Cuando Jair Bolsonaro pronunció el discurso de victoria tras su elección como presidente, el libro “Lo mínimo que se necesita saber para no ser un idiota”, de Olavo de Carvalho, tuvo un lugar destacado en su escritorio. Ello debido a que se trataba de su mentor ideológico. El problema es que De Carvalho tiene ideas extrañas respecto al tipo de conocimientos que podrían librarnos de la idiotez.
Sostiene, por ejemplo, que “hay algunos asuntos en los que todo el mundo tiene una respuesta definitiva, cierta, irrefutable, y yo no tengo ninguna: 1. Evolucionismo versus especies fijas. 2. Heliocentrismo versus geocentrismo. 3. Tierra esférica versus tierra plana”. Es decir, no cree en la evolución de las especies, que la tierra gire alrededor del Sol o que nuestro planeta sea redondo.
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Por cierto, al igual que Bolsonaro y Trump, tampoco cree que exista el cambio climático. Pero, yendo más lejos que ellos, niega la existencia misma de la pandemia ocasionada por el SARS-CoV-2 (el virus que produce la enfermedad conocida como COVID-19). El problema con todo eso es que De Carvalho presenta en ocasiones esos debates como una cuestión de preferencias personales. Digamos que para él negar que la tierra sea redonda equivale a, por ejemplo, negar que el helado de vainilla sea mejor que el de chocolate. No es necesario discutir aquí la importancia de la evidencia científica para dirimir controversias de esa índole, porque nuestra conducta diaria prueba que somos conscientes de ella. No subimos a un avión, por ejemplo, confiando en la palabra de personajes como De Carvalho, sino en lo que dicen los expertos en ingeniería aeronáutica.
Y, sin embargo, no son pocos quienes comparten sus ideas sobre el cambio climático o el COVID-19. Pero estos no son casos equivalentes. En el cambio climático, varias razones facilitan el negar la evidencia científica. Hubo un tiempo en que solía decirse que, incluso si el cambio climático fuese real, sus costos habrían de materializarse en un futuro distante. En tiempos recientes cuando, por ejemplo, los incendios masivos en Australia confirmaron las previsiones científicas, quienes niegan el cambio climático apelaron a lo difícil que es establecer de forma intuitiva una relación causal entre este y un desastre ambiental particular.
Pero la secuencia de hechos que permitiría establecer intuitivamente una relación causal es bastante más simple en el caso del COVID-19. Sabemos, por ejemplo, que al diagnóstico de la infección le suceden en una gran proporción de casos ciertos síntomas. También podemos observar que una cierta proporción de casos desarrollará síntomas severos y que, a su vez, parte de estos últimos morirá. Y esa secuencia de hechos toma a lo sumo semanas, no años.
Por eso algunos creíamos que negar la magnitud del COVID-19 tendría para Donald Trump el costo electoral que no tuvo negar el cambio climático. La evidencia preliminar, sin embargo, sugiere que el COVID-19 no habría tenido para Trump un elevado costo electoral. La agencia Bloomberg realizó el día mismo de las elecciones un análisis preliminar en unos 2.700 condados de Estados Unidos (muestra que no incluía condados densamente poblados de mayoría demócrata). En esa muestra, en el 10% de los condados con más muertes por COVID-19 por cada 100.000 habitantes, el margen de la victoria de Trump creció en un 2,8% respecto a las elecciones del 2016 (frente a un promedio de 0,2% en el conjunto de los condados analizados).
Ese hallazgo resultaría contraintuitivo si creyésemos que las muertes ocasionadas por el COVID-19 no tuvieron impacto en la lealtad hacia Trump, pero la relación causal habría ido en la dirección opuesta: fue precisamente por su lealtad hacia Trump (quien aún hoy subestima la gravedad de la pandemia) que esos votantes tomaron menos precauciones frente al riesgo de contagio y, por ello, se contagiaron en mayor proporción.
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