La historia de cómo se gestó “La buena suerte” (Alfaguara), la más reciente novela de la española Rosa Montero, daría material para un cuento. Ella iba en un tren con dirección a Málaga para dar una conferencia literaria y, de pronto, el AVE se detuvo en la estación de un pueblo moribundo. Puso atención en una de sus construcciones más destartaladas y se sorprendió al ver el cartel de “Se vende” colgado de la ventana. Ciertamente, se trataba de un ejercicio de optimismo. ¿Quién en su sano juicio podría comprar ese lote perdido en medio de la nada? Se le ocurrió entonces la posibilidad de un personaje bajando en aquella estación, dispuesto a comprar ese piso horrendo para encerrarse allí. ¿Por qué lo haría? La respuesta le llegó diáfana: porque era alguien que se quería castigarse.
“La Buena Suerte” se desarrolla en un pueblo ficticio llamado Pozo Negro, que funciona como uno de los personajes de la novela. Montero lo imaginó como un emporio industrial del siglo XIX, crecido artificialmente en torno a una mina de carbón. Y cuando ese recurso se cerró en los años 60, como sucedió en tantos otros pueblos carboníferos en la península, de repente empezó a morir sin que nadie lo advierte. Es un mundo agonizante, sin futuro, una trampa vital. Y a su estacion desciende Pablo, el protagonista de la novela, alguien que, como señala la escritora en esta entrevista vía zoom, busca salir de su vida. “Ha sido herido por el rayo de una desgracia inesperada, súbita, feroz. Eso le desbarata la vida de tal modo que no puede seguir habitándola”.
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Así, un hombre se baja de un tren, adquiere un departamento horrible y desde allí ve ir y venir vagones desde la ventana, evidente metáfora existencial. Ve pasar la vida, sin poder reincorporarse a ella. Y, como comenta la popular autora, le llevará toda la novela volver a intentarlo.
– Esta novela va de trenes y estaciones. Lo común es que uno sienta la inquietud, el desasosiego por perder un tren, pero aquí pasa lo contrario: lo que sucede cuando decides bajarte de él.
Siempre tenemos todos los humanos, y por eso quizá conecta la novela, tenemos esa inquietud, ese deseo en algún momento de escapar de nuestra propia realidad, aunque nos guste nuestra vida. El deseo de ser otro es básico, es muy humano y es esencial porque venimos al mundo con tantísimas posibilidades. Cuando venimos al mundo podemos ser cualquier cosa, astronauta o bombero, yo que sé. Y luego el tiempo nos va cortándonos, va podando esas posibilidades hipotéticas y nos va dejando encerrados en nuestra propia vida que siempre es muy pequeña, aunque sea una vida maravillosa y grande, siempre es muy pequeña si la comparas con nuestras posibilidades y nuestros deseos. Siempre tienes esas ganas de ser otro. Es por eso que soy novelista, porque la novela es, esencialmente, un viaje al otro. ¿Qué pasa cuando te bajas de verdad de tu propia vida? No lo sé. No lo he hecho nunca. Lo he vivido con Pablo, el protagonista de la novela. ¿Qué puedes hacer con eso? Es una oportunidad también, para buscar una destrucción mayor o para recrearte.
– Me pasa con tu novela que es muy difícil hablar de ella sin cometer ‘spoiler’.
Gracias (ríe).
– Está llena de pistas que llevan a otras. ¿Cómo planificas ese mecanismo de relojería para ir soltando información a cuentagotas?
Eso nos lleva a lo que es el oficio de escribir ficción. ¿Cómo se avanza en el oficio de escritor? Pues se avanza como si llevaras una brida para guiar dos caballos, que además van cada uno en una dirección distinta. Por un lado, la madurez del escritor exige la pérdida del yo, del yo consciente, del yo que controla. Julio Ramón Ribeyro decía que una novela madura exige la muerte del autor, su muerte metafórica. Hay que borrarse, convertirse en un médium que deja pasar sin trabas y sin manipulación esa historia que le cuenta el inconsciente. El autor maduro es el que de verdad se deja contar la historia por sus personajes. Y cuesta mucho. Es un viaje hacia la destrucción del yo y del control que te lleva la vida. Porque no queremos perder el control, porque nos da miedo. Y realmente es un viaje de destrucción de ese control. El otro caballo resulta todo lo contrario: a escribir se aprende escribiendo, lo he dicho 20 mil veces. ¿Y que quiero decir con esto? Es la artesanía, es la carpintería de las palabras, son todos los recursos, todos los efectos. Tú tienes la novela que ha salido de tu inconsciente y que tu yo no ha tocado, y entonces el problema es pasar todas esas emociones y esa belleza a la página. Ese es el problema. Cuando yo empezaba a escribir mis novelas, las tenía dándome vueltas como un tiovivo magnífico, y cuando las escribía sentía que solo pasaba el 10% al papel. Ahora, consigo casi pasarla tal cual la he imaginado. Y eso lo vas aprendiendo. Es como el carpintero que de joven hacía las patas de un mueble cada una distintas. A los 40 años de hacerlas, le salen torneadas y suaves. En mi caso, a mí también ya me salen torneaditas (ríe).
Has comparado la estructura de tu última novela como la de un cubo de Rubik.
Es un artefacto de relojería para ver en qué momento, de qué manera, vas contando la historia, con un narrador que tampoco sabe lo que va pasando, y te lo dice, te lo apunta, te captura en su ignorancia y en su curiosidad. Y ese narrador además va metiéndose dentro de los personajes. Toda esa estructura, ir poniendo mentira y verdades, ya lo haces por intuición, como el que conduce, el oficio es la intuición del conocimiento.
– Parafraseas la famosa frase de Sartre “el infierno son los otros” para señalar que el verdadero infierno está aquí y somos nosotros. Una de las cosas que más perturban en tu novela es la colección de horrores tomados de casos reales, aparecidos en las páginas de los periódicos. Horrores que pensamos no nos pasarán a nosotros, y suceden. Nunca queremos vivir dentro de una página de policiales.
Es tremendo. Esta es una novela sobre el bien y el mal. Pero sobre el mal con mayúscula, sobre el mal absoluto. Ese mal que no tiene razón de ser y que por esa sinrazón nos vuelve locos. La novela misma dice que las religiones se inventaron para darle al mal un sentido para que no nos destruya. Y Pablo, el protagonista, es herido por un mal muy cercano, pues el pobre se pasa toda la novela intentando explicarlo. Que es lo que hacemos nosotros desde el principio de los tiempos, el mal es uno de los grandes problemas, esenciales y filosóficos, del ser humano. Pablo intenta explicárselo, pero no lo consigue. Porque no hay explicación para el mal, hasta ahora por lo menos. Por eso busca en esos ejemplos, como la personificación de ese mal absoluto y brutal que a mí, personalmente, me vuelve loca. No he encontrado un ejemplo mejor que el de esas familias, esos padres y esas madres que debiendo ser nido, apoyo y amor, y sin embargo en vez de serlo lo que hacen es torturar, violar y matar a sus propios hijos. Si tú pusieras eso como una historia inventada, no te lo creerían. Aunque lo hemos visto en los periódicos, lo olvidamos y lo negamos. Porque no podemos manejarlo. Pablo va haciendo esta recopilación de historias tremendas y espantosas, que nos muestran efectivamente que el mal existe. Pero la otra cosa que cuenta la novela, (y no es voluntarismo, para mí es una verdad clarísima) es que aunque el mal existe y es aterrador y enloquecedor, el bien es más fuerte. Y lo creo, sinceramente.
– ¿Cómo evitar el peligro del maniqueísmo al escribir sobre el Bien y el mal?
¡Hombre! El maniqueísmo, nace de la simplificación y de la mentira a la hora de describir una realidad. A mí me parece aterrador, he intentado huir de él siempre. Pero hablar del bien y del mal no es maniqueísmo, en el sentido de que son conceptos filosóficos, como principios a los que dirigirnos. Mis novelas, en general, creo que no son nada maniqueas, porque no tengo esa sensación de la vida, además. Al contrario, como soy muy empática, y tengo esa especie de humor compasivo, cervantino, creo que a todos los personajes les busco un punto medio. El mal, por desgracia, sí que existe en absoluto.
– En tu novela señalas que hay un 1% de psicópatas en la sociedad. ¿Porque parece entonces que el mal parece imponerse y copar los espacios de poder?
¿Sabes por qué parece? Precisamente porque estamos construidos mayoritariamente para el bien. Si no lo estuviéramos, las noticias del mal no ocuparían las primeras páginas de los periódicos, ni abrirían los telediarios, no nos chocaría, no nos molestaría, no discutiríamos sobre ello. No nos estaría, pues sería lo natural. Estamos construidos mayoritariamente para el bien. Por eso cualquier mal nos parece que nos inunda. Si miras la historia de la humanidad, desde luego que sigue habiendo horrores, pero visto en conjunto, el mal es un esfuerzo de gente muy pequeña. No es que el progreso sea obligatorio, en cualquier momento puede haber una hecatombe y volver atrás, pero aún así hay logros. Por ejemplo, el hecho mismo de que la esclavitud sea considerada hoy una aberración, aunque haya 60 millones de esclavos en el mundo ahora mismo, solo el hecho de que la esclavitud sea ilegal y aborrecida ese es un avance grandioso. O el hecho de que hasta el siglo XVIII tu nacías y dentro del horizonte de tu vida estaba, como posibilidad sumamente razonable, de que te torturaran. Ahora, aunque se sigue torturando, se considera abominable. Eso es otro avance inmenso. A Kant le admiraba que en una situación de guerra un soldado armado no matara sistemáticamente a todos, viejos y viejas, niños y mujeres que encontrara para robarles la comida, a pesar de que podía y que le convenía hacerlo. A pesar de eso Kant sacó su imperativo de moral categórico, decía que veníamos con un conjunto de valores morales. Y yo lo creo. Es una ventaja genética de la especie. Y no pasa solo con los seres humanos. En el mundo natural hay más estrategias de supervivencia basadas en la colaboración que aquellas basadas en la depredación.
– Y por otro lado, está el personaje de Raluca, que encarna la idea de que el amor nos salva. Ella será quien le aporte la luz a tu novela. ¿Así como tienes muy claro “la semilla” de tu libro, tienes clara la gestación de un personaje como ella?
Realmente nunca tienes los personajes claros. De hecho, son como como cuando conoces a alguien, cuando te instalas en una casa nueva y ves a tu vecino y no le conoces de nada, solo le ves la cara y la manera en que te ha dicho hola. A lo mejor se convierte en tu íntimo amigo o tu íntimo enemigo a lo largo de los años. Con los personajes sucede exactamente igual. Van creciendo y los vas los conociendo. Vas descubriendo cosas contradictorias. En ese sentido, Raluca fue creciendo y se fue convirtiendo en alguien cada vez más importante. Tanto que cambió el título de la novela. Se iba a llamar “el silencio” en referencia a esos silencios domésticos que ocultan monstruos y de repente llegó ella y dijo qué silencio ni qué tontería. Se va a llamar “la buena suerte”. Ella vive encaramada en esa potencia, esa alegría, esa virtud animal que hace que tus células zapateen de regocijo por estar vivas. Esa capacidad que ella tiene de contarse la vida de otro modo. Los seres humanos somos, sobre todo, narración.
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– Pienso que Raluca podría ser un ‘cyborg’ de tus novelas de ciencia ficción, parece más humana que los propios humanos.
Claro, sí (ríe). Es muy humana. Raluca tiene algo especial. Lo he pensado mucho a posteriori. Ella llegó y me enamoró. Empezó a crecer en mi cabeza hasta que estalló. Lo que tiene de especial es que es tremendamente inocente y sabia a la vez. Esa cosa tan paradójica de ser ambas cosas. De hecho, sabe tanto Raluca que le enseña todo al protagonista. Y al mismo tiempo es como si no supiera nada, como si cada día empezara su vida, intacta.
– Raluca dice que la alegría es un hábito. ¿Ser feliz implica una disciplina personal?
La alegría no tiene nada que ver con la felicidad. Lo primero, es una suerte. Soy de ese tipo de personas que un día sale a la calle y te encuentras con un día precioso, uno de estos cielos azules y preciosos de Madrid y te encanta y te sientes vivísima. Y salgo al día siguiente y está lloviendo y en medio de la bruma me siento igual de viva, diciendo “pero qué lluvia más bonita”. Me encanta vivir y me gusta casi todo. Y eso es una suerte. No sé a qué se debe, quizás sea una buena sopa química, tener altas dosis de oxitocina, o lo que sea, no tengo ni idea. Pero también se puede ejercitar. Sin duda. A mí me encanta la ciencia, me gusta mucho la neurociencia. Y están los últimos estudios científicos, en “La buena suerte” cito un libro magnífico que te recomiendo, “Incógnito” de David Eagleman, allí se demuestra que hacer el esfuerzo de pensar positivamente, lo que nos reíamos tanto de los libros y los gurús de autoayuda, ¡pues resulta que científicamente es real! (ríe). Proponerse pensar positivamente te cambia las redes neurales. Cuesta, pero de la misma manera que hay que hacer ejercicio para que no se te caigan los glúteos, hay que hacer todos los días el ejercicio de intentar contarte la vida de otro modo. No controlamos la vida, pero controlamos lo que hacemos. No controlamos lo que nos pasa, pero sí la respuesta con que hacemos frente a lo que nos pasa. En ese control nos jugamos la vida.
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