La incertidumbre alrededor del destino de los restos del genocida Abimael Guzmán sacude las aguas ya en permanente agitación de la política peruana. Y un escritor como Alonso Cueto sabe que, desde el caso del cuerpo vencido de Héctor en La Iliada, el destino de los restos del enemigo siempre ha generado abierto conflicto. Pero el el caso del líder de Sendero Luminoso, el novelista nos recuerda que fue el propio Guzmán el que había anticipado lo que vivimos hoy día, cuando la misma noche de su captura, dijo a los policías “podrían acabar con mi cuerpo, pero lo que hay acá es lo que queda”, desafiaba en teatral gesto señalándose la cabeza. “Ese fue uno de los momentos más famosos de su captura”, recuerda Cueto.
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Para uno de nuestros mayores escritores, el gran tema que debemos atender los peruanos es la necesidad de contar con una cultura, una educación, una visión del mundo que nos evite creer que la violencia es una solución a nuestros problemas, que por más duros que estos sean, no es viable el camino elegido por los homicidas. “Abimael Guzmán tuvo una vida inestable y enloquecida, una serie de problemas familiares que generaron en él un odio al mundo. Y usó el marxismo como estructura a su odio, como un instrumento para darle empleo a su odio”, explica.
Para Cueto, la idea que debe prevalecer en el debate es que, si bien se puede entender que hayan locos y genocidas, lo que resulta preocupante es que exista gente que piense que sus prédicas puedan ser una solución. “La gran pregunta no es qué hacer con el cuerpo de Abimael Guzmán, sino qué hacer con su alma. El cuerpo pasará por una serie de trámites burocráticos, pero su alma, envenenada y homicida, llena de odio por la gente, nunca debe ser un ejemplo a seguir”, afirma.
–Mucha gente le atribuye solo a Fujimori la responsabilidad de la corrupción que nos habita y la forma en que se ejerce hoy la política. ¿Pero cuál es la herencia que nos dejó Sendero? ¿Cómo nos llega hoy su veneno?
Yo creo que el veneno de Sendero está siempre presente en una sociedad injusta, desigual, con elites desinteresadas de lo que pasa en el país. Si no cambia eso, siempre habrá un caldo de cultivo para la violencia. Algunos empresarios, en los últimos años, han tenido conciencia de eso. El peruano es una persona que no abraza causas radicales y homicidas, nuestro punto de temperatura cultural está más bien en las soluciones comunitarias, somos un país colectivista, y aunque atacado por la desigualdad, parte de ese espíritu colectivo aún funciona. Un movimiento como Sendero, que ahora ha perdido su cabeza, está condenado a desaparecer, creo yo. Era un movimiento basado en el culto a una persona. Podrán surgir otros, pero se necesitan muchas condiciones para que surja algo parecido, como por ejemplo, la destrucción del Estado lograda por la dictadura militar.
–La noticia de la muerte de Abimael ha creado una nueva polarización. Para algunos, si no estás bailando sobre sus huesos, eres sospechoso de terrorismo...
Ha hecho bien el Poder Judicial de no darle el cuerpo a su viuda. En mi opinión, lo que llevó al surgimiento de Sendero fue la dictadura de Velasco y de Morales Bermúdez, que arrasó con la economía peruana y empobreció a los campesinos y a las clases más bajas. Creó un mundo marcado por la violencia y el autoritarismo. El gran problema de América Latina son las autocracias: lo ves con Bolsonaro, con Daniel Ortega, con Nayib Bukele, y lo ves aquí también. En el Perú tenemos una autocracia caótica, porque hay varios que quieren apoderarse del poder. Antes, los novelistas hacíamos novelas sobre la dictadura, ahora tenemos que hacer novelas sobre el caos en el que vivimos.
–¿Cómo ves el momento en que la muerte de Abimael ocurre en tiempos que la oposición justamente exige al gobierno una toma de posición más clara frente a grupos vinculados con Sendero?
Esto era una oportunidad preciosa para que el gobierno deslindara. Y no lo ha hecho con la suficiente firmeza. Lo ha hecho, pero no de una manera tan tajante como se esperaba en un gobierno acusado de tener en sus filas a simpatizantes del Movadef. Hubiera debido ser mucho más tajante. Ha sido claro, pero no tajante con ideologías homicidas como la de Sendero. En fin, es uno más de los desatinos a los que nos tiene acostumbrados este gobierno.
UNA NOVELA MUSICAL
Uno pensaría que hablar a continuación de “Otras caricias” (Penguin Random House), la más reciente novela de Alonso Cueto, supondría cambiar radicalmente de tema en esta entrevista. Sin embargo, como ocurre en gran parte de las historias del escritor, la novela aborda un tema planteado líneas arriba: las diferencias de clase, las injusticias sociales, el desinterés de las élites por la cultura popular.
Lo que sorprenderá al lector de Cueto tiene que ver más bien con el escenario de su nueva ficción: la música criolla y las peñas como sus templos de culto. Es la historia de Albino Reyes, un viudo sesentón, quien de día ejerce como profesor de literatura en un colegio secundario y de noche es cantante en un humilde local de música criolla. En una de estas veladas de poco público, conocerá a Andrea, su más ferviente seguidora. Y algo cambiará en el compás del resignado corazón del intérprete.
–¿Cómo nace tu interés por el género de la música criolla?
Es un gusto que viene de mi familia. El día que mi padre conoció a mi madre fue en un paseo de docentes, donde mi madre, en el regreso del ómnibus, se puso a cantar. Al día siguiente, recibió un ramo de flores de mi padre con una nota que le agradecía por sus maravillosas canciones. ¡De cierto modo, yo existo gracias a la voz de mi madre! (ríe). Cuando estaba cerca de morir, yo le pregunté qué fue lo más importante que le había ocurrido en la vida, esperando como respuesta el recuerdo de algún viaje o alguna anécdota con mi padre.
Sin embargo, con una voz ya muy gastada, me contestó: “Lo más importante fue aprender a cantar”. La música es un don misterioso que inventamos para nosotros mismos. En la universidad me hice un gran devoto de la música criolla, con los amigos frecuentábamos peñas y reuniones. Cuando estuve hace algunos años en la unidad de cuidados intensivos, después de una operación en la que estuve muerto por minutos, cantaba para mí mismo, tratando de animarme.
–¿Cuál es tu altar personal?
Cuando era joven, había cantantes como Eloísa Angulo, Rafael Matallana, o el mismo Zambo Cavero y Óscar Avilés. Luego me hice un gran devoto de la música de Susana Baca. Y claro, hay dos grandes paradigmas: el de Felipe Pinglo y el de Chabuca Granda. Lo que hace Chabuca es no solo escribir obras maestras, sino hacer una difusión del vals a toda la sociedad peruana, cosa que no pasaba antes. Cuando Pinglo muere en los treintas, no era una figura conocida. A esos dos nombres se puede añadir el de Mario Cavagnaro, que era un gran compositor también.
Siempre me sorprendió el poder que tiene el vals como género musical, tan distinto al de otros géneros populares latinoamericanos como la ranchera o el tango. El vals trae el compás de los valses vieneses, pero aquí se le da un contenido, una apelación muy particular. Los valses intentan que el oyente pueda mostrar una ternura oculta. los sentimientos y emociones más delicadas y frágiles, recubiertas con una capa de costumbres. Los valses le piden a sus oyentes que desechen todas sus máscaras para mostrarse como lo que realmente somos: seres desamparados y vulnerables.
–“Que sufra mucho pero que nunca muera”, es casi el mantra que se repite para hablar de la salud de la música criolla. ¿Cuál es la razón de su crisis permanente?
Como lo señaló Steve Stein, se piensa que el criollismo corresponde a una época de reivindicación de los valores sociales obreros, ligado al desarrollo de las fábricas en la primera mitad del siglo XX. Algo que ya no tiene lugar en el mundo moderno, más veloz, intenso y fugaz. Algo a lo que responde mejor el reggaetón, por ejemplo. Sin embargo, yo veo a mucha gente joven, incluso niños cantando valses y landós. Hay una zona del espíritu que el vals interpreta mejor que ningún otro género. Puedes verlo ahora en intérpretes como Eduardo Abán, Jessica Aliaga, Karin Vásquez, Piero Aldana, entre muchos otros.
–La peña, en esta novela, se convierte en un espacio de acercamiento entre clases sociales. ¿La música criolla, como la gastronomía, genera un espacio de encuentro?
Así es. La peña es un espacio sagrado, de comunión, de interacción. Es como un ritual donde se integran diferentes clases sociales, el mismo papel que ha tenido la gastronomía. Yo creo que la integración en el Perú es difícil, pero posible. Hay más posibilidades ahora de lo que había hace 40 años.
–En la novela aparece el tema de la “elegancia” como algo muy propio del músico criollo. Es ella la que le permite enfrentarse a quienes lo discriminan.
Una vez fui a una peña en la que tocaban el Zambo Cavero y Oscar Avilés, y decían eso: “Esta música solo la entiende la gente noble, elegante, culta y refinada. Y mira tú qué bien se vestían ellos. Vestirse bien no es una ostentación, sino un homenaje hacia lo que ellos hacen. Siempre he visto a los cantantes criollos, hombres y mujeres, muy bien vestidos. Con modestia, no con prendas caras, pero sí con una elegancia natural, no prefabricada. En el buen sentido, la elegancia es una manera de entrar en el corazón de la realidad, es un intento por descubrir el fondo de lo que somos.
–Las tensiones de clases es lo que define la relación entre el veterano cantante Albino y Andrea, la asidua visitante a la peña donde él canta. Hemos hablado de la música criolla como espacio de encuentro, pero también hay contradicciones que parecen negar esta posibilidad.
Evidentemente, hay brechas y diferencias. El Perú será un país próspero el día en que tengamos respeto y valoremos nuestras culturas. No una valoración externa, de postal de Machu Picchu, sino una comprensión de nuestra música costeña, andina, amazónica. De nuestra historia y nuestras artes tan ricas, tan llenas de personajes. Lo que puede hacer la cultura de un país es darle símbolos comunes a la gente, puntos de unión. Y eso genera una sociedad más integrada. Eso supone acabar con la peor lacra de la historia del Perú, que es el racismo y la discriminación.
–“Para el cantante de vals, la muerte es un gesto de cortesía hacia la mujer amada. Me muero, me retiro, porque no quiero molestarte”, escribes a propósito del vals “Nube gris”. ¿Es el vals criollo un producto del romanticismo tardío?
Puede ser. Yo comparo esa canción con una ranchera mexicana que dice: “Ando en busca de una ingrata, de una pobre presumida, que se fue con mi querer. Traigo ganas de encontrarla para enseñarle que de un hombre no se vuela una mujer”. Allí tienes una diferencia curiosa.
–“Otras caricias” habla de la pasión del artista desarrollada dentro de la mayor precariedad, que tiene que pagar por grabar su disco, que es incapaz de distribuir su música, sin ninguna industria cultural que lo respalde.
Albino, el personaje de esta historia, es un tipo que asume su arte como una vocación religiosa. Es un fanático de esa vida, de esa entrega. Incluso siente menosprecio por alguien que haya abandonado su vocación para dedicarse a algo más rentable. No espera ni reconocimiento ni éxito económico por ello. Siempre que es una manera coherente de vivir la vida tal como él la percibe.
–¿Cuánto te identificas en Albino como artista?
Yo no sé si soy así, pero es algo que admiro en él. Siento que él está defendiendo una vida capaz de llegar a experiencias que lo revelan, que lo enriquecen, pero al mismo tiempo que la música es una experiencia colectiva, comunitaria. La peña es una iglesia y él lo siente así. Por eso no espera nada de las instituciones. Nunca reclama nada, nunca protesta. Se da cuenta de quién es y quiere seguir siéndolo.
–En esa precariedad del oficio artístico podría identificarse también cualquier escritor o artista plástico local. Albino representa la condición del creador peruano, profundamente ninguneado por su sociedad...
Ninguneado por su realidad, por los sonidos de la ciudad, opuestos a los sonidos que él busca. Desde el reggaetón a los ruidos de la vida política. Él es un idealista, un apóstol y está feliz de serlo. No se imagina su vida de otro modo.
–No te había hecho la pregunta más urgente: ¿tú cantas?
Yo canto todo el tiempo. Algunos de mis valses preferidos, como “Muñeca Rota” de Serafina Quinteras o “Sincera confesión” de Erasmo Díaz. Nunca lo había hecho en público, salvo una noche, en México, en un restaurante que ofrecía conciertos. Alguien descubrió que yo era peruano y me hicieron subir al escenario. Y canté varias piezas. El guitarrista me decía, “¡Siga, siga porque esta música me encanta, y nunca tengo ocasión de tocarla!” No sé cómo habrá salido eso, pero terminó con el público gritando “¡Viva el Perú!”. Esa fue mi única (y desafortunada) performance.
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