Escribo la novela de mi vida pensando en las personas que he conocido. Eso hace muy grato el trabajo.
—En una carta escrita en Cuenca, Ecuador, en 1993, dice: “La gente no se acostumbra a que no llegue el Bryce/ Martín Romaña y sufren una pequeña desilusión cuando insisto en tomar jugos y no tragos típicos”. ¿Se le confundió mucho con sus personajes?
Bastante. Y yo me he apoyado mucho en eso, porque me daba libertad y tranquilidad. Me sentía querido.
—Como autor siempre se le vio cercano a la izquierda, alguien que podía departir en Cuba con Fidel y García Márquez. ¿Eso le trajo muchas críticas?
En realidad, hice muy poco caso a esas críticas. Siempre he considerado que mi vida podía tomarse como una aventura, y estar con Fidel me permitía estar con García Márquez, que era lo que más me interesaba. Así pude ver cosas increíbles, como fue el encuentro de Fidel Castro con la Madre Teresa de Calcuta. García Márquez me decía: “A mí no me motiva esa monja, anda tú en mi lugar”, y yo fui. Y vi el pleito entre esos dos seres inefables, Fidel y la monja. Él le decía: “Madre, usted es una revolucionaria”, y ella respondía: “No. ¡Todo lo hago por amor a Dios!”. Y después de insistirle, Fidel voltea y me dice: “Es la primera vez que me visita una santa”. Él lo arreglaba todo a su favor [ríe].
—Es interesante leer como usted observa a su amigo Mario Vargas Llosa. Desde el respeto, pero también criticando su rol como político. ¿Es posible realmente ser amigo de MVLl?
Yo creo que sí. Él tiene muy buenos amigos. Yo lo fui antes, en Barcelona sobre todo, que lo veía constantemente. Después la vida nos llevó por caminos diferentes, sin que hubiese jamás ninguna tensión ni nada desagradable. La nuestra fue una amistad creativa que yo agradezco mucho.
—Pero el incidente con Julio Ramón Ribeyro, cercano entonces a Alan García, desencadenó el distanciamiento.
Eso sí.
—En sus cartas queda claro su rechazo a la autobiografía de MVLl “El pez en el agua”. ¿Fue por el maltrato a los intelectuales que antes eran amigos comunes?
Así es. Por una defensa personal a los amigos.
— Cuando Vargas Llosa entra a la política, usted dice que su papel entre tantos líderes conservadores “es patético”. ¿Cómo lo ve a la distancia?
Vine al Perú en esa época y el Fredemo se me tiró encima. ¡Empezando por mi hermana Clementina, que se había vuelto una vargasllosiana furibunda! Me acusaba de todo por no treparme al carro del partido. Pero, bueno, yo fui consecuente: me parecía un error que Mario entrara en política. ¡Y tanto! Fue enormemente decepcionante.
— París ha sido siempre una ciudad ligada a su biografía. En sus cartas, sin embargo, suele quejarse de la ciudad.
Para mí París es fundamental. Fue una delicia haber vivido allí. Ahora voy a ir en octubre, siempre trato de hacer un viaje al año a París.
—Pero también era una ciudad muy cara para un inmigrante. Usted vivía una coyuntura política muy incómoda enseñando en la Universidad de Vincennes.
Fue la universidad en la que enseñé con más placer, creada por el gobierno como una concesión a la izquierda francesa. Sus profesores eran progresistas, comprometidos con la realidad política de esos años. Había una libertad enorme. Y recuerdo que se daba también una vida muy sana. ¡Todos en esa universidad jugábamos tenis! Realmente fue un momento privilegiado en mi vida.
—Pero la universidad se fue volviendo cada vez más incómoda para un gobierno conservador.
Muy incómoda, sí. Tanto que la sacaron de su local original para mandarla al quinto coño, como dicen en España, para deshacerse de ella.
— Como toda autobiografía, el tema de las relaciones románticas son centrales en el libro. Quienes hemos leído sus novelas pensábamos que los amores de sus personajes resultaban deliciosamente exagerados. Ahora se sienten mucho más reales...
Lo que pasa es que el tono de mis novelas siempre ha sido confesional. Pero ese tono es un invento literario. No me censuré al escribir.
— ¿Cómo fue su amistad con Luis Alberto Sánchez, líder histórico del Apra?
Fue mi gran amigo. Lo visitaba cada vez que venía al Perú. Mantuve una larga correspondencia con él, aunque no podía leer las cartas que me escribía ya ciego. Eran ilegibles. Me contaba cómo se aburría del Congreso. Prefería escribir cartas que escuchar las sesiones.
—Alan García es otro tema del libro. Sus cartas muestran el desencanto de su fallido primer gobierno. Usted lo acusa de ser la gran decepción de la historia. ¿Sigue pensándolo?
Sigo pensándolo. Y tras su final, da para pensarlo más. Alan García fue un tipo detestable. Lo que me hizo en París no tiene nombre. ¡Me acusó de todo! Y todo porque estábamos con Ribeyro tomándonos unas copas en un bar y lo vimos entrar con su guitarra a cantar y luego pasar la gorra. Lo conté y él se ofendió. ¡Y no tiene nada de malo! Es más, pienso que es un honor haber pasado por eso. Es una manera de conocer el mundo, además. Me rechazó la orden El Sol y me hizo una serie de cosas que François Mujica no pudo arreglar.
—Esta última pregunta debió ser la primera: ¿cómo está? ¿Cómo va la recuperación?
La recuperación está siendo. Todavía me quedan muchas sesiones más. Allí vamos, tirando pa’lante. Es duro: la palabra ‘cáncer’ es una palabra maldita, causa pavor. Pero me cuido mucho y mis amigos me cuidan mucho. Mi editor Germán Coronado, mi hermana menor que me visita todo el tiempo y me trae helado de café porque sabe que me gusta. Y así.
En abril de 1964, Bryce y François Mujica, ambos becados por el Estado Peruano para estudiar un año en París, se embarcaron en el puerto de Marcona, en el vapor Allen D. Christensen, de la Marcona Mining Company con destino al puerto francés de Dunkerque.
La travesía demoró 17 días y, en ese trayecto, sellaron una amistad que duraría toda la vida, escribe el editor Germán Coronado en el prólogo del libro.
Mujica retornó a Lima al año siguiente. Bryce decidió no regresar con él. Viajó al Perugia para escribir su primer libro de cuentos, y se quedaría en Europa otros 36 años.