Desde Beijing
Sobre la atracción turística “El beso volador” se ha escrito mucho y nada bueno desde que abriera el pasado año en los aledaños de Chongqing, la macrociudad del interior de China. Una ninfa y un príncipe de más de 50 metros giran sobre su eje hasta que sus bocas se acercan en lo más alto. No se discuten las vistas del frondoso valle pero hay más dudas sobre la belleza del conjunto o la necesidad de gastarse en él un centenar de millones de yuanes (más de 15 millones de dólares). “Carece de gusto, su ejecución es pobre, insulta a la mitología china y chirria con el paisaje”, sentenció un periodista.
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China ha amontonado crímenes estéticos desde la apertura económica y desde el 2010 los recopila y clasifica la web archcy.com con un célebre concurso que se reclama como un foro de debate sobre las fronteras entre belleza y fealdad o la responsabilidad social del arquitecto. Pocos, sin embargo, acuden a su web por sus sesudas discusiones doctrinales: al profano le ofrece una galería de las últimas tropelías arquitectónicas y en la cosecha de este año figuran una iglesia con forma de violín o un hotel con la de una muñeca matruska entre los 87 candidatos. La votación popular sobre los “Diez edificios más feos de China” se decanta por ahora por la entrada de cinco arcos en la Universidad de Zhejiang a los que nadie les ha visto la utilidad y un puente de cristal sujetado por dos estatuas gigantes con trajes típicos en la provincia de Sichuan.
El concurso lo han ganado edificios que simulaban objetos cotidianos o animales. Su estética es tan discutible como bella es la simpleza del planteamiento. ¿La ciudad es célebre por los cangrejos? Ahí va un cangrejo. ¿Por las teteras? Aquí tienes una. La obra exige la enajenación del arquitecto, el promotor y el gobierno local en un proceso que se ventila rápidamente y sin escrúpulos estéticos.
José María Urbiola, arquitecto con una década experiencia en China, alude al veloz proceso urbanizador de un país que treinta años era aún rural. “Se construyeron todas las ciudades al mismo tiempo con un modelo parecido y ahora buscan distinguirse para venderse, para que el turista se pare y se haga una foto. El problema de los edificios figurativos, más allá de su fealdad, es su falta de funcionalidad. Algunos carecen incluso de ventanas, son baratos y de mala calidad. Son solo cáscaras que van a durar tres años”, señala.
Reparos del régimen
El presidente, Xi Jinping, ya criticó siete años atrás en un simposio literario los edificios extravagantes y el Gobierno ha intentado ordenar el sector desde entonces. La Comisión Nacional por el Desarrollo y la Reforma, el principal cuerpo de planificación, prohibió en 2020 las réplicas de construcciones extranjeras y este año ha ampliado las restricciones a los edificios “feos” en favor de los “adecuados, económicos, ecológicos y respetuosos con la vista”. También ha penalizado la demolición de edificios históricos y ha alentado los diseños que “subrayen las características chinas”.
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La primera víctima fue la estatua de 60 metros de alto en bronce de Guan Yu, legendario general que vivió más de 1.800 años atrás, y que resume el desvarío: costó 1.500 millones de yuanes (unos 232 millones de dólares) cinco años atrás y su retirada añadió otros 40 millones de yuanes (seis millones de dólares) a la factura.
Destacan entre la tipología de desmanes los plagios de edificios occidentales, lo que China conoce como shanzhai, ya felizmente en retirada. Es encomiable la destreza para calcar la Casa Blanca o el Covent Garden pero cuesta que dialoguen con el entorno de la China rural. La iniciativa “Una ciudad, nueve pueblos” epitomiza en las afueras de Shanghái el sinsentido: réplicas de ciudades italianas, alemanas, suecas, holandesas, canadienses o españolas. El proyecto megalómano languidece una década después, con apenas vecinos y su actividad reducida a parejas con trajes de boda que buscan un escenario cosmopolita para su álbum de fotos.
Al absurdo se añade el nacionalismo porque esa adoración ciega a los símbolos de Occidente atenta contra el auge chino. Un edificio híbrido levantado en 2015 en Shijiazhuang, en la provincia septentrional de Hebei, acomoda la vieja pulsión con las nuevas ordenanzas: un eje vertical separa las réplicas del pequinés Templo del Cielo y el Capitolio estadounidense.
No es un caso único en esa provincia que abraza a Beijing. Estaba ignorada en todas las rutas turísticas y sus autoridades se volcaron en la arquitectura creativa como anzuelo. Aquella provincia conocida por su industria pesada ofrece ahora el catálogo más estimulante: un museo con forma de tortuga, un monumento de 20 metros a la col y un centro de relajación que asemeja un hombre tumbado con la mano alzada.
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A las autoridades que ordenaron aquel “beso volador” se las intuye escasamente inquietas por las críticas cuando los turistas se amontonan para pagar los 120 yuanes de entrada (18 dólares) incluso en los días laborables.
“Es comprensible que el Gobierno pretenda controlar la arquitectura, especialmente en las zonas rurales, pero sería deseable que el mercado se regulara sólo. Marcar la línea entre lo bonito y lo feo siempre es peligroso”, apunta Urbiola, empleado en el prestigioso despacho chino MAD. Señala como ejemplo la controvertida torre de la televisión pública. Los pequineses asistían a la obra del holandés Rem Koolhaas esperando un giro final que permitiera entenderla pero persiste el misterio. La bautizaron como los “calzones invertidos” y fue ubicua en las listas de adefesios pero la ciudadanía la mira hoy arrobada y es ensalzada por el gremio arquitectónico.
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