El torbellino de noticias en torno a la Iglesia que han venido apareciendo estos días en los medios ha dejado de lado un acontecimiento eclesial importante que, bien mirado, podría ayudar a la Iglesia a enfrentar de mejor manera los problemas éticos que arrastra desde hace unos años y que empañan la labor de servicio generoso y desinteresado de la inmensa mayoría de sus miembros.
Se trata del Sínodo de la Familia convocado por el papa Francisco y que ha concluido hace unos días en Roma. Han participado 270 obispos, dos de la Conferencia Episcopal Peruana: su presidente (monseñor Salvador Piñeiro) y su vicepresidente (monseñor Miguel Cabrejos). Estuvieron presentes también delegados de otras confesiones religiosas y un buen número de matrimonios. A pesar de los casi 20 días de trabajo intenso, la sensación que dejan las conclusiones finales es que no se ha avanzado mucho en relación con las expectativas que se habían puesto sobre algunos de los temas tratados como, por ejemplo, el de los divorciados vueltos a casar o el de las parejas homosexuales.
Sin embargo, una lectura más detenida deja un saldo positivo. En primer lugar, Francisco ha logrado colocar en la agenda de la Iglesia un tema clave para la vida de las personas y que, por polémico, quedó mucho tiempo en el silencio o en los corrillos intraeclesiales. Luego de dos sínodos consecutivos, es claro que este tema seguirá siendo objeto de debate. En la usual exhortación apostólica postsinodal el Papa propondrá los pasos a seguir.
En segundo lugar, Francisco dijo desde el principio que deseaba escuchar todas las voces. No ha tenido miedo al debate sobre asuntos que, por lo demás, no son materia de fe. Su discurso final destaca este hecho: el valor del sínodo –dijo– es “haber escuchado y hecho escuchar las voces de las familias y de los pastores de la Iglesia que han venido a Roma de todas partes del mundo”. Estas voces no tenían que ser concordantes. Y de hecho no lo fueron. Hubo, como sabemos, obispos que manifestaron posiciones abiertamente contrarias. El Papa no reprimió el debate, lo propició. Añadió: “En el curso de este sínodo, las distintas opiniones que se han expresado libremente –y por desgracia a veces con métodos no del todo benévolos– han enriquecido y animado sin duda el diálogo, ofreciendo una imagen viva de una Iglesia que no utiliza ‘módulos impresos’, sino que toma de la fuente inagotable de su fe agua viva para refrescar los corazones resecos”. El Papa toma en serio la máxima de Agustín: “En lo sustancial, unidad; en lo opinable, libertad; en todo, caridad”.
En tercer lugar, las posiciones se han decantado. “La experiencia del sínodo también nos ha hecho comprender mejor que los verdaderos defensores de la doctrina no son los que defienden la letra sino el espíritu; no las ideas, sino el hombre; no las fórmulas, sino la gratuidad del amor de Dios y de su perdón”, precisó el Papa. El sínodo “ha puesto al descubierto a los corazones cerrados, que a menudo se esconden incluso dentro de las enseñanzas de la Iglesia o detrás de las buenas intenciones para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, a veces con superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas”.
El sínodo es una institución creada por el Concilio Vaticano II. El Papa quiso celebrar su aniversario 50. En su discurso, Francisco planteó su visión de Iglesia en clave de sinodalidad. Una Iglesia sinodal –precisó– es una Iglesia de la escucha; en ella la jerarquía “se abaja” para ponerse al servicio de los hermanos; presbíteros y laicos colaboran por el bien de la Iglesia; promueve ecumenismo y –subrayó– “urge una conversión del papado”. La Iglesia sinodal de Francisco es la Iglesia que va a las periferias y que cura heridas. En sus términos: “el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio”.
El gran aporte de este sínodo ha sido el método propuesto por Francisco. Un método sinodal. Sínodo significa “caminar juntos”. ¿Cómo? Consultando a las diferentes instancias, expresando libremente la propia opinión, de igual a igual, con el corazón puesto en el sufrimiento ajeno, desde la misericordia. Al mismo tiempo, es una Iglesia dispuesta al diálogo abierto con la sociedad civil, transparente ante los medios de comunicación, en actitud crítica y autocrítica cuando esta es necesaria, y colaboradora con quienes solicitan, con toda justicia, sancionar el delito. Si este modo de proceder, propio de una “Iglesia sinodal” (y, en última instancia, del Concilio Vaticano II) impregnara el comportamiento de todas las instancias e instituciones eclesiales, tendríamos menos escándalos que lamentar y más posibilidades de ser creíbles. Aprendamos la lección.