Los abordajes a la obra de autores canonizados, aquellos que integran una especie de santoral elevado a los altares de la veneración, suelen enfrentar una serie de escollos signados por la ambivalencia. ¿Será factible decir algo novedoso de textos que ya han soportado innumerables inquisiciones hasta reducirse al lugar común? De otro lado, la proliferación de fuentes bibliográficas previas supone la salvación para el estudioso. El campo está arado y los temas centrados, lo que permitiría, si se cuenta con una visión aguda, prolongar algunos de los hallazgos relevantes en torno al objeto diseccionado, sin neurosis u obsesiones fetichistas por la originalidad radical –o el temor a quien se considera ‘albacea’ o ‘viuda terrible’ del finado–.
Con Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) ocurre aquello: la abundancia incontenible de variados relatos críticos alrededor del gran narrador lime- ño constituyen una montaña mágica que solo unos cuantos logran sortear en cuanto a ángulos no visitados o amenazados por la salvaje competencia. Antonio González Montes (Lima, 1949), académico de la lengua, ha dedicado gran parte de sus quehaceres a la literatura peruana del siglo XX. Son reconocidos sus trabajos vallejistas. Ya había explorado la escritura del artífice de “La palabra del mudo” en un libro precedente (2010). Con “Julio Ramón Ribeyro: el mundo de la literatura” (UNMSM), prosigue su ejercicio a propósito del gran cuentista, a quien el pleno reconocimiento le fuera esquivo hasta que obtuvo, poco antes de su muerte, el consagratorio premio Juan Rulfo.
El volumen fija su mirada en aspectos que han sido pasados por alto –o fueron poco atendidos– y que González Montes rescata con amplitud: las ideas reflexivas de Ribeyro sobre la creación y cómo estas se proyectaron tanto en las ficciones como en ensayos o textos afines. Desde “Los gallinazos sin plumas” (1955) –como apunta AGM–, tales inquietudes afloraron incluso a través de un prólogo, en el cual expresaba sus propias preguntas y respuestas acerca de ese quehacer. Deudo de la modernidad, JRR estaba convencido de cuán urgente era delimitar el plano de los hechos –o fábu la– del terreno de la trama, es decir, el diseño o composición. El tratamiento del asunto, sin embargo, a diferencia del segmento dedicado a “Cuentos de circunstancias” (1958) –impregnado por los hallazgos teóricos de la narratología de Bal o Genette, algo distanciados del punto esencial– luce mejor organizado al cierre del primer capítulo. En este, González Montes analiza “Los geniecillos dominicales” (1965), una novela donde se describe el mundo literario e intelectual de la década del 50. Los protagonistas encarnan todas las grandes aspiraciones del momento que, al final, colisionan con la realidad paupérrima, nada estimulante para jóvenes hambrientos de transgresión sin armas sólidas para afrontar la empresa.
El balance de discursos cohesionados alrededor de un eje se obtiene en los dos restantes capítulos, orientados hacia la prosa no ficcional de hitos como “Prosas apátridas” (1975), “La caza sutil”, (1976) y “Dichos de Luder” (1989) –atendidos en el segundo bloque–. Aquí, el sistema intuitivo elaborado por González Montes funciona con pertinencia a los objetivos generales: una exploración libre de la importancia gravitante que implicó, para JRR, el misterio de la escritura, de sus posibilidades para dar cuenta del entorno baldío de lo contemporáneo. En una especie de ‘crescendo’, la sección de cierre, dedicada a “Solo para fumadores” (1987), nutre la impresión de que las piezas del modelo adoptado por AGM son ciertamente operativas cuando no las surten instrumentos de árida teoría. El peligroso vínculo entre el cigarrillo y la condición del artista brindaría algunas de las páginas más inolvidables del maestro, a quien González Montes ha sabido interpelar con rigor y pasión.