Ningún poema peruano está tan íntimamente vinculado al acto de reunirse alrededor de la mesa navideña que “El hermano ausente en la cena de Pascua”, escrito por Abraham Valdelomar en 1916, como parte del libro “Las voces múltiples”. La misma mesa antigua y holgada, de nogal,/ y sobre ella la misma blancura del mantel / y los cuadros de caza de anónimo pincel / y la oscura alacena, todo, todo está igual… Hace bien el poeta en no dar cuenta de los platos sobre ella, (la suculenta vianda y el plácido manjar); para evitar distraernos del sentimiento de vacío que evocan los versos que hasta hoy nos conmueven.
Sea hoy nuestra tarea imaginar esos manjares y viandas. Para ello, revisamos los ejemplos que nos ofrece la narrativa, la crónica y la tradición local sobre lo que los peruanos comimos y bebimos, siglos atrás, en la clara y serena noche de Navidad. Evocando los tiempos de la colonia, don Ricardo Palma en su tradición “Diciembre en la antigua Lima”, describe la mesa servida tras la misa de Gallo, luego del resonar de pitos, canarios, flautines, zampoñas, bandurrias, matracas y zambombas. “Para la cena el tamal era plato obligado”, señala. “Como no era higiénico echarse en brazos de Morfeo tras una comilona bien mascada y mejor humedecida con buen tinto de Cataluña, enérgico Jerez, delicioso Málaga y alborotador “quitapesares” (nuestro Pisco), improvisábase en familia un bailecito, al que los primeros rayos de sol ponían remate”, añade el tradicionalista.
Por su parte, en su texto “La Navidad limeña”, parte del libro “Una Lima que se va” (1921), don José Gálvez describe la fiesta y boato de las fiestas de antaño. Revisando archivos coloniales, señala que en los primeros años de la fundación de Lima, las mesas debieron ser especialmente modestas. “Aquellas viandas sabrosas, aquellos vinos, aguardientes, horchatas y licores que tanta fama dieron al sibaritismo limeño, no pudieron ofrecerse desde los primeros días”, advierte Gálvez, quien fecha la primera botella de vino producida en el país recién en 1560, producida en la estancia Marcahuasi, cerca del Cuzco. “Un tal don Pedro Cacalla se ganó las dos barras de plata de 300 ducados cada una, que ofreció el Emperador Carlos V al primero que obtuviese en el Perú el confortante jugo”, apunta el escritor. Por entonces, señala Gálvez, el vino era tan caro que a mediados de siglo XVI no podía conseguirse una arroba sino pagando por ella alrededor de 500 ducados. Igual escasez sucedía con otro preciado ingrediente, el azúcar. El poeta modernista da cuenta que, por entonces, estaba prohibido por ordenanza del Virrey hacer confituras, con una pena de 50 pesos de multa y decomiso de la producción. El codiciado endulzante, entonces importado de la metrópoli, estaba reservado solo a los tratamientos de enfermedades.
Eran tiempos de templanza y prohibición: “Las primeras fiestas de Navidad debieron ser muy tristes ya que el vino era cosa de sacra regalía, la confitura costaba un destierro, y la chicha que recibiera más tarde el nombre de “Orines del niño”, tampoco podía hacerse”, escribe Gálvez. Sin embargo, pocos años después, la producción local permitió que hubiese vino en abundancia, que se inventara el aguardiente, que la chicha se produjera de toda clase y color. En la mesa se servía la cena con tamales, empanadas, dulces de convento, chicha morada y pisco. “Lima, con su profesión de huertos y chacras, en las que prendieron los ricos brotes de los frutos que vinieron de España, pudo poner escuelas al paladar”, apunta el poeta.
Por su parte, Abraham Valdelomar, en su ensayo epistolar “Carta pascual” (1916), recuerda con nostalgia los banquetes de su infancia, en su natal Pisco, a finales del siglo XIX: “Sobre el blanco mantel había una cena regalada aunque humilde. Un lechoncito tostado al horno, con almendras y pimentones, holgado en hojas verdes de lechuga, plátanos; racimos de uvas pintadas, ácidas a la vista; una empanada de choclo dorada al fuego como joya de orfebre, y pan calientito. De la cocina llegaba el olor escandaloso de los chicharrones, humeaban los tamales en una fuente entre las marchitas hojas de banano y el ponche de agrás, oliendo a canela y nuez moscada, lucía en una jarra transparente. Además, rosas, claveles, jazmines, aromas y albahaca”, detalla.
Asimismo, en su relato “Cuento de Navidad” (1948), el escritor modernista Enrique A. Carrillo, narra la conmovedora historia de un empresario provinciano que, ahogado en deudas, se ve obligado a permanecer en Lima alejado de su familia, la noche previa a la Navidad. El triste protagonista intenta escapar a la algarabía de las fiestas en la cruel capital, pero su vecina lo anima a bajar al portal para compartir con los vecinos la cena pascual: “¡El comedor está lindísimo!, lo han iluminado con bombitas de colores”, dice la mujer. El hombre permanecerá en la habitación, pero a su ventana llega el olor de los tallarines, del pescado frito, del pavo y los espárragos a la parmesana y los helados de lúcuma: una cena retratada en un cuento fechado en 1948. Los sabores cambian, la fe se transforma, pero la tradición de reunirnos a la mesa, con quienes consideremos nuestra familia, permanece.