Jamundí, Colombia. Primero sobrevivió a un ataque con machete. Meses después estuvo frente a un grupo armado al que le rogó que no lo mataran luego de enterarse de que su nombre estaba en una lista de ejecuciones.
A fines de julio, un grupo de hombres armados siguió a Libardo Moreno, un activista comunitario de 76 años, hasta su finca en el oeste colombiano. Se acercaron a la reja y pidieron ayuda por un neumático ponchado. Cuando Moreno se acercó con la bomba, le dispararon en el cuello y el pecho.
“Dijo: ‘Me mataron, me mataron’”, recordó su esposa, Margarita Fernández, quien lo encontró tirado en el concreto. “Las motos se fueron y lo dejaron allí”.
En el 2016, el gobierno colombiano declaró de manera oficial el fin de un conflicto armado que duró más de cinco décadas al firmar un acuerdo de paz con el principal grupo guerrillero del país, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). En el plazo de un año la tasa de homicidios alcanzó su nivel más bajo desde 1975, un cambio impresionante para un país donde murieron más de 200.000 personas a causa de la guerra.
Sin embargo, hay un elemento de la violencia que definitivamente no ha disminuido: los asesinatos de activistas, incluidos sindicalistas, concejales, líderes indígenas y ambientalistas que han sido atacados en todo el país.
Pareciera que estos asesinatos más bien han aumentado durante el periodo de paz.
Moreno es uno de por lo menos 190 líderes comunitarios que fueron asesinados en lo que va del año, con lo cual el país parece encaminado a sobrepasar la cifra total de homicidios de activistas en 2017, según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, un grupo de investigación.
Pocos de estos casos han sido resueltos por el gobierno colombiano, aunque se ha detectado un patrón: casi todos los asesinatos han sucedido en zonas que dejaron los ex guerrilleros de las FARC cuando se desmovilizaron después del acuerdo de paz.
Al principio, la salida de los guerrilleros fue positiva para activistas y organizadores comunitarios; les dio la oportunidad de impulsar proyectos de infraestructura que habían sido necesarios desde hace décadas, como caminos, acueductos u otros servicios para las zonas.
Sin embargo, el gobierno aún no ha tomado el control de muchas zonas abandonadas por los rebeldes. En vez de eso han llegado narcotraficantes, grupos paramilitares y facciones rebeldes.
Estos grupos ven los proyectos de desarrollo de los activistas como una amenaza que atrae atención no deseada y que podría interferir con las actividades ilegales, según los residentes.
Eso ha dejado a los activistas a merced de los grupos criminales.
“En esas regiones las FARC se fueron y el Estado nunca llegó”, dijo Carlos Guevara, director de Somos Defensores, grupo de investigación que monitorea los ataques contra activistas.
Tan solo en un periodo de dos días, a mediados de este año, fueron asesinados diez activistas en ocho provincias distintas; entre las víctimas figuran un organizador político de izquierda, un líder campesino y dos representantes de un grupo indígena que fueron abaleados el 6 de julio.
Esa misma semana, a Martha Milena Becerra la llamaron para avisarle que su madre, una organizadora comunitaria de las afueras de Quibdó, al oeste del país, también fue asesinada apenas minutos después de que las dos habían terminado una conversación telefónica.
“Ella decía: ‘¿Por qué vienen a buscarme, si no le hice daño a nadie?’”, dijo Becerra, quien empacó lo que tenía y se fue de Quibdó con su hermana.
El 19 de agosto, Marisel Tascus Pai iba a una reunión con su esposo, el líder indígena Holmes Niscué, cuando él también fue atacado. Niscué recibió nueve impactos de bala. Poco antes los grupos guerrilleros lo habían culpado por una redada del gobierno contra sospechosos de narcotráfico que resultó en siete muertos en julio.
“No tenemos ayuda y ahora dormimos en el piso”, dijo Tascus Pai, la viuda, quien ha estado escondida desde el funeral de Niscué.
Adam Isacson, analista del grupo de derechos humanos Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA, por su sigla en inglés), dijo que los asesinatos de líderes comunitarios y sociales representan los inicios de un desmoronamiento social más generalizado en Colombia, a pesar del acuerdo con las FARC.
“Hubo un periodo de tranquilidad en el que la gente estaba en espera conforme los concejos y líderes sociales por primera vez hacían política libremente”, dijo. “Pero eso ya se terminó. Se abrió una ventana por un tiempo y el Estado no pasó por ahí, lo hicieron otros grupos armados”.
Los asesinatos representan un importante desafío para el nuevo presidente colombiano, Iván Duque, quien llegó al poder el 7 de agosto y ha prometido hacer cambios al acuerdo de paz, pues dice que requiere correcciones.
En respuesta a unas preguntas formuladas por The New York Times, el gobierno de Colombia dijo en un comunicado que los homicidios son “un grave fenómeno que preocupa profundamente al presidente de la república”. Los funcionarios atribuyen las muertes a la violencia vivida en Colombia durante los últimos años y aseguran que el gobierno trata de encontrar nuevas maneras de proteger a los líderes y activistas comunitarios.
“Colombia es un país democrático en donde se dan las garantías para hacer política”, indicaron las autoridades.
En otros niveles del gobierno hay opiniones distintas. En julio, la Procuraduría General de la Nación dijo que en algunos casos los grupos criminales actuaron en complicidad con la policía y el ejército para perpetrar los asesinatos.
Los homicidios también han llamado la atención de Estados Unidos, que le dio a Bogotá unos 900 millones de dólares entre 2017 y 2018 para implementar medidas antinarcotráfico y como apoyo para el desarrollo y la puesta en práctica de los acuerdos de paz.
“Es algo de lo que hemos hablado bastante con el gobierno colombiano”, dijo Nikki Haley, embajadora estadounidense ante la ONU, durante una visita a Bogotá en agosto. “Es inaceptable que haya vidas en peligro. Y Estados Unidos siempre siente la necesidad de recordarles a los gobiernos que los estamos viendo”.
Sin embargo, los asesinatos continúan; en el mismo mes de la visita de Haley hubo por lo menos trece más. En el Valle del Cauca, la provincia donde mataron a Moreno, los integrantes del concejo han sopesado renunciar en masa para evitar ser asesinados.
En Pindinché, un pequeño poblado montañoso de la provincia donde un activista por los derechos al agua fue abaleado en julio, uno de los compañeros de ese hombre lucía preocupado por el reciente surgimiento de un nuevo grupo armado. Ahora carga una pistola consigo y viaja en un auto a prueba de balas.
“No soy un hombre violento”, dijo el activista, quien pidió no ser nombrado por temor a poner en riesgo su vida. “Estoy aquí para apoyar a la comunidad”.
En la provincia, aunque han sido asesinados una docena de otros líderes comunitarios, el homicidio de Moreno sorprendió a muchos. El economista agrícola no parecía ser amenaza para nadie; los proyectos que impulsaba incluían un acueducto y una guardería.
Esa región alguna vez fue la zona cero en el conflicto guerrillero. En los años noventa, las FARC asaltaron en varias ocasiones el único centro comercial de la zona, con resultados mortíferos. Pero el conflicto ya había amainado y Moreno solo quería organizar a los campesinos de la zona.
“Inmediatamente identificó los problemas de varios años”, dijo Andrés Moreno, hijo del líder comunitario.
Moreno se unió al concejo y comenzó un programa para que los agricultores unieran esfuerzos para cultivar y vender banano. Impulsó a los funcionarios locales para que comenzaran la construcción de un acueducto que beneficiara a los campesinos de las zonas más alejadas, algo que por mucho tiempo se había dicho que era imposible por el control rebelde.
Después, en junio de 2017, los guerrilleros dejaron las armas; era un momento que los residentes locales habían esperado toda su vida. Por un tiempo, la gente del pueblo de Las Pilas pensó que el conflicto había terminado.
Sin embargo, nadie del gobierno envió funcionarios para resguardar la zona; ni policía ni soldados.
Los narcotraficantes ya habían puesto la mira en Las Pilas, según los habitantes. Está ubicado en la ladera de las montañas que cruzan por los principales puertos del Pacífico y donde hay sembradíos de hoja de coca y laboratorios clandestinos para procesar la cocaína. La familia de Moreno dijo que le preocupaba que sus propuestas de desarrollo enfurecieran a los narcotraficantes de la zona.
“Pavimentar o traer un acueducto es bueno”, dijo Álex Moreno, cuñado del activista. “Pero para unos es malo. Hay más acceso, más personas y pueden llegar las autoridades”.
La paz también provocó la llegada de campesinos que habían huido de los campos. Algunos grupos indígenas se habían asentado en las granjas vacías y reclamaron el territorio. Moreno quedó enfrascado en las discusiones resultantes, usualmente del lado de los campesinos desplazados.
El año pasado, Moreno estaba con un agricultor en su tierra cuando un grupo de hombres indígenas llegó con machetes; Moreno recibió golpes y fue acuchillado.
Andrés Moreno, su hijo, le dijo que estaba preocupado de que fuera a quedar en medio del fuego cruzado de varias disputas. También hubo dos ataques contra el vehículo del activista.
“Le decíamos: ‘Papá, cálmate’”, dijo Andrés. “Llegaba a las reuniones y hablaba, pero todos los demás se callaban. Estaban asustados”.
A fines de junio, dos semanas antes de su homicidio, comenzó a correrse la voz: estaba en una lista de ejecuciones de un grupo guerrillero rebelde que seguía en las montañas.
Las Farc se desmovilizaron, pero esta banda parecía ser un frente pequeño que se mantuvo en pie de lucha o una facción que nunca firmó los acuerdos de paz.
Moreno decidió buscarlos para un cara a cara.
“No estaba asustado”, dijo su hijo. “Él decía: ‘Estoy acá para ayudar al pueblo’”.
El encuentro fue en las montañas. Un comandante le enseñó la lista a Moreno y le dijo que no estaba en ella. Aun así, Moreno se quedó inquieto. Nunca había visto a ese comandante y el grupo no tenía insignias que mostraran quiénes eran, según Andrés.
En los días previos a su muerte hubo tres explosiones contra el acueducto que Moreno había pedido construir.
Algunas personas de Las Pilas sospecharon de los narcotraficantes; otros pensaron que eran actos de sabotaje de los guerrilleros. Algunos atribuyeron los siniestros a la comunidad indígena que se había quejado por el acceso al agua.
El 23 de julio, Moreno regresó a su finca después de reunirse con políticos para discutir el ataque al acueducto. De acuerdo con Fernández, la esposa del líder comunitario, había dos motocicletas ya a la espera en el camino que dejaron pasar a Moreno.
Luego llegó el pedido de ayuda en la reja con la excusa de que uno de los motociclistas se había quedado sin aire en los neumáticos. “Y ¡pum, pum…!”, recordó Fernández, apuntando hacia su cuello para describir cómo fue asesinado su marido.
Álex Moreno, su cuñado, dijo que las autoridades le fallaron al activista en vida por no atender las necesidades de su pueblo y que le volvieron a fallar cuando sucedió su muerte: dice que la policía se rehusó a visitar Las Pilas para recoger el cuerpo por temor a la violencia.
Álex tuvo que recoger los casquillos, con guantes que le prestaron en una funeraria.
“No es posible echarle la culpa a nadie si las autoridades ni llegaron al lugar del crimen”, sentenció.
Por NICHOLAS CASEY
Susan Abad colaboró con este reportaje desde Bogotá
© The New York Times