Existe cierta tendencia a evaluar las estrategias frente al COVID-19 de manera polar. Así, mientras las cuarentenas serían un experimento marxista de control social, Suecia ofrecería un modelo libertario para enfrentar la pandemia. Pero las cuarentenas no solo existían antes de Marx, sino incluso antes de Cristo.
En la Biblia, por ejemplo, el libro de Levítico dice que el leproso debía ser “separado de la compañía de otros”, y la palabra ‘cuarentena’ fue acuñada en Italia durante la peste negra del siglo XIV. La ciudad de Nueva York, capital financiera del capitalismo mundial, implementó cuarentenas de diversa índole desde el siglo XIX: sabemos por experiencias como esa que, si se prolongan indefinidamente, las cuarentenas pueden provocar conflictos sociales.
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Ese es el punto en el que entra a tallar el modelo sueco. Es francamente inverosímil sostener que este se fundamenta en principios libertarios. De un lado, el país es gobernado por un antiguo dirigente sindical de filiación socialista. De otro, Suecia cuenta con uno de los mayores estados de bienestar en el mundo (su nivel de gasto social es, como proporción del PBI, el séptimo dentro de la OCDE). Ni es objetivo fundamental del modelo sueco preservar, a cualquier costo, la libertad como valor supremo, ni se espera que, necesariamente, tenga como una de sus consecuencias alcanzar la inmunidad de rebaño (a la fecha se habría infectado un 20% de la población, bastante menos que, por ejemplo, en el Perú, que implementó una cuarentena particularmente severa). El objetivo fundamental era que, ante la probabilidad de que la pandemia perdure por un período prolongado de tiempo, la estrategia frente a ella fuese sostenible de manera indefinida.
Esa es la razón por la cual la eficacia relativa de la estrategia solo podrá evaluarse en retrospectiva. Por ejemplo, hasta hace unas semanas el modelo sueco no parecía particularmente promisorio. De un lado, su tasa de mortandad era de 58,1 por cada 100 mil habitantes: es decir, unas 10 veces mayor que en Finlandia o Noruega. Y ni siquiera podía sostenerse que ello fue compensado (si cabe el cálculo), por un buen desempeño de la economía: con un decrecimiento de 8,3% en el segundo trimestre del 2020, la caída del PBI sueco fue mayor que las de Dinamarca, Finlandia y Noruega.
Diferentes estrategias
Por ejemplo, en marzo pasado la automotriz Volvo suspendió su producción en plantas que mantiene en Bélgica, Estados Unidos y la propia Suecia: es decir, un país que tuvo una cuarentena nacional, otro que tuvo cuarentenas locales (y solo en algunos estados), y un tercero que no tuvo cuarentenas generales en ningún nivel de gobierno (aunque sí limitó las reuniones sociales, cerró algunos rubros de actividad como las universidades, impuso protocolos de funcionamiento en el resto, y colocó en cuarentena a los infectados y a quienes viviesen con ellos).
De un lado, importa poco que no impongas una cuarentena si los países de los que provienen buena parte de tus proveedores y clientes sí lo hacen. De otro, si como consecuencia de políticas menos restrictivas frente a la pandemia tienes una mayor proporción de trabajadores contagiados, eso también tiene un costo para la economía. Pero claro, cuando la mayor parte de Europa atraviesa por la segunda ola de la pandemia e intenta volver a imponer cuarentenas bajo protestas ciudadanas, la estrategia sueca pareciera proveer un modelo más sostenible.
Ahora bien, tal vez no contemos con toda la información necesaria para saber qué políticas funcionaron mejor hasta que culmine la pandemia, pero sabemos ya que ciertas medidas de distanciamiento social fueron eficaces frente a otra pandemia hace un siglo, sin ser peores para la economía que medidas alternativas. De cualquier modo, no existe tal cosa como una estrategia invariable y replicable bajo cualquier circunstancia: incluso en Suecia, algunas medidas se fueron adaptando a circunstancias cambiantes.
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