Los gritos de mis colegas me despertaron y los latidos de mi corazón ahogaron el correr de mi mente. ¿Qué estaba pasando? ¿Alguien había sido herido en las calles de la ciudad de Gaza, o era algo peor?
Eran las 13:55 del sábado. Había estado durmiendo la siesta en el piso de arriba del penthouse de dos pisos que funcionaba como las oficinas de The Associated Press en la ciudad de Gaza desde 2006. Esto no era inusual en los últimos días; desde que comenzaron las peleas a principios de este mes había estado durmiendo en nuestra oficina de noticias hasta las primeras horas de la tarde y, luego, trabajando toda la noche.
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Bajé corriendo las escaleras y vi a mis colegas poniéndose cascos y chalecos protectores. Gritaban: “¡Evacuación! ¡Evacuación!”
El ejército israelí, sabría después, había apuntado a nuestro edificio para su destrucción y ofreció una breve advertencia previa. Habían eliminado tres edificios en lo que va de la semana, advirtiendo a los residentes y ocupantes, a veces minutos antes, de que salieran. Rápido, me dijeron: “Tenés diez minutos”.
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¿Qué necesitaba? Agarré mi computadora portátil y algunos otros aparatos electrónicos. ¿Qué más? Miré el espacio de trabajo que había sido mío durante años, lleno de recuerdos de amigos, familiares y colegas. Elegí solo un puñado: un plato decorativo con una foto de mi familia. Una taza de café que me dio mi hija, que vive de forma segura en Canadá con su hermana y mi esposa, desde 2017. Un certificado de mis cinco años de empleo en AP.
Empecé a irme. Luego miré hacia atrás, a este lugar que había sido mi segunda casa durante años. Me di cuenta de que esta era la última vez que podría verlo. Eran poco después de las 14. Miré alrededor. Fui la última persona allí.
Me puse el casco. Y corrí.
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“En Gaza no hay un lugar seguro”
Después de los días más inquietantes en la comunidad donde nací y crecí y donde ahora cubro las noticias -en el lugar donde viven mi madre, y hermanos, y primos, y tíos- ahora estoy en casa. Ojalá pudiera decir que estoy a salvo acá, pero no puedo. En Gaza, no hay un lugar seguro.
El viernes, un ataque aéreo destruyó la granja de mi familia en el extremo norte de Gaza. Y ahora, mi oficina en la ciudad de Gaza -el lugar que pensé que era sacrosanto y que no sería apuntado porque las oficinas de AP y Al-Jazeera estaban ubicadas en sus pisos superiores- es una pila de de escombros y vigas y polvo.
A muchos habitantes de Gaza les fue peor. Al menos 145 de nosotros fuimos asesinados desde el lunes, cuando Hamas comenzó a disparar cientos de cohetes contra Israel, que golpeó la Franja de Gaza con ataques. En Israel, ocho personas fueron asesinadas, incluido un hombre que murió por un cohete que impactó en Ramat Gan, un suburbio de Tel Aviv, el sábado.
En nuestro edificio, el reloj en mi cabeza se sintió ensordecedor cuando salí corriendo de la oficina. Bajé corriendo los 11 pisos de escaleras y entré en el estacionamiento del sótano. De repente me di cuenta: mi coche era el único ahí. Todos los demás ya habían evacuado. Tiré mis pertenencias en la parte de atrás, salté y me fui.
Cuando sentí que estaba lo suficientemente lejos, estacioné el auto y salí, asegurándome de tener una vista de mi edificio. Encontré a mis colegas cerca. Estaban mirando, esperando lo que vendría después.
Cerca de allí, el propietario de nuestro edificio estaba hablando por teléfono con el oficial militar israelí que le había dicho que evacuara el lugar. El dueño estaba pidiendo un poco más de tiempo. “No -le dijeron-, eso no será posible”. En cambio, le indicaron: “Regrese al edificio y asegúrese de que todos estén fuera. Tiene diez minutos. Será mejor que se apure”.
Me di vuelta hacia nuestro edificio para mirar. Estaba rezando para que tal vez, tal vez no sucediera. Pensé en las familias que vivían en los cinco pisos superiores, abajo de las oficinas de los medios y encima de las oficinas de los pisos más bajos. ¿Qué harían ellos? ¿Adónde irían?
“Todavía tenía la llave de una habitación que ya no existía”
Otros periodistas se agruparon alrededor, justo al borde de la seguridad, preparados para lo que vendría después. Mis intrépidos colegas de video atendían sus tomas en vivo.
Luego, una rápida sucesión durante los siguientes ocho minutos: un pequeño ataque aéreo con drones, seguido de otro y otro. Y luego tres poderosos ataques aéreos de F-16.
Al principio, parecían las capas de algo que colapsaba. Pensé en un plato de papas fritas, y en lo que pasaría si las golpearas con el puño. Luego, el humo y el polvo lo envolvieron todo. El cielo retumbó. Y el edificio que era la casa para algunas personas, la oficina para otras, y ambas para mí, desapareció en un sudario de polvo.
En mi bolsillo, todavía tenía la llave de una habitación que ya no existía.
“Mis cientos de recuerdos ahora eran astillas”
Parado con mis colegas a unos 400 metros de distancia, miré un rato e intenté procesar todo mientras los escombros comenzaban a asentarse. El humo blanco fue superado por espesas nubes de humo negro cuando la estructura se derrumbó. Polvo, pedazos de cemento y fragmentos de vidrio estaban esparcidos por todas partes. Lo que conocíamos tan bien, se había ido.
Pensé en todos mis cientos de recuerdos que ahora eran astillas, incluida la grabadora de casetes de 20 años que usaba cuando me convertí en periodista. Si hubiera tenido una hora, lo habría agarrado todo.
Fue una de las escenas más horribles de las que fui testigo. Pero aunque estaba profundamente triste, también había gratitud. Hasta donde yo sabía, nadie había resultado herido: ninguno de mis colegas, ni nadie más. Eso se confirmaría en las próximas horas, a medida que saliera más información y mis jefes en AP condenaran un ataque que los “conmocionó y horrorizó”.
Me preguntaba cuánto tiempo debería quedarme y mirar. Fue entonces cuando me golpearon mis años de instinto -el instinto de tapar tanta violencia y tristeza en el lugar que es mi hogar-.
“El final del lugar que le dio forma a gran parte de mi vida”
Nuestro edificio se había ido y no volvería. Mientras tanto, ya sucedían otras cosas que necesitaba cubrir. Debés darte cuenta: nosotros los periodistas no somos la historia. La prioridad para nosotros no somos nosotros. Es contar las historias de otras personas, las que están viviendo su vida en las comunidades que cubrimos.
Así que pasé unos momentos más viendo el final del lugar que le dio forma a gran parte de mi vida. Y luego comencé a despertar de esta pesadilla.
Me dije a mí mismo: “Está hecho”. Ahora averigüemos qué hacer a continuación. Sigamos cubriéndolo todo. Esto es historia y hay más historias que contar. Y como siempre, a medida que el mundo se sacude a nuestro alrededor, depende de nosotros averiguar cómo.
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