La importancia de Mario Vargas Llosa por Jeremías Gamboa
La importancia de Mario Vargas Llosa por Jeremías Gamboa
Jeremías Gamboa

Era 1995 cuando leí “El pez en el agua”, el libro de memorias que había escrito después de su derrota ante Alberto Fujimori en las elecciones presidenciales de 1990 y que había sido publicado apenas dos años antes, en 1993. Recuerdo claramente esa primera edición del sello Seix Barral que me prestó un amigo con ojos alucinados. Yo tenía apenas 20 años y no exagero si digo que cuando terminé de leer sus 538 páginas era una persona absolutamente distinta de aquella que abrió la primera página de ese ejemplar. Creo que ha sido el libro más influyente que he leído en mi vida. Cuando lo acabé sabía a qué me quería dedicar, hacia dónde tenía que concentrar todos mis esfuerzos a partir de entonces, cuál tendría que ser mi lugar en el mundo y qué tipo de fe, de voluntad y de tenacidad necesitaría para llevar a cabo ese sueño.

No estaba solo, claro. Con el paso del tiempo, conversando con otros escritores de mi generación, descubrí que durante esos mismos años, en la temible década de los noventa en la que fraguábamos nuestras vocaciones frente a las bombas, la guerra y la dictadura, muchos de nosotros encontramos en la lucha de ese chico que estudió en un colegio militar y en una universidad estatal bajo una dictadura y una represión equiparables a la nuestra, algo así como un manual de vida o de resistencia, una manera de imaginar la luz en medio de la precariedad. El testimonio frontal y descarnado de ese escritor venía a materializar en primera persona algo que ya había desplegado en ensayos desmitificadores sobre novelistas aparentemente sobrenaturales como Flaubert o García Márquez: que el escritor no era un dotado de genio innato, sino una persona obsesiva y tenaz que forjaba su talento desde sus incapacidades; que no era un genio que escribía en limpio sino un obrero que trabajaba un manuscrito cientos de veces lidiando con el error; que no era un elegido por las musas, sino un hombre común y corriente que más bien elegía su destino. Si algo lo diferenciaba del resto era el fuego interior con el cual defendía ese destino.

Desde hace un tiempo creo que libros como ese y otros como “La tía Julia y el escribidor” o “Historia de Mayta” han motivado muchas de las novelas de ficción autobiográfica, no ficción y autoficción que varios miembros de mi generación han escrito de la misma manera en que sus primeras ficciones (“La ciudad y los perros”, “Conversación en La Catedral” o “La casa verde”) siguen resonando en aquellas novelas sociales o de compromiso político que autores de todas las edades no han dejado de concebir. Creo que el punto de encuentro entre las dos tendencias, ambas prefiguradas por la obra del mismo hombre, es el modelo de escritor. Lo que hizo Vargas Llosa por todos quienes lo sucedieron fue bajar de las nubes un oficio que parecía inalcanzable y ponerlo a disposición de los crédulos, los tercos, los tenaces. Yo, por mi parte, no dejo de releer pasajes de ese libro maravilloso de 1993 en busca de fe y de sentido cada vez que el trabajo me entrampa en la incertidumbre o la oscuridad. Y debo confesar que, llegado el momento, no paré hasta conseguir un ejemplar firmado por el propio Nobel para dárselo a Rodolfo en uno de sus cumpleaños. Era lo menos que podía hacer por esa persona que, mediante el simple hecho de prestarle su libro favorito a un amigo, le cambió la vida para siempre. 

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