A las 15:11 horas del domingo 22 de mayo de 1960, un ruido subterráneo y ronco irrumpió en la tranquilidad dominical de los residentes de la ciudad de Valdivia, ubicada en el sur de Chile, que a esa hora disfrutaban del sol otoñal.
En pocos segundos, el breve temblor inicial se convirtió en el terremoto de mayor magnitud registrado en la historia.
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Con una magnitud 9,5Mw (Moment magnitude), los científicos calculan que lo que sucedió esa tarde en términos de energía liberada fue 20.000 veces más potente que la bomba lanzada sobre Hiroshima al final de la Segunda Guerra Mundial.
Unos 15 minutos después del movimiento telúrico, vino algo aún peor: un tsunami con olas superiores a los 10 metros arrasó con buena parte del sur del país.
Esto provocó un cambio en el mapa de Chile: se alteraron los causes de los ríos y grandes porciones de tierra se hundieron.
¿El resultado? Más de 2.000 personas muertas, millones de damnificados y daños severos en los caminos y edificaciones de Valdivia, y de otras ciudades de la región.
Alejandro Muñoz Paredes, María Soledad Salas y Ana Fuentes Villegasle contaron a BBC Mundo como sobrevivieron a esta catástrofe que algunos describen como un “cataclismo universal”.
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María Soledad Salas, 68 años:
“Los enfermos deambulaban por las calles, en bata. Era espantoso”
“Tenía 8 años cuando fue el terremoto, pero me acuerdo de todo”.
Estaba en la casa de una tía con mis hermanos. Mis papás habían ido al cementerio a ponerle flores a la tumba de mi abuela.
Como a las tres de la tarde, estábamos jugando en una habitación y, de repente, empezaron unos ruidos raros. Ahí vino el primer remezón.
“¡Niños, niños, bajen!”, nos llamaron.
Salimos al antejardín. Yo tenía miedo. Se decía que las casas de cemento no eran tan seguras y nosotros estábamos en una casa de cemento.
Después del segundo remezón, que fue más fuerte, vi que la camioneta de mi papá venía llegando. Quería ir a verlo, pero intenté caminar y no podía. De eso me acuerdo clarito.
La camioneta se movía para todos lados, mientras mi papá intentaba sujetarse a ella. La casa de mi tía también se movía de un lado al otro, era increíble. Lo mismo con los postes de luz.
Cuando terminó el movimiento, mi papá nos llevó a nuestra casa que quedaba a unas cinco cuadras de ahí.
Mi mamá se había quedado en el cementerio. Dice que sonaban las manijas de las tumbas, que vio los nichos rotos, los ataúdes… que fue espantoso.
El hospital que quedaba al frente de nuestra casa se cayó prácticamente completo. Eso fue bastante dantesco.
Los enfermos deambulaban por las calles, en bata. Era espantoso, la gente gritaba, se sentían sollozos y lamentos.
A mí no me dejaban mirar, pero igual vi a una mujer dando a luz a un niño ahí al frente de mi casa.
Mucha gente decidió sacar sus camas y armar campamento en la plazoleta; hacían fogatas.
Nosotros no. Bajamos los colchones al primer piso y dormimos ahí por si había que salir arrancando porque temblaba a cada rato.
La destrucción era impresionante.
Mi papá nos llevó a mirar lo que había pasado. La costanera de Valdivia, las casas, estaba todo destruido.
Recuerdo haber estado parada en uno de los puentes después del maremoto y vi pasar un montón de cosas, entre ellas, un corral de chanchos. Iba rapidísimo.
Nosotros, los niños, nos íbamos a meter a la morgue. Como yo era bastante intrépida, me encantaba hacer esas cosas. Íbamos a ver si había muertos. Y estaba repleto, además de que estaba todo destrozado.
“No volvimos a la normalidad en al menos tres meses”.
Alejandro Muñoz, 87 años:
“Las montañas se balanceaban; no era capaz de mantenerme en pie”
“Ese domingo yo estaba en mi trabajo. Era cocinero de un hogar de 120 niños huérfanos. Tenía 27 años."
Recuerdo que les estaba haciendo sopaipillas (una especie de pan frito hecho a base de zapallo, tradicional del sur de Chile).
Lo primero que sentí fue el tiritón de la lámpara de la cocina.
Y, a cada ratito, era más y más fuerte. ‘Chicos, arranquemos para la pampa’, les dije yo.
Ahí encontré un arbustito y me afirmé. Los niños se hincaron ahí conmigo. Ellos me perseguían, yo era como un papá de ellos.
El edificio del hogar se movía de un lado a otro, pensé que se iba a caer. Las montañas se balanceaban; no era capaz de mantenerme en pie.
Cuando pasó el movimiento, mis jefes me dijeron que fuera para mi casa a ver a mi gente. Yo estaba casado y tenía tres hijos. Así que tomé mi bicicleta y partí.
En el camino tenía que andar parando a cada rato porque el cemento se había abierto hasta medio metro en algunas partes. Las calles estaban inservibles, y las casas que eran de ladrillo o cemento se cayeron.
Cuando llegué, mi familia no estaba. Los bomberos la habían trasladado hasta una pampa porque decían que el río venía subiendo.
Ahí nos juntamos todos, en la pampa Krahmer.
La semana fue difícil. Alojamos en la intemperie, en una carpa, porque nadie se atrevía a dormir en sus casas. Los temblores venían a cada ratito. Temblores fuertes, que demoraban un minuto.
Imagínese, con frío y pasando montones de necesidades. Estas cosas se presentan tan de improviso que no había nada para comer.
Tuve que ir a la casa de mi mamá a buscar un par de gallinas que ya estaban muertas, ahogadas. Con eso hicimos unas buenas cazuelas.
El movimiento fue tan fuerte que las aguas se enturbiaron, estaba toda sucia revuelta con barro. Pero la gente estaba obligada a tomarla. Había que hervirla y después dejarla enfriar. Con hambre, no hay pan duro…
Después nos fuimos a vivir a un bus, y al final nos trasladamos al hogar de niños. El director nos dio una pieza a mí y a mi familia.
Nunca tuve miedo. Dios me dio fortaleza para tranquilamente mirar el movimiento de la tierra, de los cerros, de las casas; me di cuenta de todo lo que estaba pasando.
“Pero sí puedo decir que es lo más fuerte que me ha tocado vivir en mi vida; fue tremendamente impresionante”.
Ana Fuentes Villegas, 78 años:
“Los adoquines saltaban a una altura de medio metro; las piedras se levantaban del suelo”
“El día del terremoto yo estaba en el centro de Valdivia”.
Tenía 19 años y estaba con una amiga mirando las carteleras de unas películas, afuera del cine Cervantes.
Primero sentimos mucho ruido de cosas que se quebraban, pero pensábamos que era el efecto del cine que estaba en función.
Pero de repente las puertas de vidrio se abrieron estrepitosamente y la gente salió como loca de adentro. Nos dimos cuenta de que algo estaba pasando.
Retrocedimos y cuando llegamos a la calle notamos que los adoquines saltaban a una altura de medio metro; las piedras se levantaban del suelo.
Intentamos protegernos de la gente que venía saliendo, que gritaba y corría para todos lados.
Empezamos a dirigirnos hacia la plaza, que quedaba como a una cuadra. Tuvimos que sortear las piedras y todo lo que caía.
En esa época había muchos letreros luminosos que colgaban; los frontis de las tiendas se abrieron y cayeron los muebles hacia las calles.
Cuando llegamos a la plaza nos obligaron a abrazarnos de los árboles que se movían mucho de un lado al otro, como que barrían el suelo. El momento culminante del terremoto demoró unos 3 minutos y medio.
Después, empezaron a llegar los heridos, gente que venía muy complicada, aplastada por cosas. Los médicos los atendían en el pasto, en el suelo.
Estuvimos ahí como hasta las cinco de la tarde. Luego nos fuimos a mi casa, que estaba a unos dos kilómetros. Nos tardamos una hora y media en llegar, o a lo mejor un poco más, porque había que sortear los obstáculos.
En mi casa estaban mi padre, mi madre y mi hermana más chica.
Yo era estudiante de medicina veterinaria y en los días posteriores fui a la universidad donde se hacía recolección de cosas, sobretodo de frazadas y ropa, porque la gente lo perdió todo.
Tuve amigas que se quedaron sin casa, que se vinieron a vivir conmigo por un buen tiempo.
De hecho, se instalaron unas casitas de emergencia, hechas de latas de zinc donde la gente hacía su fueguito.
Esto duró mucho tiempo. Reconstruir fue muy lento, muy difícil. Limpiar las calles nos llevó meses.
Un tiempo después, en junio, tuvimos que desocupar nuestra casa completa porque se desbordó el río. Fue una consecuencia del deslizamiento de tierra del terremoto que tapó la desembocadura del Lago Riñihue.
Mi padre colgó todos los muebles en una leñera que había cerca de la casa. Se calculaba que el agua iba a subir como un metro. Así que estuvimos con la casa inundada varias semanas.
Pero nosotros igual nos quedamos ahí viviendo, en un altillo. Pusimos los colchones en el suelo y hacíamos todo ahí, dormíamos, cocinábamos.
Luego de que el agua empezó a bajar, tuvimos que limpiar el barro, el lodo.
Desde el terremoto, la ciudad de Valdivia ha cambiado.
Sigue siendo bonita, pero antes el río era navegable para el que quisiera, uno podía atravesarlo nadando en cualquier parte, y todo eso se perdió.
La gente también cambió. Pero para bien. En ese tiempo la mentalidad era muy cerrada, todos se preocupaban mucho de lo que hacía el otro, había mucho comentario.
La vida después del terremoto fue diferente; la gente le dio importancia a las cosas reales.
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