“Siempre he creído que si no hubiera habido reina, no hubiera habido revolución”, escribió Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, en su autobiografía en 1821.
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Quien fuera el tercer presidente de esa nación, había sido su embajador en Francia entre 1785 y 1789, y fue testigo de la agitación social y política que dio lugar a la Revolución Francesa, así como de la extravagancia de la corte del rey Luis XVI.
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Pero no fue contra el monarca que afiló su pluma. Desde el punto de vista de Jefferson, su problema era que “tenía una reina con un absoluto dominio sobre su débil mente y su tímida virtud; y de un carácter inverso al suyo en todos los puntos”.
Esa reina era María Antonieta, y con eso último, probablemente ella misma hubiera estado de acuerdo. “Mis gustos no son los mismos que los del rey, a quien sólo le interesa la caza y su trabajo con el metal”, le escribió a un amigo en 1775.
Pero Jefferson estaba hablando de más que gustos cuando se refería a su carácter.
“Ese ángel, tan vistosamente pintado en las rapsodias del Rhetor Burke, con cierta inteligencia superficial, pero sin sensatez, era orgullosa, desdeñosa de la moderación, indignada por todos los obstáculos a su voluntad, ansiosa en la búsqueda del placer y lo suficientemente firme para aferrarse a sus deseos, o perecer en su ruina”.
Y no se quedó ahí: haciéndose eco de la opinión de miles, no dudó en condenarla culpándola por los pesares de Francia...
“Sus desmesuradas apuestas y disipaciones, con las del conde de Artois y otros de su camarilla, habían sido un elemento considerable en el agotamiento del Tesoro, que puso en acción la mano reformadora de la nación”
...así como los de toda la familia real y el mundo.
“Su oposición a ella (la mano reformadora), su perversidad inflexible y su espíritu intrépido, la condujo a la Guillotina, arrastró al rey con ella y sumió al mundo en crímenes y calamidades que mancharán para siempre las páginas de la historia moderna”.
¿Tanto así?
Si bien nunca se debe subestimar el poder de un símbolo, que es lo que fue, justificadamente o no, María Antonieta, las palabras del autor principal de la Declaración de Independencia de EE.UU. en este caso se acercan peligrosamente a aquello de lo que tan a menudo se acusó a la reina: la extravagancia.
Nadie niega que esa chica que nació archiduquesa y fue casada a los 14 años para garantizar el Tratado de Versalles -la alianza de Francia y Austria tras el estallido de la Guerra de los Siete Años (1754-1763)- incurría en asombrosos gastos y mantenía una deuda crónica que le valió el apodo de Madame Déficit.
También es cierto que esa chica que se convirtió en reina a los 18 años nunca dejó de creer en el derecho divino de los reyes, así que para ella era inconcebible que Luis XVI aceptara la voluntad de sus súbditos.
La incapacidad de monarquía francesa, que ya no se consideraba ordenada por Dios, a adaptarse a las presiones políticas y sociales que se ejercían sobre ella es frecuentemente citada como una de las causas de su caída.
De no haber sido por ella, alega Jefferson, el rey habría consentido de buen grado convertirse en una máquina pasiva en manos de la Asamblea Nacional.
“Se habría formado una Constitución sabia, hereditaria en su línea, puesto él mismo a la cabeza, con poderes tan grandes como para permitirle hacer todo el bien de su posición, y tan limitados como para impedirle el abuso”.
Quién sabe. Quizás, sí. Pero de igual manera, quizás, no.
De hecho, el mismo Jefferson señala que “de aquellos que juzgaron al rey, muchos lo consideraron deliberadamente criminal, muchos pensaban que su existencia mantendría a la nación en perpetuo conflicto con la horda de reyes, que lucharían contra una regeneración, y que era mejor que muriera uno que todos”.
Así que, ni siquiera sin la que juzga perversa influencia de María Antonieta, le era posible afirmar que la historia habría sido distinta.
Eso no impide que declare: “Yo habría encerrado a la reina en un convento, poniendo el daño fuera de su poder”.
De pronto tenía razón.
Tal vez haber removido esa ficha del tablero de ajedrez lo habría cambiado todo.
Aunque...
Es difícil asignarle tanta responsabilidad a una sola persona, así fuera una reina, en un episodio en el que se conjugaron tantas fuerzas de la historia.
La revolución fue atizada por la creciente popularidad de ideas y obras de varios intelectuales que abogaban por la reforma social, reclamada entre otras por la burguesía, resentida por ser excluida del poder político.
Había una profunda insatisfacción con el anticuado sistema feudal entre los pobres, quienes eran cada vez más conscientes de su desigualdad frente a las clases ricas. Encima el reino estaba bajo la sombra de una inquietud económica agravada por las malas cosechas en 1788.
En esas circunstancias, definitivamente no ayudaba que la corte de Versalles se mantuviera tan esplendorosa y visiblemente ajena a la realidad de la inmensa mayoría y, con todos los ojos puestos en ella, María Antonieta no decepcionaba a sus críticos.
Sus vestidos, a menudo cubiertos de piedras preciosas, podían costar el equivalente a 20 veces el salario anual de un trabajador calificado... y ese trabajador podía ir a verlo pues el armario de la reina estaba abierto al público.
No en vano la suya ha sido una historia aleccionadora para reyes y políticos.
El primer disparo
Sin embargo, los cofres del Tesoro de Francia habían estado vacíos incluso desde antes de que Luis XVI y su esposa subieran al trono.
De hecho, esa Guerra de los Siete Años que había sido la razón de su alianza matrimonial había contribuido al agotamiento de recursos.
En esa serie de batallas libradas entre las potencias más fuertes de Europa por las colonias británicas y francesas en Estados Unidos, Francia había perdido, además de dinero y vidas, Canadá y muchas colonias caribeñas.
Derrotados, rencorosos y ansiosos por llevarse una tajada tras la posible derrota del Imperio británico en esos lares, el rey y sus más cercanos consejeros decidieron involucrarse de lleno en la Revolución de EE.UU. (1763-1783), a pesar de que el Controlador General de las Finanzas, Anne Robert Jacques Turgot, les advirtió que “el primer disparo llevará al Estado a la bancarrota”.
Turgot, además de ser un brillante economista, era un gran visionario. Había predicho esa revolución en el Nuevo Mundo en 1750, más de dos décadas antes de que George Washington y Benjamin Franklin la vieran venir.
En esta ocasión tampoco se equivocó: aunque se sigue discutiendo a cuánto asciende el costo de esa guerra para Francia, los expertos concuerdan en que su participación en ella fue lo que llevó al reino a la bancarrota.
Y esa fue una de las causas principales de la Revolución Francesa.
Al estilo de Jefferson cuando se refiere a María Antonieta, un compatriota suyo declaró: “Si Luis XVI hubiera seguido el consejo de Turgot en 1776 quizás no habría perdido la cabeza en 1793”.
Y quizás la reina, tampoco.
Al final, Thomas Jefferson, quien levantó el dedo acusador con tanta furia contra la reina, también tuvo un papel protagónico en lo que sucedió en Francia a finales del siglo XVIII.
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