Hace 68 años nací en Tacna. Estudié Agronomía en la Universidad Agraria, pero a los 18 lo dejé para ingresar al Conservatorio Nacional de Música. Mi carrera despegó en Hungría, adonde viajé gracias a una beca otorgada por el Conservatorio Béla Bartók en 1976. He cantado en óperas de Alemania y Austria. Luego regresé a Lima y trabajé como director del Coro Nacional por 20 años. Fui maestro de Juan Diego Flórez, así como de muchos otros cantantes líricos que hoy son aplaudidos en escenarios europeos: Giannina Baldo, en Milán; Andrés del Castillo, en la Ópera de Berna; José de Marino, en el Teatro Real de Madrid; y Ximena Agurto, en Barcelona, son algunos.
Andrés Santa María dejó su carrera, dos relaciones amorosas y viajó miles de kilómetros impulsado por su amor a la música. Nunca cruzó por su mente que años más tarde sería el maestro de uno de los mejores tenores del mundo en la actualidad: nuestro compatriota Juan Diego Flórez. El maestro Santa María recibe hoy en su casa a quienes en el futuro se convertirán en los referentes de la ópera.
Sentado frente a un cuadro de Mozart, regalo de la querida abuela de Juan Diego Flórez, el maestro Santa María habla de los años noventa, cuando el joven tenor lo buscó para convertirse en uno de los mejores del mundo. “Creo que no hay nada que la música no me haya dado”, nos dice.
— ¿Cuándo notó que Juan Diego Flórez [JDF] debía dedicarse a la música lírica?
Desde el primer día en que lo escuché, en la sala del coro. Yo tenía un afán por tratar a los pretendientes a cantar con cierta displicencia debido a que tienen un ego monstruoso. Así que cuando lo escuché me fui al baño, haciéndome el loco. Era una construcción vieja, los sonidos se filtraban. Los presentes decían: “Es un materialito en bruto, pero hay algo”. Luego, cuando hablé con él, le pregunté su edad. Me dijo que tenía 16 para 17, pero me mintió porque tenía 17 años ya cumplidos. Le pregunté si tenía una hermana que quisiera cantar en el coro. “No, esto es para mí. Quiero que me contrates para poder pagarte clases a ti” [risas]. Me tuteó desde el comienzo. Muy simpático, como es siempre. Yo no lo podía contratar porque aún era menor de edad. Me dio mucha pena tomar esa decisión. Desapareció un mes y luego vino con cinco dólares. Me dijo: “Mi abuelita me ha dado para que te pague”. Le dije que usara ese dinero para que pagara otras clases, yo decidí darle las mías gratis.
— ¿Qué siente ahora al escuchar que Juan Diego es el mejor belcantista (referente a la belleza de la voz) del mundo?
Bueno, lo han dicho tantas veces que ya no me sorprende. Pero no, de todos modos se ratifica. Sobre todo cuando lo escucho. Inclusive por WhatsApp, cuando me comunico con él. Juan Diego no es de hablar mucho, pero si le hablo de canto… Por ejemplo, estábamos comentando sobre lo último que ha hecho, el Orfeo en Inglaterra. La única versión para tenor es la versión de París y él justamente cantó eso. A veces me manda grabaciones o las publica. Juan Diego es una persona que en el teatro realmente se transforma.
— ¿Nunca dudó de su talento?
Jamás. Uno se da cuenta cuando hay talento, cuando hay madera. Además, yo los pongo a prueba desde que llegan.
— ¿Qué tipo de pruebas?
Tienes que ver cuánto busca el cantante, cuánto quiere, cuánto se mata por eso. Llega un momento en que yo les digo: “Tú tienes tales condiciones, si a ti se te suben los humos o tienes pajaritos en la cabeza, es tu problema. Si tú estudias y eres constante, puedes hacer una carrera. No sé a dónde vas a llegar, pero la puedes hacer”.
— ¿En qué momento se da cuenta de que el alumno está listo para una gran presentación?
Toma tiempo. Como profesor, yo en un examen debo darme cuenta al instante, lo cual es imposible. Musicalidad, afinación y un registro vocal, una facilidad vocal, ¿no?… Se le da la oportunidad y con los meses se va dando cuenta uno si esa voz realmente se proyecta.
— ¿Qué opinan del Perú en Europa?
Te voy a decir… Cuando estuve el año pasado en Italia, para acompañar a Dempsey Rivera, uno de los talentos peruanos que JDF apoya, nos decían: “¡Ah! ¡La mafia peruviana!”. Se referían a la escuela de canto peruana.
— ¿Qué opina de los talentos de esta escuela?
Ha habido, es cierto, una tradición de tenores peruanos, pero ojo, son cantantes con una formación rudimentaria. Yo puedo meter las manos al fuego por los que producimos ahora. Hace poco me enteré de una chica, Josselin Santos, que ha ingresado al Conservatorio de Música de Milán Giuseppe Verdi. Sin embargo, no todos regresan.
— ¿Siempre prefieren viajar?
No, hay un muchacho en el conservatorio llamado Juan Pablo Marcos, al que Juan Diego y Ernesto [Palacio] escucharon. Le dijeron: “Juan Pablo, tú sabes que puedes hacer una carrera internacional”. Es una voz virtuosa, de teatro grande, y quiere quedarse en el Perú. Hay que respetar las decisiones. Después de cantar en Hungría, yo me dije: “Bueno, Andrés, acá se acabó el canto. Ya cantaste, hiciste algunos solos importantes”.
— ¿Ahí decidió convertirse en maestro?
No, nunca pensé que terminaría enseñando canto. Recién en el año 92 se me encomendó recomponer la orquesta del conservatorio.
— Estudió muchos años en Hungría. ¿En algún momento se frustró?
Mmm… nunca me he sentido frustrado, la vida me ha ido llevando por los lugares correctos. Fueron los años más hermosos de mi vida [sonríe]. Lo único fue que, justo antes de venir al Perú, cuando comencé a cantar ópera, una profesora me hizo notar: “Andrés, ya tienes una cierta edad”. En ese momento tenía 34 o 35 años. Comenzar así es una irresponsabilidad muy grande porque hacer una carrera normalmente tarda 10 años.
— Una vez dijo que JDF ha hecho toda su vida con relación a su familia. ¿En función a que ha hecho usted su vida?
En función a la música, mi primera persona. La música me retiró de la agronomía. Ya no aguantaba a pesar de que en ese tiempo había un movimiento cultural en la Universidad Agraria. Tenían profesores como José María Arguedas o Javier Sologuren. Cuando entré al coro, el director dijo: “He aquí un caso de oído armónico perfecto”. Por otro lado, yo creo que nunca amé a nadie... Dejé dos relaciones sentimentales estupendas por la música y no me arrepiento. Una fue por la ida a Europa y después por la salida de Hungría. En ambas ocasiones me fui llorando.