Alphonse Capone (1899–1947) fue el jefe de una organización criminal de largo alcance con sede en Chicago, Estados Unidos, durante la década de 1920, hasta que en 1931 fue condenado a once años de cárcel por evasión de impuestos. Se presume que fue el autor intelectual de unos trescientos asesinatos, algunos de los cuales ejecutó personalmente.
Sus actividades estaban relacionadas con la prostitución, el juego ilícito, la intimidación y extorsión a los comerciantes establecidos a cambio de protección y, sobre todo, con la distribución de alcohol durante la época de la Prohibición.
Su fama alcanzó el cenit con una operación, en cierto modo rutinaria, el 14 de febrero de 1929: el asesinato de siete hombres de la banda de un rival que empezaba a ser molesto, conocido como Bugs Moran. Se la conoce como ‘la masacre de San Valentín’ y fue el principio del fin para Capone.
Publicamos un fragmento de la charla que incluye ‘Grandes entrevistas de la historia’, escrita por Cornelius Vanderbilt –quien también entrevistó a Benito Mussolini , al papa Pío XI y a José Stalin–.
--- La entrevista---
–Tenemos que mantenernos unidos.
Estábamos sentados, Al Capone y yo, en un espacioso despacho de la esquina sureste del cuarto piso del hotel Lexington, en el cruce entre la Veintidós y Míchigan, en Chicago. Eran más de las cuatro de la tarde del jueves 27 de agosto de 1931. A nuestros pies, las aceras estaban atestadas de policías, tanto de paisano como uniformados, con su artillería ligera bien a la vista. Los locales habituales del hampa habían sido allanados una y otra vez en las últimas veinticuatro horas. Se habían efectuado redadas en hoteles y apartamentos. Pat Roche (el investigador estrella de la Unidad de Investigaciones Especiales del Departamento del Tesoro) quería coger al Rey. Lo deseaba con verdadera ansia, y Pat era el fiscal del Estado.
Alguien había sido secuestrado. Su nombre era Lynch y publicaba una guía de apuestas hípicas. Según los rumores, sus captores exigían “250 de los grandes” a cambio de su liberación. Convencida de que Capone debía saber algo sobre el asunto, la policía de Chicago había pedido la colaboración del Rey. Su majestad había asentido graciosamente y Lynch no tardó en aparecer. No hubo que pagar ningún rescate. Al Capone no tolera ciertos negocios sucios, y el secuestro es uno de ellos.
Se recostó un poco más en su cómodo sillón de despacho y encendió, por decimoséptima vez, su masticado puro Tampa. Llevábamos hablando más de una hora.
–Va a ser un invierno terrible –continuó–. La gente como nosotros tiene que rascarse el bolsillo, y bien rascado, si queremos que sobreviva alguien. No podemos esperar a que actúe el Congreso ni el señor Hoover, ni nadie. Tenemos que contribuir a llenar las barrigas y a mantener los cuerpos calientes. Si no lo hacemos, se acabó nuestra forma de vida. ¿Sabe usted, señor, que Estados Unidos se encuentra al borde de una revolución social? El bolchevismo llama a nuestras puertas. No podemos permitirle que entre. Tenemos que organizarnos en su contra, ponernos hombro con hombro y resistir. Necesitamos fondos para combatir el hambre.
¿Sería cierto lo que estaba oyendo? ¿Acaso me había vuelto loco?
Allí, delante de mí, enmarcado por una ventana, tras una mesa de teca grande y larga, estaba sentado el más temido de todos los delincuentes.
Era mucho más alto de lo que yo había imaginado, y mucho más robusto; un individuo con un apretón de manos digno de un oso, una panza de banquero y la seductora sonrisa de todas las razas latinas. Y, a pesar de todo, en lugar de la cháchara habitual que suele brotar de la gente de su calaña, me había endosado un discurso que nunca había tenido la fortuna de escuchar antes. Continuó:
–Debemos mantener los Estados Unidos íntegros, a salvo y libres de corrupción. Si las máquinas arrebatan puestos de trabajo al obrero, habrá que encontrar otra cosa en la que pueda ocuparse. Quizá vuelva a cultivar la tierra, pero deberemos cuidar de él durante el período de cambio. Hemos de mantenerle alejado de la literatura y las triquiñuelas de los rojos, asegurarnos de que su mente permanezca sana. Porque, sin importar donde haya nacido, ahora es un americano.
Los muchachos voceaban las noticias en las calles. Al Brown, como le gusta hacerse llamar, se levantó de su asiento y caminó hacia el extremo sur de la habitación. Sacó de un mueble unos anteojos binoculares, se los llevó a los ojos y leyó pausadamente el encabezamiento de un periódico de la tarde: “Pat Roche confía en detener a Capone en breve”. Me dirigió una ancha sonrisa.
–Pat es un tipo estupendo –dijo–, pero le gusta demasiado ver su nombre en la prensa.
Y, pensé yo, si Pat realmente estuviera interesado en arrestarle, podría hacerlo en un abrir y cerrar de ojos. Prácticamente respondió a mi pensamiento.
–En realidad nos parecemos, señor Vanderbilt. Siempre recibo más reproches por lo que no hago que alabanzas por lo bueno que hago. Siempre tengo encima a los chicos de la prensa. Es como si fuera responsable de todos los crímenes que se cometen en el país. Cualquiera diría que tengo un poder ilimitado y una billetera inagotable. Bueno, poder sí que tengo, supongo; pero mi cuenta corriente sufre en estos tiempos duros tanto como la de cualquier otro. Mis asalariados son los mismos de siempre, pero los beneficios han disminuido lo suyo. Le sorprendería saber quiénes son algunas de las personas que tengo a mi cargo.
Podría haberle contestado que nada podía sorprenderme, pero permanecí en silencio. Al Capone no es el tipo habitual de gánster que ha llegado a lo más alto. Es un organizador y político capaz.
A los treinta y dos años era la máquina mejor engrasada que este país haya visto. Es más poderoso en Chicago de lo que jamás lo fuera ningún dirigente del Tammany (nombre de una influyente sociedad vinculada al Partido Demócrata en Nueva York y pieza importante del poder político) en Nueva York. Para hacerse cargo de sus múltiples tareas cotidianas, dispone de un batallón en nómina que representa un gasto de 200.000 dólares a la semana.
(...) ¿Cómo puede un hombre tan joven mantener unido al tipo de organización que ha construido? Le pregunté al respecto y me respondió sin la menor vacilación:
–Actualmente la gente no respeta nada. Antes, poníamos en un pedestal la virtud, el honor, la verdad y la ley. ¡Hemos tenido casi doce años para enderezarnos y mire el caos en que hemos convertido la vida!
“Durante la guerra, los legisladores aprobaron la decimoctava enmienda. Actualmente, beben alcohol en garitos clandestinos muchas más personas de las que entraban en todos los bares del país cinco años antes de 1917. Eso es lo que opinan sobre el respeto a la ley. Y, aun así, la mayor parte de esas personas no son malas. No puede tachárselas de delincuentes, aunque técnicamente lo sean. Entre el pueblo va en aumento la sensación de que la Prohibición es responsable de muchos de nuestros males, pero también crece el número de personas que actúa contra la ley. Hace dieciséis años llegué a Chicago con cuarenta dólares en el bolsillo. Tres años después estaba casado. Mi hijo tiene ya doce años. Sigo casado y quiero profundamente a mi mujer. Teníamos que ganarnos la vida. Entonces era más joven de lo que soy ahora, y creía que necesitaba más. No me parecía justo prohibir a nadie que intentara obtener lo que deseaba. La Prohibición me parecía, y me sigue pareciendo, una ley injusta. De algún modo, derivé naturalmente hacia la ilegalidad, y supongo que ahí permaneceré hasta que la ley sea derogada”.
–¿Entonces cree que será derogada?
–Desde luego –respondió él con presteza–. Y, cuando así ocurra, muy mal me tendría que haber organizado para no haberme buscado negocios en otros lugares. Verá, señor Vanderbilt, la Prohibición representa menos de un 35 % de mis ingresos.
Su siguiente frase restalló como un trueno.
–Creo que el señor Hoover podría sugerir en su informe de diciembre al Congreso que los legisladores de la nación eleven el porcentaje de alcohol en los licores. Será su as en la manga para volver a ser candidato.
Además, ya sabe que siempre ha defendido la Ley Volstead (Ley Seca, de 1919) como “un noble experimento”. Pero la gente no tolerará ni siquiera eso. Exigirán una vuelta a la normalidad y, si ejercen la presión suficiente, derrotarán a la liga antialcohólica y a los industriales que han engordado y se han enriquecido a costa de la sed de los demás.
“La ley será derogada. Ya no habrá que actuar en secreto y me ahorraré muchísimo dinero en sueldos. Pero mientras la ley siga en vigor y exista gente dispuesta a no cumplirla, habrá un lugar para la gente como yo, que descubre que depende de ella mantener el canal abierto.
“A los que no respetan nada les aterroriza el miedo. Por eso he basado en él mi organización. Quienes trabajan conmigo no tienen nada que temer. Los que trabajan para mí me son fieles, no tanto por el dinero que ganan sino porque saben lo que podría pasarles si me traicionan.
“El gobierno de Estados Unidos usa un palo muy frágil contra los que violan la ley, limitándose a amenazarlos con la cárcel. Los transgresores se parten de risa y contratan buenos abogados. Algunos de los que tienen menos dinero pierden y van a prisión (...)
“Pero la gente en general no tiene más miedo a que la condenen que el que yo le tengo a Pat Roche. Las cosas conocidas divierten al personal. Le encanta reírse de ellas y hacer chistes. En caso de redada en un local clandestino, hay quien se asusta mucho, pero la mayoría se lo toma a broma” (...)
Le pregunté qué opinaba de las elecciones de 1932.
–Los demócratas serán arrollados en una votación sin precedentes –declaró–. Las masas piensan que así se paliará la depresión. Sé muy poco de finanzas internacionales, pero no creo que sea así. Creo que llevará más tiempo. Si no permitimos que los rojos se metan de por medio, la recuperación se producirá por una serie de circunstancias.
(...) Cuatro días antes, yo me encontraba en mi rancho de Nevada. Mi secretario siciliano, Peter Marisca, me acababa de traer un telegrama que se había traspapelado. Decía así: “Reunión convocada en Chicago mañana miércoles a las once. Llame a mi oficina cuando llegue”.
Estaba firmado por un conocido abogado del Medio Oeste. Solo tuve tiempo de hacer rápidamente el equipaje antes de tomar un tren de madrugada hacia el Este.
Al llegar a Chicago, el miércoles, me enteré por la prensa del secuestro del editor Lynch y de la petición de ayuda a Capone por parte de la policía. No obstante, llamé al abogado que me había enviado el mensaje.
Capone estaba reunido con sus consejeros legales y no recibía a nadie. A última hora de la tarde, compré una edición temprana de un periódico de la mañana. El titular hablaba del regreso de Lynch a casa y de la orden de detención contra Capone emitida por Pat Roche. Se sugería que el Rey sabía demasiado acerca de la causa del repentino secuestro de Lynch.
Toda esperanza de ver a Capone se desvaneció al instante.
Fuente: El Tiempo / GDA