Hoy 10.000 seguidores en Twitter pueden llevarlo a uno a ser congresista. En esta superposición de popularidad y entretenimiento con política, candidatos y votantes pierden de vista lo que es ser un representante en el Congreso. Basta una mirada a los perfiles de redes sociales de algunos nuevos candidatos al Congreso 2021 para ver que no hay mayores propuestas sino ataques polarizantes que se vuelven populares, pseudorreflexiones superficiales y descontextualizadas de 280 caracteres de quien es más bien un influencer político que un candidato.
El influencer político no sabe quiénes son sus representados porque nunca les ha visto la cara. Cómodo en su sofá y con miedo a contagiarse de coronavirus haciendo campaña en el mercado o el paradero, tuitea sobre la realidad nacional y adopta un discurso progresista de ‘justicia social’ –tan de moda hoy en día en las redes– sin necesariamente haber visto o sufrido en carne y hueso e in situ los problemas de la ciudadanía y, sin duda, sin tener la experiencia de gestión para solucionarlos. En esta nueva dinámica de las campañas el influencer político que quiere ser congresista tiene un desapego con la realidad real, esa del tiempo y el espacio palpables, esa del olor del sudor de quien carga baldes de agua hasta su casa porque no le llega el agua potable. Sin más relación entre representante y representado que un ‘like’, se alcanzará un nuevo nivel de ilegitimidad política.
El influencer político logra su popularidad dando contenido entretenido a sus seguidores; es una relación unilateral. La representatividad deja de existir cuando los votantes no son ciudadanos sino fans, cuando la campaña no se hace en la calle sino desde un smartphone. También cuando su interpretación de la realidad nacional viene más de las redes sociales que de fuentes legítimas del conocimiento.
El influencer político vive en un compartimiento estanco ideológico. No tolera opiniones divergentes. Quien no coincide con él en las redes sociales es un trol caviar o DBA (o, ahora, un viejo lesbiano). De hecho, su discurso digital suele ser confrontacional con el otro bando porque la polémica y los mensajes tipo ‘mic drop’ son lo que más retuits traen. De propuestas muy poco. Esta poca capacidad de tolerancia y empatía –sobre todo en los candidatos más jóvenes, algunos de los cuales confunden la libertad de expresión del otro con la ofensa propia– se reflejará en el hemiciclo, que de debates alturados ya tiene muy poco. Se afilará la polarización.
A muchos les sorprendió que el Frepap haya logrado su cantidad de escaños en el actual Congreso sin tener presencia en redes sociales. Que eso haya causado sorpresa no es sino un inmenso sesgo pudiente-capitalino: creer que el discurso político está en las redes sociales en un país donde el Internet no llega al 60% de los hogares, según un informe del INEI del segundo trimestre del 2019. De hecho, aunque algunos no estén de acuerdo con sus políticas, los congresistas del Frepap son más representantes que los influencers políticos que buscan que sus fans voten por ellos para obtener una curul.
El ciberespacio toma la política y la vuelve espectáculo porque el ciberespacio del espectáculo vive. El discurso que pretende ser político en Internet está en un GIF, un tuit, en un sticker y en los pocos segundos de un video sacado de contexto. El reflejo antes que la reflexión. Por eso las redes sociales le están haciendo un grave daño a la democracia tanto en el Perú como en el mundo.
En las próximas elecciones le toca al votante hacerse una pregunta: ¿esa persona por la que piensas votar está lo suficientemente preparada o es solo un influencer que busca capitalizarte como su fan?
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