No todo lo que necesitas es amor, dice el subtítulo de este montaje en el programa impreso. Y es cierto. Sobre todo en el mundo del teatro, donde además de la pasión por llevar una obra a las tablas es necesario equilibrar sus elementos, controlar el entusiasmo y reconocer tanto fortalezas como debilidades.
“Love, Love, Love”, actualmente en el escenario del CCPUC, es una comedia dramática en la que a través de la historia de una pareja, contada en un acto de tres escenas, no solo nos volvemos testigos presenciales de su enamoramiento, vida en común y deterioro emocional, sino que asistimos a la catarsis de toda una sociedad en las últimas décadas del siglo XX.
Su autor es el celebrado dramaturgo británico Mike Bartlett, quien ahora viene recibiendo atención mediática por “El rey Carlos III”, una pieza inesperada, incómoda e hipotética sobre el ascenso del actual príncipe de Gales al trono de Inglaterra. Es decir, se trata de un autor con una visión crítica de la sociedad en la que vive, cuyas obras se enfocan en aspectos que van más allá de las experiencias de sus personajes. En eso radica el principal interés de su texto: el individuo ama, sufre, se desgasta, pero no lo hace de manera aislada sino dentro de un determinado contexto. La máxima de su dramaturgia parece ser que nadie escapa a su tiempo.
Es lo que ocurre en “Love, Love, Love”. Los amantes Kenneth y Sandra desarrollan una relación a lo largo de cuatro décadas, durante las cuales sus respectivas personalidades y egoísmos pueden parecer atemporales. Y lo son en el sentido humano, pero la manera en la que enfrentan sus demonios y condiciones materiales son parte de una era.
En la escena local es dirigida por Mikhail Page, un director que cuenta con una carrera bastante prolífica. Asume su tarea con buen humor y lo proyecta desde que la obra comienza. Pero a partir de entonces comenzamos a dudar sobre lo que nos quiere contar, el tono que intenta asumir y el abrupto cambio de ritmo que ocurre a cada instante. Además, debo decir que los elementos de producción distan mucho de lo que se espera de un teatro cuajado como el de la CCPUC (sorprende el descuido escenográfico y la falta de una idea clara en la dirección de arte). No basta un tema musical ni algunos clichés acuñados a determinadas épocas. La puesta en escena, para que sea consistente, necesita de un armazón coherente y esta no lo tiene.
Del mismo modo, no es suficiente que un actor sea bueno para encajar en un rol. A estas alturas no vamos a cuestionar el talento de Lucho Cáceres, pero su aparición en la primera escena es improbable. No hay manera de creer que es un londinense de 19 años y solo eso pone en peligro el montaje entero, pues anuncia una parodia. El tema se resuelve poco después con la rigidez de Henry (un convincente Laszlo Kovacs) y la aparición de Sandra (Denise Arregui).
Es interesante ver cómo Arregui se abre camino con un papel que le exige mucho: representa una evolución, pero sigue siendo el mismo a lo largo del tiempo. Su Sandra es curiosa, estridente, divertida, insoportable. Así tiene que ser.
Entonces llegamos a los hijos de la pareja: Jamie y Rose. El primero es encarnado por Óscar Beltrán y no logro entenderlo del todo. Se conduce sin una línea clara, más allá de las dificultades que dicta el texto, y ofrece chispazos que, si bien arrancan risas en la platea, no logran aterrizar al personaje en ningún momento. Reír no es el fin de esta obra.
Por su parte, Daniela Baertl ofrece una interesante actuación pese a las limitaciones del montaje. sobre todo en la última escena, en la que logra convencernos de la ineptitud de Rose. Ahí tenemos a una actriz a la que no debemos perderle la pista.
Los aciertos parciales del reparto evidencian que no hay un logrado trabajo conjunto entre el director y los actores. Es como si cada uno hubiese diseñado su propio personaje y elegido su propio ritmo. Por eso surgen momentos como aquel en el segundo acto: la palabra da paso a un grito que, lejos de ser dramático, solo es ruido.