La Lima de 1881 era muy distinta a la de hoy. Por entonces, un tercio de su población era extranjera, en su mayoría europeos y chinos. Era una ciudad onírica, señorial, aquella a la que siempre le cantó el criollismo. Esa ciudad ya no existe, como tampoco existen para la historiografía (tanto peruana como Chilena) aquellos tres años en que la llamada Ciudad de Los Reyes fue ocupada por el ejército del país del sur. Tres años perdidos, olvidado todo lo resistido por sus habitantes. Estos vacíos en nuestra historia le llevaron al poeta y ensayista Bruno Pólack a escribir “La ciudad que no existe” (Planeta), detallada investigación en la que, en lugar de investigar en batallas o contar los milímetros de blindaje de las naves en combate, desmilitariza lo heroico para revelarnos cómo la sociedad limeña que resistió la ocupación tenía también muchísimas conexiones familiares con el país del ejército invasor.
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Entre esos capítulos, Pólack inserta una memoria mucho más íntima: la de su propia familia, la de su tía abuela Carmela Cavassa, que muy joven partió a Santiago con su hijo en brazos, para buscar a Carlos Mellibosky, cronista deportivo chileno que un par de años antes había llegado a Lima siguiendo la gira del Colo Colo antes de conocerla. Sin embargo, a pocos días del nacimiento de su hijo, la abandonó tomando el primer vapor en el Callao rumbo a Valparaíso. Tras la reconciliación, la familia Cavassa se extendieron hacia el sur. El hijo de ambos, el tío Ernesto, recibe al autor en casa y a sus 93 años, recuerda la historia con admirable lucidez.
–En los Simpson, Matt Groening nos enseña que una ciudad como Springfield necesita de otra como Shelbyville para odiar y diferenciarse. ¿Toda cultura debe tener siempre un enemigo elegido?
En gran medida, la imagen del enemigo es una invención de los gobiernos. Por ejemplo, viví de niño en el Ecuador, y fui testigo del permanente fastidio que se tenía contra los peruanos. Sin embargo, una vez zanjado el tema de los límites, el problema desapareció. La exacerbación del odio será siempre una estrategia de los gobiernos y del poder de turno.
–¿Crees que la animadversión que parte de las generaciones mayores mantienen con Chile se debe al discurso de la dictadura militar, en tiempos de la conmemoración del centenario de la Guerra del Pacífico?
En gran parte. Puedo verlo en mis tíos y familiares mayores, que crecieron con esa educación. Un enemigo externo es algo muy utilitario para los gobiernos, es un recurso para unir a la población. Eso pasó con Chile, con motivos de peso, por supuesto. Pero mira cuanto territorio hemos perdido desde el comienzo de nuestra República con todos los países vecinos. Nuestro millón trescientos mil kilómetros cuadrados de territorio actual es cerca del 60% de lo que teníamos al comienzo de la República. Y los fuimos perdiendo como si no importada nada, en su gran mayoría territorio amazónico. Sin embargo, la Guerra del Pacífico nos remece porque, ensayando una respuesta, pienso que fue un golpe directo al Perú formal.
–Un fenómeno como el de Tarata. Tras el atentado de Sendero Luminoso, recién la capital pareció darse cuenta de que el país vivía una la guerra contra el terror.
Exactamente. Igual que durante la Guerra con Chile, el Perú formal aún no puede entender al país real. Lo que sucede con este gobierno es un ejemplo de nuestra dificultad de entender al país fuera de Lima.
–Una de las cosas más curiosas del libro es la encuesta informal que haces llamando al azar a personas por teléfono para preguntarles su conocen la historia de la ocupación chilena de Lima durante tres años. Y muy poca gente lo sabía. ¿Por qué crees que este episodio es pasado de forma tan ligera por la historiografía peruana?
El haber sido ocupada tres años es el suceso más traumático de Lima. Y lo curioso es que también, a su manera, lo fue para Chile, que tampoco abunda sobre este tema en su historiografía o en su imaginario. La verdad es que Chile no tenía intención de ocupar Lima durante tanto tiempo, ellos querían firmar rápidamente un tratado de cesión de territorio e irse. Por eso mismo he tratado de abordar el tema de la manera más delicada, no quería seguir con el ánimo de dividir y confrontar. Viendo al otro siempre como un enemigo.
–La ocupación duró tres años porque el resto del país no quería rendirse. Y Chile quería imponer la legalidad de la guerra moderna para anexarse los territorios que buscaba.
Es interesantísimo. Desde la Guerra Franco Prusiana, el derecho en la guerra cambió muchísimo, así como el derecho humanitario. No se debería hablar de la Guerra del Pacífico sin mencionar a un autor importante como es Inglaterra, algo que se obvia de manera olímpica. Inglaterra estuvo detrás de la guerra. Y si Chile intentó por todos los medios hacer una guerra apegada al Derecho (el propio Lynch iba con un abogado al lado en cada acto que participaba) como mandaban las guerras modernas, fue para poseer legalmente esos territorios ricos en guano y salitre, que luego sirvieron a los empresarios ingleses.
Recordemos que, cuando el presidente Balmaceda en Chile intentó subir algo los impuestos por el usufructo de esas tierras antes peruanas y bolivianas, terminó en la Guerra Civil de 1891, tuvo que refugiarse en la embajada argentina y poco después murió. Y luego tenemos la famosa matanza de la Escuela Santa María de Iquique, el 21 de diciembre de 1907, donde murieron trabajadores del salitre chilenos, peruanos y bolivianos por reclamar frente a las míseras condiciones de trabajo. Eso te dice realmente cuándo terminó la guerra, te das cuenta que la guerra no es entre los pueblos, sino que es azuzada por los intereses de personas detrás de los gobiernos.
–¿Cómo ha sido la investigación bibliográfica frente a un tema poco investigado como el de la ocupación?
En el Perú el tema se ha tocado muy poco. Jorge Basadre, nuestro gran historiador, lo pasa rápido. La historiadora Margarita Guerra es quien más ha investigado al respecto y tiene libros fundamentales. El archivo Courret que resguarda la Biblioteca Nacional es muy interesante, también. Tuve la suerte de ir a Santiago e investigar en su Biblioteca Nacional. Gran cantidad de datos los conseguí en la hemeroteca, viendo los periódicos de la época. Es un tema aún por investigar y descubrir, con la idea de conocer y curar.
–Narras escenas en que el Huáscar asola las costas de Lima. Parece la imagen del mundo al revés.
Cuando descubrí ese tema fue como una bomba. ¿Cómo contar la historia del Huáscar con Bandera chilena? Traté de hacerlo de la forma más delicada y respetuosa.
–Es la historia de un Huáscar zombi, digamos…
Al final terminó siéndolo. Nunca volvió a la gloria que tuvo con Grau y su tripulación. El monitor fue una especie de barco zombi en la bahía de Lima, disparando contra la primera línea, el Reducto 1, al mando del coronel Andrés Avelino Cáceres. Su capitán, curiosamente, es mitad chileno y mitad peruano, Carlos Condell de la Haza. Es un recuerdo doloroso pero cierto.
–Frente al miedo de que Lima sea destruida como sucedió con Chorrillos y Miraflores, apareció un héroe como Petit Thouars. En tu libro sueltas una hipótesis muy interesante: que la salvación de la ciudad pudo ser otro milagro de Santa Rosa, de quien el militar francés era devoto.
A pesar de ser francés y de tener poco tiempo en el Perú, Petit Thouars se hizo muy devoto de Santa Rosa. Él mismo cuenta que, ya estando en las costas de Valparaíso, de retorno a Europa, sintió una corazonada, un pálpito, un súbito recuerdo de Santa Rosa lo hizo levantar anclas y regresar a Lima. Y fue a las afueras de la ciudad donde conversó con Baquedano para que no sucediera con Lima lo que pasó en Chorrillos. De alguna manera simbólica, se puede decir que Santa Rosa volvió a salvar a Lima entonces. No de la ocupación, pero sí de la destrucción.
–Patricio Lynch, quien dirigió la ocupación, podría encarnar al villano perfecto. Su obsesión por dar caza a Cáceres lo define.
Es un personaje de novela. Era un militar apegado a las órdenes, minucioso. Y por sus expediciones al norte, lo recordamos como uno de los enemigos más crueles de la Guerra del Pacífico. En Lima intentó hacer una ocupación ordenada, pero poniendo aranceles muy altos a los vecinos de Lima. Es un villano perfecto. De alguna manera extraña, es muy poco recordado en Chile. Mucho más recordados son Prat o Baquedano, el militar chileno más importante en la guerra, cuya estatua tuvo que ser sacada de la Plaza Italia, ahora Plaza de la Dignidad, de tantas pintas que le hacían.
–Aquí, en el Perú, ninguna manifestación osaría pintar el monumento a Grau, por ejemplo.
Y no por su condición de marino, sino por el respeto por Grau como ser humano. En Chile, en cambio, sus héroes son militares vencedores, y por eso no gustan a la gente. En el Perú los héroes son seres humanos, personas de carne y hueso, sus muertes son poéticas, románticas, como las de Grau, Bolognesi, Alfonso Ugarte o Leoncio Prado.
–¿Qué podríamos decir de Miguel Iglesias, considerado un traidor tras firmar la paz con Chile?
Me lo he preguntado mucho. La vida de Iglesias se queda detenida en el momento exacto de la firma del Tratado de Ancón. Obviamente los peruanos somos muy románticos y pensamos que podría haberse resistido hasta el final. Pero Iglesias tomó una decisión realista. Siempre me he plegado a los caceristas, a mí también me hubiera gustado esperar la batalla final para tomar Lima, pero eso no iba a suceder nunca. El Perú estaba dividido, los hacendados no querían que sus trabajadores se enrolaran en el ejército. En efecto, la figura de Iglesias es complicada. Es la del hombre pragmático que hizo lo que debía de hacerse. Pero los peruanos nos quedamos con Cáceres que peleó incluso después que se fueron los chilenos hasta derrocar a Iglesias.
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